PRIMERA PARTE “LAS ENSEÑANZAS”
(Una forma yaqui de conocimiento)
(Una forma yaqui de conocimiento)
V (5)
Alrededor de las 6 p.m., don Juan recogió del recipiente el extracto de raíz, depositándolo sobre un trozo liso de pizarra; había menos de una cucharadita de almidón amarillo. Puso la mitad en una taza y añadió agua amarillenta. Dio vueltas a la taza para disolver la sustancia. Me entregó la taza y me dijo que bebiera la mezcla. Era insípida, pero me dejó en mi boca un sabor levemente amargo. El agua estaba demasiado caliente y eso me molestó. Mi corazón empezó a golpear aprisa, pero pronto me tranquilicé de nuevo.
Don Juan trajo la olla de la pasta. Esta parecía sólida y tenía una superficie reluciente. Quise penetrar la costra con el dedo, pero don Juan saltó hacia mí y apartó mi mano de la olla. Se molestó mucho; dijo que era mucho descuido de mi parte el tratar de hacer eso, y que si yo de veras quería aprender no había necesidad de ser descuidado. Eso era el poder, dijo señalando la pasta, y nadie sabía qué clase de poder era en realidad. Era suficiente injuria ya que nos metiéramos con él para nuestros propios fines -algo que no podemos evitar porque somos hombres, dijo-, pero al menos había que tratarlo con el debido respeto. La mezcla semejaba avena cocida. Al parecer tenía almidón suficiente para darle esa consistencia. Don Juan me pidió traer las bolsas con las lagartijas. Tomó la lagartija de hocico cosido y me la entregó cuidadosamente. Me hizo cogerla con la mano izquierda y me dijo que tomara con el dedo un poco de pasta y lo frotara en la cabeza de la lagartija y luego pusiera a la lagartija en la olla y la sostuviera allí hasta que la pasta cubriese todo su cuerpo.
Luego me indicó sacar a la lagartija de la olla. Recogió la olla y me guió a una zona rocosa no demasiado lejos de su casa. Señaló una gran roca y me dijo que me sentara frente a ella, como si fuera mi datura, y, sosteniendo la lagartija frente a mi rostro, le explicara nuevamente lo que deseaba saber y le rogara ir a buscarme la respuesta. Me aconsejó decir a la lagartija que sentía haber tenido que causarle molestias, y prometerle que a cambio sería bueno con todas las lagartijas. Y luego me indicó sostenerla entre los dedos tercero y cuarto de mi mano izquierda, donde una vez él hizo un corte, y bailar alrededor de la roca haciendo exactamente lo que había al replantar la raíz de la yerba del diablo; me preguntó si recordaba cuanto había hecho entonces. Dije que sí. Subrayó que todo tenía que ser exactamente igual, y que si no me acordaba debía esperar hasta que todo se hallase claro en mi memoria. Me advirtió con gran apremio que si actuaba en forma precipitada, sin deliberar, me haría daño a mí mismo. Su última indicación fue que yo pusiera en tierra a la lagartija del hocico cosido y observara hacia dónde se iba, para poder determinar el resultado de la experiencia. Dijo que no debía yo apartar los ojos de la lagartija ni por un instante, pues una treta común de las lagartijas era distraerlo a uno y luego salir corriendo.
Todavía no acababa de oscurecer. Don Juan miró el cielo.
-Te dejo solo -dijo, y se alejó.
Seguí todas sus instrucciones y luego puse a la lagartija en el suelo. La lagartija permaneció inmóvil donde la dejé. Luego me miró, y corrió a las rocas, hacia el este, y desapareció entre ellas.
Me senté en el suelo frente a la roca, como si estuviera ante mi planta. Una profunda tristeza me invadió. Me pregunté por la lagartija del hocico cosido. Pensé en su extraño viaje y en cómo me miró antes de correr. Era un pensamiento extraño, una proyección molesta. A mi modo yo también era una lagartija, realizando otro viaje extraño. Mi destino, acaso, era sólo el de ver; en ese momento sentía que nunca me sería posible decir lo que había visto. Para entonces ya estaba muy oscuro. Apenas podía ver las rocas que estaban frente a mí. Pensé en las palabras de don Juan: “El crepúsculo: ¡allí está la rendija entre los mundos!”.
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