viernes

SALINGER - FRANNY Y ZOOEY


(Traducción de Isabel de Juan)

DÉCIMA ENTREGA

ZOOEY (3)

Resumiendo: la larga carta mecanografiada, fechada cuatro años antes, que Zooey se había llevado a la bañera aquel lunes por la mañana en noviembre de 1955, evidentemente había sido extraída de su sobre, desdoblada y vuelta a doblar en demasiadas ocasiones privadas durante esos cuatro años, por lo que ahora no sólo tenía un aspecto general unappetitlich, sino que estaba rota en varios puntos, sobre todo en los dobleces. El autor de la carta, como ya dijimos, era el hermano mayor de Zooey, Buddy. La carta era prácticamente interminable en extensión, de estilo recargado, didáctico, repetitiva, terca, regañona, condescendiente, embarazosa… y llena, hasta rebosar, de efecto. En pocas palabras, era exactamente la clase de carta que quien la recibe, quiéralo o no, lleva en el bolsillo del pantalón durante algún tiempo. Y la clase de carta que a ciertos escritores profesionales les encanta reproducir literalmente:

18-3-51

Querido Zooey:

He terminado ahora mismo de descifrar una larga carta de mamá que recibí esta mañana, en la cual me habla de ti, de la sonrisa del general Einsenhower, de noticias en el Daily News sobre niños que se caen por el hueco del ascensor, y de cuándo voy a hacer que me quiten el teléfono de Nueva York y me pongan uno aquí en el campo, que es donde lo necesito. Seguramente ella es la única mujer del mundo capaz de escribir una carta en bastardilla invisible. Querida Bessie. Cada tres meses, infaliblemente, me escribe quinientas palabras sobre el tema de mi pobre teléfono particular y sobre lo estúpido que es pagar todos los meses Buen Dinero por algo que ya nadie va a usar. Lo cual es una mentira muy gorda, en realidad. Cuando estoy en Nueva York, me paso horas hablando con mi viejo amigo Yama, el dios de la Muerte, y un teléfono particular es imprescindible para nuestras charlas. Así que, por favor, dile que no he cambiado de opinión. Amo ese viejo teléfono con pasión. Fue la única propiedad privada que Seymour y yo tuvimos nunca en el Kibbutz de Bessie. También es esencial para mi armonía interior ver el nombre de Seymour en la maldita guía telefónica todos los años. Me gusta hojear con confianza las páginas de la G. Sé buen chico y transmítele ese mensaje de mi parte. No exactamente palabra por palabra, sino de un modo agradable. Sé más amable con Bessie, Zooey, siempre que puedas. Creo que no te lo digo porque sea nuestra madre, sino porque está cansada. Lo serás a partir de los treinta o así, cuando todo el mundo reduce un poco la marcha (incluso tú, quizá), pero intenta serlo ahora. No basta que la trates con la cariñosa brutalidad de un bailarín apache hacia su compañera… cosa que ella entiende, lo creas o no. Olvidas que goza con el sentimentalismo casi tanto como Les.

Dejando a un lado mis problemas telefónicos, la última carta de Bessie es una carta dedicada a Zooey. Debo escribirte y decirte que tienes la Vida Entera por delante y que sería un Crimen que no hicieras el doctorado antes de meterte de lleno en la vida del actor. No dice en qué le gustaría que te doctorases, pero supongo que en matemáticas mejor que en griego, asqueroso ratón de biblioteca. En cualquier caso, deduzco que ella desea que tengas algo a lo que Recurrir si, por alguna razón, tu carrera dramática no sale adelante. Puede que esto sea muy sensato, posiblemente lo es, pero no me siento inclinado a afirmarlo rotundamente. Hoy es uno de esos días en que veo a toda mi familia, incluyéndome a mí, a través del extremo equivocado del telescopio. De hecho, esta mañana tuve que hacer un esfuerzo para saber quién era Bessie cuando vi su nombre en el remite del sobre. Por una razón bastante buena: la clase de Redacción Avanzada 24-A me cargó con treinta y ocho relatos para corregir en casa durante el fin de semana. Treinta y siete de los cuales tratarán sobre una lesbiana tímida y retraída, holandesa de Pensilvania, que Quiere Escribir, y estarán contadas en primera persona por una pluma contratada y lujuriosa. En dialecto.

Doy por sentado que sabes que, a pesar de todos los años que llevo trasladando mi cubículo de puta literaria de una universidad a otra, sigo sin tener ni siquiera una licenciatura en Artes. Me parece que hace un siglo de eso, pero creo que hubo dos razones, en su día, por las que no obtuve un título. (Ten la bondad de continuar leyendo. Esta es la primera vez que te escribo desde hace años.) Una: yo era un verdadero esnob en la universidad, como sólo puede serlo un antiguo Niño Sabio y futuro especialista en lengua para toda la vida, y no quería ningún título, puesto que todos los literatos ignorantes, locutores de radio y pedagogos idiotas que yo conocía los tenían por docenas. Y dos: Seymour hizo su doctorado a la edad en que la mayoría de los jóvenes americanos terminan la segunda enseñanza, y como ya era demasiado tarde para que yo pudiera ponerme a su altura, decidí renunciar. Además, por descontado, cuando tenía tu edad yo estaba seguro de que nunca me vería obligado a enseñar, de que si mis Musas me fallaban, me pondrían a hacer lentes, como Booker T. Washington. Creo, sin embargo, que no tengo remordimientos académicos en ningún sentido determinado. En días particularmente negros me digo a veces que, si me hubiera cargado de títulos cuando podía, quizá no estaría ahora enseñando algo tan culto e inútil como Redacción Avanzada 24-A. Pero probablemente sea una tontería. Las cartas están marcadas (y así debe ser, me imagino) en contra de todos los estetas profesionales, y sin duda todos merecemos las oscuras, verborreicas y académicas muertes a las que llegamos antes o después.

