“Difícilmente podríamos decir de Chaplin algo que no haya sido ya dicho”
-Rene Clair, 1929
En El circo (The Circus, 1928), Charlie Chaplin -perseguido
por la policía- se refugia en un laberinto de espejos. De repente, ante
nosotros, aparece la figura múltiple y repetida del vagabundo, del “little
fellow” que él creó en 1914. ¿Cuál es el personaje real y cuales sus reflejos?
Ni él mismo parece saberlo de la prisa y el desespero que siente en su huida.
Pero para ser sinceros, tampoco nosotros lo sabemos con total certeza.
¿Es Charlie Chaplin el vagabundo travieso, pero de buen corazón, que se
gana la solidaridad del público por su recursividad, desafío a la ley y eterno
anhelo de amor? ¿Es Charlie Chaplin, en realidad, el director, el actor, el
guionista, el compositor, el bailarín, el mimo consumado? ¿Es Charlie Chaplin
el multimillonario productor, proclive a los escándalos románticos, e inestable
emocionalmente? Todos a la vez son él. Quizá el más fácil de definir sea el que
interpretó delante de la pantalla. Veamos como lo describe uno de sus abogados
en un juicio de plagio en 1925: “El demandante ha llevado siempre un atuendo
particular y característico, que consiste en un bigote de una forma muy
especial, un sombrero viejo y ropa y zapatos gastados, y siempre del mismo
estilo, en concreto, un bombín gastado, un chaleco mal ajustado, una americana
demasiado estrecha, unos pantalones y unos zapatos demasiado grandes y un
bastón flexible que el demandante hace oscilar y dobla al interpretar el
personaje en sus películas” (1).
En Vacaciones (The Idle Class, 1921), uno de sus
últimos cortometrajes, Charlie hace un papel dual, el del vagabundo y el de un
millonario distraído. He ahí, de repente y juntas, dos de sus encarnaciones
contradictorias: el hombre sin oportunidades y deseoso de tener algo, no pasar
hambre y encontrar afecto, versus el millonario clasista, hedonista y
librepensador, que incluso fue acusado de amenazar los cimientos de la sociedad
norteamericana por su conducta disipada y sus declaraciones de izquierda. En
1940 va a repetir ese juego dual cuando en El gran dictador (The
Great Dictator) sea un idealista barbero judío, aún parecido externamente
al vagabundo, y así mismo representó al dictador Hynkel, una sátira de Hitler.
Sin embargo el hombre delante y detrás de la cámara era uno solo, una persona absolutamente brillante que de las cenizas de una infancia miserable en Inglaterra se alzó triunfal hasta la cima indisputada del estrellato artístico de Hollywood, con todos los peligros, tentaciones y pasos en falso que eso implicaba. Fue frágil, cayó, se equivocó, volvió a levantarse, volvió a caer, se puso en pie de nuevo, dijo muchas veces lo que no debía en los momentos menos oportunos. Esa parecía su manera de vivir, la que escogió para sí. Así supo crear, inventarse y reinventarse.
Tras repasar todos los largometrajes que hizo y un buen número de sus
cortometrajes, me atrevo a concluir que el éxito de Charlie Chaplin como
artista -al único que me interesa resaltar- consistía en el conocimiento y el
dominio absoluto de su cuerpo. Desde su gestualidad facial hasta el control de
cada uno de sus movimientos, Chaplin tenía claro que esa era su herramienta
infalible, su arma secreta de seducción del público. Esa capacidad de expresión
corporal la fue afinando a medida que su personaje en la pantalla fue también
evolucionando y volviéndose más “estilizado”, esto es, menos agresivo,
egocentrista y primario.
El Charlie individualista de sus primeros cortos no tiene nada que ver
con la imagen benévola que de él tenemos, fruto de sus largometrajes de
madurez. Ese cambio progresivo de la personalidad del vagabundo fue también
reflejo de los avances narrativos del cine, pues curiosamente ambos iban en
paralelo. Mientras el cine empezó a contar historias más elaboradas y más
largas, el vagabundo se fue tornando más sutil, sus gestos más complejos y
dicientes, su actitud más generosa. Su tipo de humor pasó del slapstick grueso
a una comedia humana admirable, pero no por alguna intuición, sino por un
estudio calculado y muy inteligente de lo qué podía agradarle al espectador.
Incluso Chaplin mismo fue capaz de hacer evolucionar el tipo de
actuación dramática para el cine. Cuando hace Una mujer de París (A
Woman of Paris: A Drama of Fate, 1923) -su primer drama y su primera
película para United Artists, la compañía que fundó junto a Douglas Fairbanks,
Mary Pickford y D.W. Grifftih- opta por quedarse detrás de la lente y dirigir a
sus actores buscando quitar toda ampulosidad teatral y limitando el rango de
los gestos para hacerlos creíbles en la pantalla grande. Aquí también aprendió
una lección: su solo nombre no bastaba para atraer a las audiencias. Ellos
querían verlo y querían reírse con él. Una mujer de París perdió
dinero.
