UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 11)
Eugenio de Rastignac había vuelto con la disposición de ánimo que deben conocer los jóvenes superiores o aquellos a los cuales una posición difícil comunica momentáneamente las cualidades de los hombres distinguidos. Durante el primer año de su permanencia en París, el poco trabajo que exigen los primeros exámenes en la Facultad le había dejado tiempo para gustar las delicias del París material. Un estudiante no tiene nunca bastante tiempo si quiere conocer el repertorio de cada teatro, estudiar las salidas del laberinto parisiense, saber sus usos, aprender su lengua, acostumbrarse a los placeres propios de la capital, escudriñar los lugares buenos y malos e inventariar las riquezas de los museos. Un estudiante se apasiona entonces por insignificancias que le parecen grandiosas. Tiene su gran hombre, un profesor del Colegio de Francia, pagado para mantenerse a la altura de su auditorio. Rehúsa su corbata y posa para la mujer de las primeras galerías de la Ópera Cómica. En estas iniciaciones sucesivas se despoja de su albura, agranda el horizonte de su vida y acaba por concebir la superposición de las capas humanas que componen la sociedad. Si ha empezado por admirar los coches en el paseo de los Campos Elíseos bajo un espléndido sol, no tarda en desearlos. Eugenio había sufrido ya este aprendizaje cuando partió de vacaciones después de haberse recibido de bachiller en Letras y en Derecho. Sus ilusiones de la infancia, sus ideas de provincia habían desaparecido. Su inteligencia modificada y su ambición exaltada le hicieron ver con precisión el ambiente del hogar paterno, el seno de la familia. Su padre, su madre, sus dos hermanos, sus dos hermanas y una tía cuya fortuna consistía en pensiones, vivían en la pequeña tierra de Rastignac. Esta propiedad, que producía aproximadamente una renta de tres mil francos, estaba sujeta a la incertidumbre que rige el producto industrial de la viña, y, sin embargo, tenían que sacar de ella todos los años mil doscientos francos para él. El espectáculo de aquella constante angustia que le ocultaban generosamente, la comparación que se vio obligado a hacer entre sus hermanas, que le parecían tan hermosas en su infancia, y las mujeres de París, que encarnan el tipo de una belleza soñada, el porvenir inseguro de aquella numerosa familia que confiaba en él, el enorme cuidado con que vio cerrar en las despensas los productos más baratos y las bebidas hechas con los residuos del mosto, en fin, una multitud de circunstancias que es inútil consignar aquí, excitaron su deseo de medrar y le dieron sed de distinciones. Como todas las almas grandes, quiso deberlo todo a su propio mérito. Pero su espíritu era eminentemente meridional; en la ejecución, sus determinaciones debían ser víctimas de esas dudas que se apoderan de los jóvenes cuando se encuentran en alta mar, sin saber a qué costado dirigir sus fuerzas ni hacia qué ángulos hinchar las velas. En un principio quiso entregarse de lleno al trabajo, pero seducido luego por la necesidad de crearse relaciones notó la mucha influencia que tienen las mujeres en la vida social, y decidió lanzarse de pronto al mundo a fin de conquistarse protectoras. ¿Habían de faltarle a un joven ardiente y despejado, cuyo talento y vigor estaban realzados por su tipo elegante y por esa belleza nerviosa que tanto atrae a las mujeres? Estas lo asaltaron en medio de los campos, durante los paseos que daba alegremente con sus hermanas, las cuales lo encontraron muy cambiado. Su tía, la señora de Marcillac, había frecuentado la corte y había trabado allí relaciones con las eminencias aristocráticas. De pronto, el ambicioso joven reconoció, en los recuerdos con que su tía lo había arrullado, los elementos de varias conquistas sociales tan importantes, por lo menos, como las que llevaba a cabo en la Facultad de Derecho; la interrogó acerca de los lazos de parentesco ricos y egoístas que podían servir a su sobrino, la señora vizcondesa de Beauséant sería la menos reacia. Escribió a esta joven dama una carta en el antiguo estilo epistolar, y se la entregó a Eugenio, diciéndole que si la vizcondesa lo acogía bien, ella misma le iría presentado a otros parientes. Algunos días después de su llegada, Rastignac envió la carta de su tía a la señora de Beauséanrt. La vizcondesa respondió con una invitación de baile para el día siguiente.
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