martes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS




NOVENA ENTREGA


8. EL SENTIDO DE MI VIDA. (2)

Transformada por esa experiencia, me resultó difícil aceptar la prosperidad y abundancia de mi hogar suizo. Me costó mucho reconciliar las tiendas llenas de alimentos y las empresas prósperas con el sufrimiento y la ruina que había en el resto de Europa. Pero mi familia me necesitaba. Mi padre se había lesionado la cadera, y debido a eso habían puesto en venta la casa y se disponían a mudarse a un apartamento en Zurich para estar más cerca de su oficina. Como mis hermanas se hallaban estudiando en Europa y mi hermano estaba en la India, yo me ocupé de empacar nuestras  pertenencias y de otros detalles.

Tenía sentimientos encontrados. Con tristeza comprendí que había llegado la hora de despedirme de mi juventud, de esos maravillosos paseos por los viñedos, de mis bailes en mi soleada roca secreta. Al mismo tiempo, había madurado bastante y me sentía preparada para pasar a la siguiente fase. En resumen, volví a mi actividad en el laboratorio del hospital. En junio aprobé el examen de aprendizaje y al mes siguiente conseguí un maravilloso trabajo de investigación en el Departamento de Oftalmología de la Universidad de Zurich. Pero mi jefe, el famoso médico y catedrático Marc Amsler, que me confió responsabilidades extraordinarias, entre ellas asistirlo en las operaciones, sabía que no entraba en mis planes trabajar allí más de un año. No sólo iba a estudiar en la Facultad de Medicina sino que además continuaba pensando en unirme al Servicio deVoluntarios por la Paz. Y estaba la promesa hecha al doctor Weitz. Sí, Polonia seguía formando parte de mis planes.

-Ay, la golondrina emprende el vuelo otra vez -comentó el doctor Amsler cuando presenté mi dimisión después de que me llamaran del Servicio para encomendarme una nueva tarea.

No se enfadó ni se sintió decepcionado. Durante ese año se había hecho a la idea de mi marcha, ya que solíamos hablar de mi compromiso con el Servicio de Voluntarios. Observé un destello de envidia en sus ojos. En los míos brillaba la certeza de una nueva aventura.

Era primavera. El Servicio de Voluntarios se había comprometido a colaborar en la construcción de un campo de recreo en una contaminada ciudad minera de los alrededores de Mons (Bélgica); el aire allí era viciado y polvoriento, de modo que el campo de recreo se emplazaría en una colina, donde la atmósfera sería más pura. Me enteré de que el proyecto databa de antes de la guerra. El jefe de la oficina de ferrocarril de Zúrich donde compré el billete me dijo que el tren sólo cubría parte del recorrido, pero le aseguré que el resto del camino lo haría por mi cuenta. Me detuve en París, ciudad que no conocía, y continué a pie o en autostop con mi repleta mochila, durmiendo en albergues de juventud, hasta llegar a la sucia ciudad minera.

El lugar era deprimente; el aire estaba impregnado de polvo, que lo cubría todo con una fina capa gris. Debido a los terribles efectos secundarios de la inhalación del polvo de carbón, abundaban las enfermedades pulmonares, de modo que la esperanza de vida allí apenas pasaba de los cuarenta años, un futuro nada prometedor para los encantadores niños del pueblo. Nuestra tarea, y el objetivo soñado por el pueblo, era limpiar una de las colmas eliminando los desechos de las minas, y construir un campo de juegos al aire libre por encima de la atmósfera contaminada. Con palas y picos trabajábamos hasta que nos dolían los músculos por el agotamiento, pero los vecinos del pueblo nos ofrecían tantas empanadillas y pasteles que engordé siete kilos durante las pocas semanas que estuve allí.

También hice importantes contactos. Una noche en que nos reunimos un grupo a cantar canciones populares después de una abundante cena, conocí al único estadounidense de nuestro grupo. Era bastante joven, y pertenecía a la secta de los cuáqueros. Le encantó mi inglés chapurreado y me dijo que se llamaba David Richie. "De Nueva Jersey." Pero yo ya había oído hablar de él. Richie era uno de los voluntarios más famosos, consagrado en cuerpo y alma a trabajar por la paz. Sus tareas lo habían llevado desde los guetos de Filadelfia a los lugares más asolados por la guerra en Europa. Hacía poco, me explicó, había estado en Polonia, y estaba a punto de volver allí.

