-Quiera el cielo que su
nacimiento no se convierta en una calamidad para su país, que lo ha expulsado
de su seno. Va de comarca en comarca, abominado por todos. Unos dicen que es
víctima de una especie de locura de origen, desde la infancia. Otros creen saber
que es una extremada e instintiva crueldad, que a él mismo lo avergüenza y por
cuya causa sus padres murieron de dolor. Hay quienes pretenden que fue
afrentado en su juventud con un apodo, que lo ha dejado inconsolable para el
resto de su existencia, porque su dignidad herida veía en eso una prueba
flagrante de la maldad de los hombres, que empieza en los primeros años y luego
va aumentando progresivamente. Ese apodo era: el
vampiro…
Oigo a lo lejos prolongados
gritos del más punzante dolor.
-Esos mismos agregan que,
tanto de día como de noche, sin tregua ni reposo, horribles pesadillas le hacen
manar sangre de la boca y de las orejas, y que ciertos espectros se sientan a
la cabecera de su cama para arrojarle al rostro, impulsados a su pesar por una
fuerza desconocida, unas veces con voz dulce, otras con voz que recuerda el
rugir de las batallas, con persistencia implacable, ese apodo siempre vivo,
siempre borroso, que no desparecerá sino con el universo. Algunos han llegado a
afirmar que el amor lo ha reducido a este estado, o que sus gritos atestiguan
el arrepentimiento por algún crimen sepultado en la noche de su misterioso
pasado. Pero la mayoría cree que un orgullo inconmensurable lo tortura, como
otrora a Satán, y que querría equipararse a Dios…
Oigo a lo lejos prolongados
gritos del más punzante dolor.
-Hijo mío, estas con
confidencias excepcionales y me duele que tengas que oírlas a tu edad; espero
que no imitarás nunca a ese hombre. Habla, ¡oh Eduardo mío!, y dime que no
imitarás nunca a ese hombre.
-¡Oh, madre bienamada, a
quien debo la luz!, te prometo, si la sagrada promesa de un niño tiene algún
valor, no imitar nunca a ese hombre.
-Muy bien, hijo mío; es
preciso obedecer a la madre en todo.
Ya no se oyen las
lamentaciones.
-Mujer, ¿has concluido tu
trabajo?
-Me faltan algunas puntadas
en esta camisa aunque hayamos prolongado la velada hasta tan tarde.
-Yo tampoco he dado fin a un
capítulo empezado. Aprovechemos los últimos destellos de la lámpara, pues ya no
hay casi aceite, y acabemos cada uno nuestro trabajo…
El niño ha exclamado:
-¡Siempre que Dios nos deje
vivir!
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