miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREEN



TERCERA ENTREGA

PRIMERA PARTE

II

La capital (2)

-¡Mis muelas! -volvió a gemir el jefe-. Me envenenan toda la vida. Hoy el alivio más largo ha sido de veinticinco minutos.

-Tendrá usted que cambiar de dentista.

-Todos son lo mismo.

El teniente cogió la fotografía y la clavó en la pared. James Calver, ladrón de Bancos y homicida, miraba con perfil agrio la fiesta de primera comunión.

-Éste al menos es un hombre -pronunció el teniente con aprobación.

-¿Quién?

-El gringo.

El jefe observó:

-Ya sabe usted lo que hizo en Houston. Se escapó con diez mil dólares. Hubo dos caballeros muertos.

-¿Caballeros?

-Es un honor, en cierto modo, el tratar con semejante gente.

Dio una palmada furiosa a un mosquito.

-Un hombre como ése -dijo el teniente- no hace verdadero daño. Unos cuantos muertos. Todos hemos de morir. El dinero... alguien tiene que gastarlo. Mayor bien hacemos al coger a uno de éstos.

Sus ideas le prestaban cierta dignidad mientras permanecía de pie en el cuartito enjalbegado, con sus botas lustrosas y su rencor. Había algo desinteresado en su ambición: una especie de virtud en su deseo de atrapar al huésped respetado y meloso de la fiesta de primera comunión. El jefe aventuró, fúnebre:

-Debe de ser diabólicamente astuto para seguir así años enteros.

-Cualquiera es capaz de hacerlo -contestó el teniente-. En realidad no nos hemos molestado mucho por ellos... a menos que hayan venido por sí mismos a nuestras manos. ¡Vaya! Podría garantizar la captura de este hombre dentro del mes si...

-¿Si qué?

-Si tuviese autoridad.

-Eso es fácil de decir -manifestó el jefe-. ¿Qué haría usted?

-Éste es un Estado pequeño. Al Norte las montañas, al Sur el mar. Daría una batida como si fuese una calle, casa por casa.

-Oh, parece muy fácil -gimió vagamente el jefe con el pañuelo en la boca.

El teniente dijo de pronto:

-Le diré a usted lo que yo haría. Cogería en rehenes un hombre de cada aldea del Estado. Si los aldeanos no denunciasen al cura en cuanto llegase, se fusilarían los rehenes, y después cogeríamos más.

-Morirían bastantes, por supuesto.

-¿No valdría le pena? -repuso el teniente con cierto alborozo-: Librarse para siempre de la gente esa.

-Sabe usted -musitó el jefe señalándose la cabeza-, ahí tiene usted algo.

El teniente caminaba hacia su casa a través de la ciudad con todos los postigos cerrados. Toda su vida transcurrió allí: el Sindicato de Obreros y Campesinos fue antes escuela. Él había ayudado a borrar ese recuerdo desdichado. La ciudad entera estaba cambiada: el campo de deportes, de cemento, sobre el altozano prójimo al cementerio, donde los columpios de hierro se alzaban como patíbulos a la luz de la luna, ocupaba el antiguo emplazamiento de la catedral. Las nuevas generaciones tendrían nuevos recuerdos: nada volvería a ser como era. Había algo sacerdotal en su andar decidido y vigilante; un teólogo repasando los errores del pasado para volverlos a destruir.

Llegó a su alojamiento. Las casas eran todas de un piso, enjalbegadas, construidas encuadrando pequeños patios con un pozo y algunas flores. Las ventanas que daban a la calle estaban enrejadas. En su cuarto había una cama hecha de cajones de embalaje con un colchón de paja encima, una almohada y una sábana. En la pared, un retrato del presidente y un calendario. Sobre el suelo embaldosado una mesa y una mecedora. A la luz de una vela parecía tan lúgubre como una celda de cárcel o de monasterio.

El teniente se sentó en la cama y empezó a quitarse las botas. Era la hora de la oración. Los escarabajos chocaban contra las paredes con restallidos de petardos. Más de una docena se arrastraban por las baldosas con las alas rotas. Se enfurecía al pensar que hubiera todavía gente que creyera en un Dios amante y misericordioso. Existen místicos que dicen estar en comunicación directa con Dios. Él era un místico también, y cuanto había experimentado era el vacío, la certeza absoluta de la existencia de un mundo que muere y se enfría, con seres humanos que evolucionaron desde animales sin objeto ni razón ninguno. Lo sabía.

Se acostó en mangas de camisa y calzones sobre la cama y apagó la vela. El calor se aposentaba en el cuarto como un enemigo. Pero él creía, contra el testimonio de sus sentimientos, en la vacuidad fría de los espacios etéreos. Sonaba una radio en alguna parte: música de Ciudad de Méjico, o quizá de Londres o Nueva York, se filtraba en aquel Estado oscuro y despreciado. Ello le parecía una flaqueza: aquella era su tierra y si pudiese la hubiera rodeado de muros de acero hasta desarraigar de ella todo cuanto le recordase la miseria de que estuvo rodeada su niñez. Necesitaba destruirlo todo: quedar solo, sin recuerdos de ningún género. La vida empezó cinco años atrás.

Yacía de espaldas con los ojos abiertos mientras los escarabajos detonaban en el techo. Recordaba al cura que los “camisas rojas” habían fusilado contra la pared del cementerio, sobre la colina; otro hombrecito gordo de ojos saltones. Era un “monseñor”, y creía que este título bastaba para protegerle; sentía una especie de desdén por el bajo clero. Sólo en el último momento había recordado sus oraciones. Se arrodilló y le dieron tiempo para un breve acto de contrición. Él lo había observado como mero espectador: el asunto no le concernía directamente. En conjunto habían fusilado unos cinco curas: dos o tres habían escapado: el obispo estaba en Méjico a salvo y uno se había sometido al decreto del gobernador sobre el casamiento forzoso de los sacerdotes.

Ahora vivía cerca del río con su ama de llaves. Por supuesto, era la mejor solución de todas: que diera testimonio vivo de la flaqueza de su fe. Ello demuestra el fraude practicado durante tantos años. Porque si en realidad creyeran en el cielo y el infierno, no les importaría un poco de dolor a cambio de la eternidad... Él, acostado en su duro lecho, envuelto en el calor húmedo y en la oscuridad, no sentía ninguna simpatía por las flaquezas de la carne.

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