Fusionar comedia y
drama
En Vida de perros (A Dog´s Life, 1918), uno de sus
cortos para la Mutual Film Corp., Chaplin encontró un comodín dramático
encarnado en Scraps, un perro callejero con el que podía tratar de probar a dar
-con éxito- un poco de ternura. Pasar de una mascota a un niño era solo asunto
de tiempo, como pudo constatarse en El chico (The Kid,
1921), donde ya la mezcla de comedia de costumbres y de drama social empieza a
tomar forma para él y a hacerse central. Ambos elementos se irán refinando para
alcanzar altas cotas de maestría en La quimera del oro (The
Gold Rush, 1925), El circo (The Circus, 1928)
y Luces de la ciudad (City Lights, 1931).
Mientras sus comediantes rivales, Buster Keaton y Harold Lloyd, le
apuntaban a la acrobacia temeraria, donde la sonrisa franca era reemplazada por
la risa nerviosa ante el peligro que asumían, Chaplin se decantó por el detalle
de los gestos, por la agudeza de los movimientos, por la precisión de un
bailarín que jamás pierde el ritmo y que tiene el timing cómico
perfecto para la pantomima. La danza de los panecillos en La quimera
del oro, las acrobacias en la cuerda floja de El circo, la
escena de boxeo en Luces de la ciudad, la afeitada de un cliente al
ritmo de la danza húngara número 5 de Brahms en El gran dictador,
son momentos de altísima comedia, igual de graciosos el año de su estreno que
hoy. Chaplin los conseguía fruto de una exigencia personal máxima y de repetir
y repetir las tomas sin importar lo que eso representara en términos personales
o de dinero. Él, a su vez, interpretaba en los ensayos todos los demás roles
que los otros actores debían luego representar a la perfección según sus
instrucciones (por eso se afirma que su compañero de reparto ideal fue Jackie
Coogan, el niño de cinco años que coprotagonizó El chico, pues este
se dedicaba a imitarlo). Todo le debía salir perfecto. Y lo lograba, no importa
que atravesara momentos de enorme perturbación personal o laboral, bien fuera
el hecho de tener que sacar subrepticiamente de California lo rodado de El
chico para evitar que lo confiscaran en un juicio de divorcio, cambiar
de actriz protagónica en medio del rodaje de La quimera del oro, o
presenciar impotente cuando un incendio destruyó el plató de El circo.
Pese a la perfección de sus filmes para United Artists, el Charlie de
sus orígenes -el avispado egoísta y cruel de algunos de sus cortos para la
Keystone y la Essanay- nunca desapareció del todo. El matiz solidario de sus
largometrajes ocultaba bien esos impulsos primarios, la mayoría relacionados
con el hambre, un recuerdo perenne de su infancia paupérrima llena de
carencias. El hueso con restos de carne que el vagabundo gambusino se disputa
con un gigante en La quimera del oro o la reacción violenta
del personaje cuando ve que la chica de El circo se está
comiendo un pan que él dejó momentáneamente abandonado, son muestras de que
detrás del solitario compasivo hubo siempre un ser que no dejó nunca de pensar
primero en la satisfacción de sus propias necesidades. “Hay un lado cruel en
ti”, le dice Henri Verdoux a su pequeño hijo, recriminándole por halarle la
cola a un gato. Ese personaje -interpretado por Chaplin- es el protagonista
de Monsieur Verdoux (1947), una sátira sobre un Barba Azul que
asesina mujeres para quedarse con sus fortunas. Ya no hay dualidades como en el
vagabundo, ahí ya solo hay maldad y cinismos puros.
Ese mismo “little fellow”, desconfiado de la ley -que nunca está a su
favor- genera simpatía y solidaridad por estar oprimido. El drama está
planteado: Charlie el vagabundo no puede vivir tranquilo, perseguido siempre
por una policía que sumariamente lo hace sospechoso y culpable hasta que se
demuestre lo contrario. Véanlo claramente en El chico cuando
llegan a quitarle el niño. Esa lucha de Charlie por evitar que se lleven a John
era una lucha colectiva de todos los que veían ese mediometraje y sentían que
algo así les pasaba o les había pasado. ¿Cómo no verse representados e
identificados con ese hombrecillo al que todo se lo habían arrebatado y que
pese a eso seguía peleando por su dignidad? Aunque el drama social se iba
haciendo patente en su cine había que llegar hasta Tiempos modernos (Modern
Times, 1936) para ver a la realidad penetrar profundamente en su cine. Es
como si todos sus largometrajes previos hubieran sido fantasías y de repente el
vagabundo llegara a la América post Depresión económica en medio del desempleo,
la huelgas y los cierres de fábricas y empresas. Es violenta esa llegada, es
aterrador como lo trata la policía, todas las veces que lo ponen preso, la
acusación de comunismo, la aparición de la cocaína en la cárcel. Charlie se
asomaba a un mundo cambiante y peligroso para él y donde ya un ser idealista (y
mudo, además) como él no cabía. Y por eso el vagabundo se va para siempre en
esa película.
