CUARTA ENTREGA
PRIMERA PARTE
II
La capital (3)
En la estancia trasera de la Academia Comercial, una mujer leía a su familia. Dos niñas de siete y diez años se sentaban en el borde de la cama, y un muchacho de catorce años se apoyaba en la pared con cara de intenso fastidio.
El joven “Juan” -leía la madre-, desde sus más tiernos años fue notable por lo humilde y piadoso. Otros muchachos podían ser ásperos y vengativos; el joven Juan seguía el precepto de Nuestro Señor y presentaba la otra mejilla. Un día su padre creyó que había dicho una mentira y le pegó; más tarde supo que su hijo había dicho la verdad y se excusó. Pero él le dijo: Querido padre, lo mismo que nuestro Padre en el cielo, tiene derecho a castigarnos cuando le place...
El muchacho restregó impaciente la cara contra el encalado, mientras la voz melosa continuaba su lectura. Las dos niñas, sentadas, con ojos intensamente atentos, se abrevaban de dulce piedad.
No hemos de creer que el joven Juan no jugara ni viviera como los otros niños, aunque a veces se alejaba, con un libro de estampas religiosas, del círculo de sus compañeros de juego, hacia la vaquería de su padre.
El muchacho aplastó un escarabajo con el pie desnudo y pensó tristemente que después de todo cada cosa tiene su final. Algún día llegarían al último capítulo y el joven Juan moriría contra el paredón gritando: Viva Cristo Rey. Pero entonces, suponía él, empezarían otro libro; todos los meses los traían de contrabando desde Ciudad de Méjico. Si al menos los aduaneros supieran buscar...
No; el joven Juan era un verdadero muchacho mejicano, y si más pensativo que sus compañeros, también era siempre el primero cuando se preparaba una representación teatral. Un día su clase representó una obrita ante el obispo, basada en la persecución de los cristianos primitivos, y ninguno se divirtió más que él cuando le dieron el papel de Nerón Y qué espíritu cómico puso en su representación aquel niño cuya juventud viril había de truncarse por causa de un tirano mucho peor que Nerón. Su compañero de clase, que más tarde fue el Padre Miguel Serra, S. J., escribe: “Ninguno de los que allí estábamos olvidará jamás aquel día...”
Una de las niñas se lamió los labios con disimulo. Aquello era vida.
Se levantó el telón, apareciendo Juan con el mejor albornoz de baño de su madre, un bigote al carbón y una corona hecha con la lata de una caja de galletas. Hasta el anciano y buen obispo se sonrió cuando le vio avanzar a zancadas hasta el borde del escenario improvisado y empezó a declamar...
El muchacho ahogó un bostezo contra el encalado muro. Inquirió con aburrimiento:
-¿En realidad es un santo?
-Lo será pronto, cuando el Padre Santo lo decida.
-¿Y son todos como ése?
-¿Quienes?
-Los mártires.
-Sí, todos.
-¿Incluso el Padre José?
-No lo nombres -le reconvino la madre-. ¿Cómo te atreves? Ese hombre ruin. Un traidor a Dios.
-Él me dijo que era más mártir que los demás.
-Ya te he dicho muchas veces que no le hables, ¡Mi querido niño! ¡Oh, mi querido niño!
-¿Y aquel otro, aquel que vino a vernos?
-No, ése no es, exactamente, como Juan.
-¿Es despreciable?
-No, no. No es despreciable.
La niña menor dijo de pronto:
-Echa un tufillo raro.
La madre continuó la lectura:
¿Tuvo aquella noche el joven Juan algún presagio de que también él, a los pocos años, se contaría entre los mártires? No podemos saberlo, pero el Padre Miguel Serra dice que estuvo arrodillado más tiempo que de costumbre, y mientras sus compañeros le hostigaban un poco, cual muchachos...
La voz seguía incansable, suave y circunspecta, inflexiblemente dulce; las niñas escuchaban atentas forjando en la mente pequeñas sentencias piadosas con que sorprender a sus padres, y el muchacho bostezaba junto a la pared encalada, deseando que terminase la lectura cuanto antes. Todo tiene un fin. Después la madre fue al encuentro de su marido. Le dijo:
-Estoy muy preocupada por el muchacho.
-¿Y por qué no por las muchachas? Hay preocupación en todas partes.
-Ellas son ya dos santitas. Pero el chico... hace cada pregunta acerca del “pater- whisky”... Ojalá nunca hubiera entrado en esta casa.
-Entonces lo hubieran cogido y sería uno de tus mártires. Escribirían un libro sobre él y tú se lo leerías a los chicos.
-¡Ese hombre, jamás!
-Bueno, después de todo -observó el marido-, él sigue aguantando. Yo no creo todo lo que se escribe en esos libros. Todos somos humanos.
-¿No sabes de lo que me he enterado hoy? Se trata de una pobre mujer que le llevó su hijo para bautizarlo. Ella quería que se llamase Pedro; pero él estaba tan borracho que no se dio cuenta y le puso Brígida. ¡Brígida!
-Bien: es el nombre de una buena santa.
-Hay ocasiones en que me haces perder la paciencia -rezongó ella-. Y además, el chico ha estado hablando con el Padre José.
-Ésta es una ciudad pequeña -repuso el marido-. Y es inútil solicitar destino. Nos han abandonado aquí. Hemos de tirar lo mejor que podamos. En cuanto a la Iglesia... la Iglesia es el Padre José y el “pater-whisky”. No conozco ningún otro. Si la Iglesia no nos gusta, pues tendremos que dejarla.
La observaba con paciencia. Tenía mejor educación que ella: sabía manejar una máquina de escribir y poseía elementos de teneduría de libros. Había estado una vez en Ciudad de Méjico; sabia consultar un mapa. Conocía la magnitud de su abandono: las diez horas río abajo hasta el puerto las cuarenta y dos por el Golfo hasta Veracruz. Ésta era una de las salidas. Hacia el Norte los pantanos y ríos se perdían en las montañas que les separaban del Estado vecino. Y por el otro lado ningún camino; tan sólo sendas de mulo y algún aeroplano casual e incierto; aldeas indias y cabañas de pastoreo; doscientas millas más allá, el Océano Pacífico. Ella dijo:
-Preferiría morirme.
-¡Oh, desde luego! -asintió él-. Ni que decir tiene. Pero tenemos que continuar viviendo.
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