SEPTUAGESIMOTERCERA ENTREGA
XXI
CONCLUSIÓN (4)
La fe no es la “confianza” en las verdades invisibles descubiertas por la razón. Tampoco es la “confianza” en las normas de vida proclamadas por los maestros y los libros santos. Una tal fe es sólo un conocimiento menos perfecto; ella da testimonio de la caída en el mismo sentido en que lo dan el tertium genus cognitionis de Spinoza o las verdades increadas de Leibniz. Si Dios significa que nada es imposible, entonces la fe significa que se ha puesto fin al reino de la Necesidad y de todos los “tú debes” petrificados que la Necesidad ha producido. No hay verdades; la aurora de la libertad asciende en el horizonte: ¡Oye Israel! Nuestro Señor y Dios es el único Dios. Y no hay pecado: Dios lo ha tomado a su cargo y lo ha aniquilado, y con él todo el mal que con el pecado se introdujo en el mundo. La filosofía especulativa “explica” el mal. Pero el mal explicado persiste. Y no sólo persiste, sino que se halla justificado en su necesidad y se transforma en principio eterno. La filosofía existencial traspasa los límites de las “explicaciones”; ve en ellas a su peor enemigo. No se mpuede “explicar” el mal; no se puede “aceptar” el mal y entenderse con él: sólo se puede y se debe exterminarlo.
Los libros y los diarios de Kierkegaard, todas sus expresiones directas e indirectas no son más que el relato ininterrumpido de la lucha desesperada, insensata, convulsiva, del hombre contra el pecado original y contra los horrores de la vida acarreados por el pecado. El pensamiento racional y la moral que lo protege (de los cuales viven y con los cuales se satisfacen los hombres) han acorralado a Kierkegaard, reduciéndolo a lo más terrible que hay: a la impotencia. Y así le fue dado conocer la impotencia en la forma más repugnante, más vergonzosa que pueda revestir en la tierra: cuando tocaba la mujer amada se transformaba en sombra, en fantasmas; peor aun: todo lo que tocaba, se transformaba en fantasma. Los frutos del árbol de la vida estaban prohibidos. En rigor, están prohibidos todos. Nadie puede alcanzarlos, pues la desesperación que había invadido el alma de Kierkegaard desde su juventud acecha en verdad a todos los hombres.
Pero esa misma desesperación permitió a Kierkegaard elevarse por encima del plano del pensamiento habitual. Entonces le fue revelado que su impotencia era también ilusoria. Más aun: en ciertos instantes la impotencia humana le parecía más inmediata, más tangiblemente ilusoria que la existencia. La impotencia era y no era: se revelaba a él como la angustia ante lo que no existe, ante lo increado, ante la Nada. La Nada que no existe se ha introducido en la vida como consecuencia del pecado, y con ello ha subyugado al hombre. La filosofía especulativa, alumbrada y aplastada por el pecado original, es incapaz de librarnos de la Nada. Por el contrario: la llama y la une al ser por medio de indisolubles vínculos. En la medida en que el conocimiento, en la medida en que la visión intelectual sigan siendo para nosotros la fuente de la verdad, la Nada será la maestra de la vida. Muy pocos son los que han experimentado esto de un modo tan directo y tan intenso como Kierkegaard. Y muy pocos son los que nos han hablado con tanta verdad acerca del pecado como impotencia de la voluntad. Por eso casi nadie ha sabido ni ha querido glorificar con el frenesí y con la exaltación con que Kierkegaard lo hizo a ese Absurdo que desbroza el camino de la fe. Kierkegaard no llegó a realizar “el movimiento de la fe”; su voluntad estaba paralizada, “desvanecida”. Pero odiaba y maldecía su impotencia con toda la pasión de que es capaz un hombre. ¿No consistirá en esto el primer “movimiento” de la fe? ¿No será esto ya la fe, la fe auténtica? Kierkegaard negó las verdades eternas e inmutables de la moral. Si la razón es la instancia suprema, Abraham está perdido, Job está perdido; puesto que la “inmutabilidad” ha impregnado las verdades increadas, ahogará en su mortal abrazo, como una monstruosa boa, todas las cosas vivientes, incluyendo entre ellas el propio Dios.
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