-¡Dios mío! Esa era la demostración de que nada ocurre por casualidad.

Polonia. Aprovechando la ocasión, le conté la promesa que había hecho a mi anterior jefe y le supliqué que me llevara con él. David reconoció que había muchísima necesidad de ayuda allí, pero me dio a entender que llevarme allí sería bastante difícil. Era imposible conseguir medios de transporte seguros y no había dinero para comprar billetes. Aunque yo era pequeña comparada con la mayoría, representaba mucho menos de veinte años y sólo tenía el equivalente a unos quince dólares en el bolsillo, no presté atención a esos obstáculos.

-¡Iré a dedo! -exclamé.

Impresionado, divertido y consciente del valor del entusiasmo, me dijo que intentaría hacerme llegar allí. No me hizo ninguna promesa, sólo dijo que lo intentaría.

Eso casi no importó. La noche anterior a mi salida para mi nueva misión en Suecia me hice una grave quemadura preparando la cena. Una vieja sartén de hierro se rompió en dos derramándome el aceite caliente en la pierna, lo que me produjo quemaduras de tercer grado y ampollas. Muy vendada, me puse en marcha de todos modos, con unas cuantas mudas limpias de ropa interior y una manta de lana por si tenía que dormir al aire libre. Cuando llegué a Hamburgo, me dolía terriblemente la pierna. Me quité las vendas y comprobé que las quemaduras estaban infectadas.

Aterrada ante la idea de quedarme clavada en Alemania, que era el último lugar de la Tierra donde quería estar, encontré un médico que me trató la herida con un ungüento, lo que me permitió seguir mi camino.

De todas maneras fue penoso. Pero gracias a un voluntario de la Cruz Roja que me vio angustiada en el tren, llegué cojeando a un hospital bien equipado de Dinamarca. Varios días de tratamiento y deliciosas comidas me permitieron alcanzar en buena forma el campamento del Servicio de Voluntarios en Estocolmo. Pero ser terca también sus inconvenientes. Ya sana y restaurada, me sentí frustrada por mi nueva tarea, que consistía en enseñar a un grupo de jóvenes alemanes a organizar sus propios campamentos de Servicio de Voluntarios por la Paz. El trabajo no era nada emocionante. Además, la mayoría de esos jóvenes me causaron repugnancia al reconocer que habían preferido apoyar a los nazis de Hitler en lugar de oponerse a ellos por razones éticas, que era lo que, según alegaba yo, deberían haber hecho. Sospeché que eran unos oportunistas que querían aprovecharse de las tres comidas al día en Suecia.

Pero había otras personas fantásticas. Un anciano emigrado ruso de noventa y tres años se enamoró de mí. Durante esas semanas estuvo consolándome cuando sentía nostalgia de mi casa y entreteniéndome con interesantes conversaciones acerca, de Rusia y Polonia. Cuando hubo pasado sin pena ni gloria mi vigésimo primer cumpleaños, me alegró la vida cogiendo el diario que yo llevaba y escribiendo: "Tus brillantes ojos me recuerdan la luz del sol. Espero que volvamos a encontrarnos y tengamos la oportunidad de saludar juntos al sol. Au revoir." Siempre que necesitaba un estímulo, sólo tenía que abrir mi diario en aquella página.

Una vez hecha su impresión, el amable y animado anciano desapareció. La vida estaba  dominada por el azar, pensé. Comprendí que lo único que hay que hacer es estar receptiva a su significado. ¿Le habría ocurrido algo? ¿Sabría tal vez que se acababa nuestro tiempo? Tan pronto se marchó llegó un telegrama de mi amigo David Richie. Lo abrí nerviosísima y sentí ese escalofrío de expectación que te recorre cuando todas las esperanzas y sueños se confirman de pronto. "Betli, vente a Polonia lo más pronto posible", escribía. "Se te necesita muchísimo." Por fin, pensé. Ningún regalo de cumpleaños podría haber sido mejor.

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