miércoles

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS



DÉCIMA ENTREGA

PRIMERA PARTE

"EL RATÓN".

9. TIERRA BENDITA. (1)

Llegar a Varsovia fue difícil. Trabajé para un granjero segando el heno y ordeñando vacas para ganar el dinero suficiente para mi viaje. Después me fui a dedo hasta Estocolmo, donde conseguí visado y me gasté casi todo el dinero arduamente ganado en un billete para el barco. Y menudo barco también; tenía todo el casco oxidado, y los incesantes crujidos no inspiraban la confianza de que lograra llegar a Gdansk (Danzig). Mi billete era de tercera. Por la noche me acurruqué en un duro banco de madera y soñé con lujos y comodidades, como por ejemplo una cálida manta y una mullida  almohada, y no hice ningún caso de cuatro tíos que merodeaban por la cubierta en la oscuridad. Estaba demasiado agotada para preocuparme.

Resultó que no había de qué preocuparse. Por la mañana se presentaron los cuatro hombres, todos de diferentes países del Este, todos médicos. Venían de regreso de un congreso médico. Afortunadamente para mí, me invitaron a hacer el resto del viaje a Varsovia con ellos. La estación de ferrocarril estaba abarrotada, y el andén donde se detuvo el tren estaba peor aún. La gente no sólo llevaba enormes cantidades de maletas y baúles; algunos llevaban también gallinas y gansos, y otros, cabras y ovejas. Parecía una caótica arca de Noé. Si hubiera ido sola, jamás podría haberme subido al tren. Cuando el convoy llegó, se armó un tremendo alboroto, pues toda la gente chillaba tratando de embarcar. Uno de los médicos, un húngaro alto y desmadejado, trepó al techo con la agilidad de un mono y desde allí nos ayudó a subir  a los demás. Yo me agarré a la chimenea cuando sonó el pito y el tren se puso en marcha. No eran los asientos más seguros del tren, ciertamente, sobre todo cuando entraba en los túneles y teníamos que aplastarnos contra el techo, o cuando de la chimenea salía un humo negro que nos hacía difícil respirar. Pero cuando el tren se desocupó un poco pudimos bajar e instalarnos en un compartimiento. Compartiendo la comida y contándonos nuestras respectivas experiencias, de pronto el viaje nos pareció un verdadero lujo.

Si el viaje a Varsovia fue una aventura, la llegada allí fue algo increíble. Para mis compañeros de viaje era el lugar donde tenían que cambiar de trenes. Yo, por mi parte, sabía que me encontraba en una encrucijada, el lugar donde algo tenía que suceder. Con las caras ennegrecidas como un grupo de deshollinadores, nos despedimos. Después empecé a escudriñar la multitud en busca de señales de mi amigo cuáquero. No había podido comunicar a nadie la fecha de mi llegada. ¿Sabrían cuándo ir a recogerme a la estación? ¿Adonde tenía que acudir?

Pero el destino se parece mucho a la fe; ambas cosas exigen una ferviente confianza en la voluntad de Dios. Miré hacia un lado, miré hacia el otro. No vi a nadie conocido. De pronto, por encima de un mar humano vi ondear una inmensa bandera suiza. Entonces vi a Richie y a varios otros. Era un milagro que estuvieran allí. ¡El abrazo que le di! Sus amigos me ofrecieron té caliente y sopa. Jamás alimento alguno me había sabido tan bien como ése. Tampoco me habría venido mal un largo sueño en una buena cama. Pero nos subimos en la caja descubierta de un camión y pasamos el resto del día viajando por caminos de tierra, bombardeados y llenos de baches, en dirección al campamento del Servicio de Voluntarios instalado en la fértil región de Lucima.

El trayecto me puso de manifiesto la urgencia con que nos necesitaban allí. Habían transcurrido casi dos años desde el final de la guerra y Varsovia continuaba en ruinas. Bloques enteros de edificios estaban convertidos en montañas de escombros. Sus habitantes, alrededor de 300.000 personas, vivían ocultos en refugios subterráneos; los únicos signos de vida humana se veían por la noche, cuando se elevaba el humo de las hogueras al aire libre que encendían para cocinar y calentarse. Los pueblos de los alrededores, destruidos por alemanes y rusos, también estaban arrasados. Familias enteras vivían simplemente en trincheras, como animales en sus madrigueras. En el campo los árboles estaban talados y el suelo lleno de grandes hoyos hechos por las bombas.

Cuando llegamos a Lucima, me sentí privilegiada por contarme entre las personas lo bastante fuertes para asistir a los muchos habitantes del pueblo que necesitaban urgente atención médica. ¿Era posible sentirse de otra manera? No, no cuando no hay hospital ni servicios médicos y uno se encuentra entre personas aquejadas de tifoidea y tuberculosis. Los más afortunados simplemente padecían viejas heridas infectadas causadas por metralla. Los niños morían de enfermedades tan comunes como el sarampión. Pero a pesar de sus problemas, eran personas maravillosas y generosas.

No hacía falta ser una experta en socorrismo para darse cuenta de que la única manera de abordar una situación así era arremangarse y comenzar a trabajar. El campamento del Servicio de Voluntarios consistía en tres enormes tiendas. La mayoría de las noches yo dormía al aire libre, bajo la manta militar de lana que me mantuvo abrigada en mis viajes a través de Europa. Nuevamente me asignaron el trabajo de cocinera. Nada me hacía más feliz que convertir latas de plátanos desecados, gansos que nos regalaban, harina, huevos y cualquier otro ingrediente que hubiera, en sabrosas comidas que fueran del agrado de los voluntarios llegados de todas partes del mundo y unidos por un único fin.

Cuando llegué ya se habían reconstruido bastantes casas y se estaba construyendo una escuela nueva. Allí trabajé de albañil, poniendo ladrillos y tejas. Chapurreaba muy mal el polaco, pero cada mañana, mientras lavaba mi ropa en el río, me daba clases una joven delgadísima que estaba muriendo de leucemia. Habiendo visto tanto sufrimiento y desgracia en su corta vida, no pensaba que su situación fuera el peor desastre del mundo. Lejos de ello, en cierto modo aceptaba su destino sin amargura ni rencor. Para ella eso era sencillamente su vida, o al menos parte de ella. No es necesario decir que me enseñó muchas más cosas que un nuevo idioma.

Cada día había que ser un factótum. Una vez contribuí a apaciguar al alcalde y a un grupo de personalidades del pueblo que protestaban porque habíamos construido sin los permisos oficiales, es decir, sin haberles "untado" a ellos. Otra vez ayudé a parir a la vaca de un granjero.

Los trabajos eran de lo más heterogéneo. Una tarde estaba colocando ladrillos en una pared de la escuela cuando un hombre se cayó y se hizo una buena herida en la pierna. En circunstancias normales la herida habría necesitado varios puntos. Pero allí sólo estábamos yo y una polaca que se apresuró a coger un puñado de tierra y se lo aplicó a la herida. Yo salté del techo gritando "¡No, que se le va a infectar!"

Pero esas mujeres eran como chamanes. Practicaban una medicina popular antiquísima y terrenal, como la homeopatía, y sabían exactamente lo que hacían. De todos modos se quedaron admiradas cuando yo le até la pierna para detener la hemorragia. Desde entonces comenzaron a llamarme "doctora Pañi". Yo intenté explicar que no era médico, pero nadie logró convencerlas, ni yo misma.

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