El otro enemigo -ya lo intuyen- fue la aparición del cine sonoro. El
estreno de El cantante de jazz (The Jazz Singer, 1927)
cuando Chaplin estaba acabando de rodar El circo marcaba el
final de una época completa, pero en ese momento nadie lo sabía. Chaplin pensó
que era una moda frívola y pasajera, pero no resultó así. La tecnología llegaba
para quedarse y para cambiar las costumbres del público y el modo de rodar y
narrar en el cine. Carreras enteras de ilustres actores y actrices (John
Gilbert, Pola Negri, Mae Murray) del cine mudo quedaron arruinadas, al no
poderse acomodar a las nuevas exigencias histriónicas y de dicción. Mal
aconsejado, Buster Keaton no pudo hacer el tránsito al sonoro y Harold Lloyd,
aunque se acomodó, no pudo lograr la calidad que sus filmes silentes tenían.
Chaplin miraba todo a la distancia. Solo él, solo alguien con su prestigio y su
dinero podía atreverse a hacer Luces de la ciudad, estrenarla en
1931 y triunfar de manera rotunda. Aunque la película ya tenía efectos sonoros,
música sincronizada y algunas voces deformadas, el vagabundo seguía siendo
mudo. Si esa iba a ser su despedida, el filme tendría que ser inolvidable. Y de
veras que esta es una obra maestra, un filme perfecto de principio a fin.
Chaplin se esmera en hacer unas secuencias cómicas de enorme brillantez, como
para que no olvidemos nunca el arte silente que estaba desapareciendo. Sin
embargo la escena final del filme y la más lograda, no es cómica sino
dramática. El rostro del vagabundo entre el pasmo, la pena, el bochorno y la
alegría. Todos esos sentimientos en un primer plano de un hombre. ¿Para qué las
palabras?
La política de un
autor
Tiempos modernos fue estrenada en Nueva York el 5 de febrero de
1936, cuando el cine sonoro llevaba casi una década de evolución. Tozudo,
Chaplin insiste en que su personaje siga siendo mudo en medio de una película
llena de sonidos y en la que el vagabundo canta una canción en un lenguaje
incomprensible. Era la oportunidad para medir su propia vigencia y para darle
al vagabundo una despedida digna al lado de una mujer: cuando se pierde en el
horizonte, de la mano de ella, ya no volveremos a verlo. Esta cinta también le
permitió a Chaplin expresar sus temores acerca de la industrialización, la
fabricación en líneas de producción industrial y el consecuente desempleo. El
tono de la película es político –al vagabundo lo acusan de liderar una
manifestación comunista- un tópico que este autor manejó con cierta ingenuidad.
En su libro Un comediante descubre el mundo, escrito tras un
largo periplo por Europa y Asia, Chaplin –devenido en intelectual-lanza una
serie de utópicas propuestas para acabar con la iniquidad social, que son tan
bien intencionadas como poco prácticas. Sus ideas sobre el malestar político
del mundo las expresó en la pantalla en El gran dictador, una
sátira demasiado arriesgada sobre el totalitarismo que se mofó abiertamente de
la amenaza que representaban Hitler y Mussolini, y que concluye con un discurso
humanista que el propio Chaplin lanza en primera persona: “Hemos progresado muy
deprisa, pero nos hemos encarcelado a nosotros mismos. El maquinismo, que crea
abundancia, nos deja en la necesidad. Nuestro conocimiento nos ha hecho
cínicos. Nuestra inteligencia, duros y secos. Pensamos demasiado, sentimos muy
poco. Más que máquinas necesitamos más humanidad. Más que inteligencia, tener
bondad y dulzura”, dice en un aparte.
Las ideas políticas de Chaplin expresadas en ese discurso son cuando
menos candorosas y no resisten mayor análisis, más allá de haber sido
pronunciadas por un hombre de enorme influencia y en un momento particularmente
complejo de la historia. Hay una anécdota al respecto: “En una ocasión Chaplin
y Buster Keaton estaban tomando cerveza en la cocina de este último. «Lo que yo
quiero» -dijo Chaplin- «es que todos los niños tengan lo suficiente para comer,
zapatos en sus pies y un techo sobre sus cabezas».
«Pero Charlie» -replicó Keaton- « ¿Conoces a alguien que no quiera eso?» Esa es
quizá la mejor respuesta al discurso de cierre de El gran dictador”
(2).
