XV (5)
Mientras se tostaban en las brasas del fogón dos gruesos choclos, que el zapatero le regalara la noche del velorio, Abraham José planeaba su trabajo de aquel día.
La “brasilerita”, en enaguas, ensillaba su bayo. Rosita y Petronila dormían aun. Habían pasado la noche entre lamentaciones y atenciones con el comisario.
El turco comprendió que cualquier demora de su parte le sería perjudicial. Y, con el pretexto de arreglar sus baratijas, abrió el cajón y desparramó la mercadería entre las ruedas de la carreta. Entraba a dominar el campamento. Ordenaba, disponía y repetíase para sí las palabras del comisario:
-¡Aura, turquito, tenés que cargar con estas disgraciadas!...
Cuando la “brasilerita” volvió del monte cercano donde había ido en busca de unas hojas paras una “simpatía” -ya las traía pegadas a las sienes-, el turco le preguntó:
-Brandina, brasilerita, ¿los güeyes están todos?
-Siguro, ahí andan… -y señaló con el brazo estirado-. En la zanja está el “Bichoco”… el “Indio” por los pajonales, y el “Colorau”… ¿no lo ves ahí, atrás de la carpa del zapatero?...
Abraham José se tranquilizó. La “brasilerita” no ponía fea cara, de modo que su negocio marcharía a pedir de boca…
Cuando las quitanderas bajaron de la carreta, el turco les ofreció mate. Brandina, al ver a Petronila, la miró de arriba abajo. Habíase puesto sus mejores prendas. La “brasilerita” le reprochó:
-Aura te ponés la ropa p’andar en el lideo… ¿No?
-Es que… -tartamudeó Petronila- me voy a dir pa l’estación…
-¿A qué, cristiana? -volvió a insistir la “brasilerita”.
-Y… pa quedarme ayí con Duvimioso.
La resolución fue respetada. A mediodía, el sargento llegó con un “sulky” destartalado que había conseguido en la estación. Y sin mayores explicaciones, cargó con Petronila.
Su alejamiento coincidió con la partida del zapatero. Abraham José contemplaba el desarrollo favorable de los aconteciminentos. Hacía sus cálculos… Aquella repentina soledad lo favorecía.
Al caer la tarde, un silencio profundo entristecía el campamento. No pasaba nadie por el camino. Eran ellos los únicos seres que habitaban el campo de pastoreo de “Las Tunas”. Rosita remendaba una camiseta celeste. Brandina, que vigilaba el fuego recién encendido, arrimando una astilla, le preguntó en voz muy baja:
-¿Podés ver la costura, Rosa? ¡Cha que tenés buen ojo!... Ya no se ve nada. Se vino la noche…
La mujer dejó la camisa a un lado y se puso a mirar el fuego. El turco acercó la “pavita” a las llamas. Brillaron las primeras estrellas.
Apenas probaron el asado. Cuando Rosita subió a la carreta, Abraham José y Brandina comenzaron a doblar los géneros y a ordenar las baratijas.
A los tres días, un tropero se llevó los bueyes. El turco hizo negocio por su cuenta. Desde aquel momento la carreta empezó a hundirse en la tierra.
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