CANTO SEXTO
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Tan pronto Maldoror se acerca a Mervyn, para grabar en su memoria los rasgos de ese adolescente, tan pronto, con el cuerpo echado hacia atrás vuelve sobre sus pasos como un boomerang de Australia, en la segunda fase de su trayecto, o mejor, como una máquina infernal. Indecisión sobre lo que debe hacer. Pero su conciencia no experimenta ninguno de los síntomas de la emotividad embriogénica, como erróneamente podríais suponer. Lo vi alejarse momentáneamente en una dirección opuesta, ¿lo abrumaba acaso el remordimiento? Pero retornó con renovada saña. Mervyn no sabe por qué sus arterias temporales laten fuertemente, y apresura el paso asediado por un pavor cuya causa vosotros y él buscáis en vano. Habrá que tenerle en cuenta su aplicación a descubrir el enigma. ¿Por qué no se da vuelta? Lo comprendería todo. ¿Habrá alguien que piense alguna vez en los medios más sencillos de terminar con un estado de alarma? Cuando un merodeador recorre un barrio de arrabal, con su odre de vino blanco en la panza y su blusa hecha jirones, si en la esquina de la calle ve un viejo gato musculoso contemporáneo de las revoluciones que presenciaron nuestros padres, contemplando melancólicamente los rayos de la luna que descienden sobre la llanura dormida, avanza entonces tortuosamente en línea curva y hace una señal a un perro patizambo que se precipita. El noble animal de la raza felina aguarda valientemente a su adversario y vende muy cara su vida. Mañana algún trapero comprará una piel electrizable. ¿Por qué no huyó? Era tan fácil. Pero en el caso que nos ocupa actualmente, Mervyn complica aun más el peligro por su propia ignorancia. Tiene algunos destellos, extremadamente raros por cierto, recubiertos por una imprecisión que no me detendré a explicar; con todo, le es imposible adivinar la realidad. No es profeta, no pretendo lo contrario, y no se reconoce capacidad para serlo. Una vez llegado a la gran arteria, dobla a la derecha y atraviesa el bulevar Poissonière y el bulevar Bonne-Nouvelle. En este punto de su trayecto avanza por la calle del Faubourg-Saint-Denis, deja atrás la estación del ferrocarril de Estrasburgo, y se detiene frente a un portal elevado, antes de alcanzar la superposición perpendicular de la calle Lafayette. Ya que me aconsejáis que termine en este sitio la primera estrofa, quiero, por esta vez, obtemperar a vuestro deseo. ¿Sabéis que cuando pienso en el anillo de hierro escondido bajo la piedra por la mano de un maníaco, un invencible estremecimiento me recorre los cabellos?
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