Esa postura política –mezcla de sentido común, humanismo, ética laica e
izquierdismo– que prolongó con su apoyo a la apertura de un segundo frente
europeo de los aliados durante la Segunda Guerra Mundial para ayudar a los
rusos, amén de sus escándalos personales con jóvenes mujeres (incluyendo un
pleito por paternidad en 1943), tendría graves consecuencias para él, que
además nunca se nacionalizó en Estados Unidos, algo que más que un capricho,
hay que entenderlo como una defensa de su inveterada individualidad.
Durante las audiencias del Comité de Actividades Antiamericanas del
Senado en las que se indagaba por la infiltración comunista en Hollywood,
Chaplin fue llamado a dar testimonio tal como lo anota en su autobiografía:
“mientras estaba montando de nuevo Verdoux, recibí un mensaje telefónico
de un funcionario judicial de Estados Unidos, diciendo que tenía para mí una
citación por la que debía comparecer en Washington ante el Comité de
Actividades Antiamericanas. Éramos diecinueve los citados” (3). Tras tres
aplazamientos de la citación, Chaplin les envió un telegrama en el que afirmó
que “para su conveniencia les informaré lo que creo que quien saber. No soy
comunista, ni he ingresado en ningún partido ni organización política en mi
vida. Soy lo que ustedes llaman un «pacifista». Confío que esto no les ofenda.
Así que especifiquen definidamente cuando debo concurrir a Washington” (4).
Curiosamente el mensaje surtió efecto y Chaplin no fue citado a declarar. Sin
embargo la polarización que causaba con sus actitudes y con sus afirmaciones
(en Monsieur Verdoux dice “un asesinato te convierte en un
villano, millones en un héroe. Los números santifican, amigo”) le había causado
ya un daño irreparable. Chaplin era un hombre incómodo para un país sumido en
el miedo al comunismo.
Para asistir al estreno de Candilejas (Limelight,
1952) en Londres, Chaplin y su cuarta esposa, Oona O´Neill, abordaron el
transatlántico RMS Queen Elizabeth el 18 de septiembre de 1952. Al otro día el
Fiscal General de Estados Unidos, James P. McGranery, revocó su permiso de
reingreso al país. Chaplin se instaló definitivamente en Suiza cortando todos
los lazos con Estados Unidos. Realizaría dos películas más, rodadas en
Inglaterra: Un rey en Nueva York (A King in New York,
1957) y La condesa de Hong Kong (A Countess from Hong Kong,
1967). ¿Era el ocaso? Muchos pensaron eso, pero hay que ver el tono beligerante
de Un rey en Nueva York para darse cuenta que Chaplin tenía
cuentas por saldar con Estados Unidos y que iba ser a través del cine como iba
a arreglarlas. Esta cinta, en la que un monarca de un país europeo ficticio
huye a América tras una revolución, es una crítica mordaz al sistema social,
cultural y político norteamericanos, cacería de brujas macartista incluida.
Tristemente el afán revanchista le quita agudeza y le añade una bufoneria
inédita para el tamaño de este artista.
Regreso con gloria
El 10 de abril de 1972 en el Dorothy Chandler Pavilion en Los Ángeles tuvo
lugar una ceremonia de los premios Oscar que la historia no olvida. El
presidente de la Academia de Hollywood, Daniel Taradash, presentó el premio
honorario a Charlie Chaplin “por el incalculable efecto que él ha tenido en
hacer del cine la forma artística de este siglo”. Aparece entonces Chaplin, a
punto de cumplir 83 años, en el escenario. La ovación de todos los asistentes,
de pie, dura doce minutos. El homenajeado, algo abochornado, intenta
detenerlos, pero es imposible, los aplausos no cesan. Cuando por fin logra
hablar, dice tan solo, “Oh, muchas gracias. Esto es un momento emotivo para mí
y las palabras parecen tan fútiles, tan débiles. Solo puedo agradecerles por el
honor de invitarme aquí. Y ustedes son unas personas maravillosas y dulces.
Gracias”.
Para un hombre que hizo del silencio en el cine su credo, era suficiente
con lo que dijo esa noche. Muchas veces las palabras son fútiles y débiles, en
cambio la gestualidad, las acciones y las emociones que Chaplin expresó y supo
transmitirnos en la pantalla son, y serán, eternas.
Referencias
1. Alex Gifreu, Chaplin en imágenes, Barcelona, La Caixa, 2009, p.
74-75
2. Peter Ackroyd, Charlie Chaplin, Londres, Chatto&Windus,
2014, p. 195
3. Charles Chaplin, My Autobiography, Nueva York, Simon and
Schuster, 1964, p. 447
4. Homero Alsina T, Chaplin – Todo sobre un mito, Barcelona,
Bruguera, 1977, p. 67
(Revista Universidad de Antioquia Nº 330 / octubre-diciembre-2017 / págs. 121-127)
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