Creo que tu caso es muy diferente del mío. De todas formas, me parece que no estoy realmente de parte de Bessie. Si es Seguridad lo que desea, o lo que Bessie desea para ti, tu licenciatura en matemáticas siempre te permitirá, por lo menos, enseñar tablas de logaritmos en cualquier sombría escuela preparatoria en el campo, y en la mayoría de las universidades. Por otra parte, tu preciso griego no te servirá prácticamente de nada en ninguna universidad de buen tamaño a menos que tengas el doctorado, viviendo como vivimos en un mundo de birretes y togas. (Por supuesto, siempre puedes irte a Atenas, la vieja y soleada Atenas.) Pero cuanto más pienso en ello, más pienso que al diablo con más títulos para ti. La verdad es, si quieres saberla, que no puedo desechar la idea de que serías un actor mucho mejor adaptado si Seymour y yo no hubiéramos añadido los Upanishads y el Sutra Diamante y a Eckhart, y todos nuestros viejos amores, al resto de tus lecturas recomendadas, cuando eras pequeño. Por derecho propio, un actor debería viajar ligero de equipaje. Cuando éramos niños, S. y yo tuvimos una vez un almuerzo encantador con John Barrymore. Era tremendamente listo y estaba lleno de sabiduría popular, pero no tenía que cargar el engorroso equipaje de una educación demasiado erudita. Menciono esto porque este fin de semana estaba hablando con un orientalista bastante pedante y, durante una profunda pausa metafísica en la conversación, le dije que yo tenía un hermano pequeño que una vez superó una desilusión amorosa intentando traducir el Mundaka Upanishad al griego clásico. (Se rio a carcajadas, ya sabes cómo se ríen los orientalistas.)

Desearía de todo corazón tener idea de qué será de ti como actor. Has nacido para ello, no hay duda. Hasta Bessie lo sabe. Y ciertamente Franny y tú son las únicas bellezas de la familia. Pero ¿dónde vas a actuar? ¿Lo has pensado? ¿En el cine? De ser así, me da pánico pensar que si alguna vez llegas a aumentar de peso te obligarán, como a cualquier joven actor, a contribuir a esa rentable y segura amalgama hollywoodense de boxeador y místico, pistolero y niño desvalido, vaquero y conciencia del hombre, y todo lo demás. ¿Te sentirás satisfecho con esa sensiblería taquillera? ¿O soñarás con algo un poco más cómico? Zum Beispiel, interpretar a Pierre o a Andrei en una producción en Technicolor de Guerra y paz, con impresionantes escenas de batallas y prescindiendo de todos los matices de los caracteres (alegando que son literarios y nada fotogénicos), y Anna Magnani haciendo audazmente el papel de Natacha (sólo para que la producción sea honesta y de calidad), y una preciosa música de fondo compuesta por Dmitri Popkin, y todos los actores masculinos moviendo esporádicamente los músculos de la mandíbula para demostrar que están soportando una gran tensión emocional, y un Estreno Mundial en el Jardín de Invierno, bajo los focos, con Molotov y Milton Berle y el gobernador Dervey presentando a las celebridades que llegan a la sala. (Al decir celebridades me refiero, naturalmente, a los grandes amantes de Tolstoi: el senador Dirksen, Zsa Zsa Gabor, Geyelord Hauser, Georgina Jessel, Charles of the Ritz.) ¿Qué tal suena eso? Y si te dedicas al teatro, ¿podrás hacerte ilusiones respectivas a eso? ¿Has visto alguna vez un montaje realmente hermoso de, digamos, El jardín de los cerezos? No me digas que sí. Nadie lo ha visto. Puede que hayas visto montajes “inspirados”, montajes “eficaces”, pero nunca algo hermoso. Nunca una versión en la cual todos los que salen al escenario estén a la altura del talento de Chéjov, matiz por matiz, idiosincrasia por idiosincrasia. Me preocupas terriblemente, Zooey. Perdona el pesimismo, aunque no la sonoridad. Pero sé cuánto le exiges a las cosas, pequeño bastardo. Y he padecido la horrorosa experiencia de estar sentado a tu lado en un teatro. Veo con tanta claridad que le exiges al arte dramático algo que simplemente no contiene. Por amor de Dios, ten cuidado.

Te concedo que hoy no es mi día. Llevo la cuenta, como buen neurótico, y hoy hace exactamente tres años que Seymour se suicidó. ¿Te he contado alguna vez lo que sucedió cuando fui a Florida para traer el cadáver? En el avión me pasé cinco horas seguidas llorando como un imbécil. De vez en cuando me arreglaba el velo cuidadosamente para que no me viesen desde el otro lado del pasillo; gracias a Dios, no había nadie sentado a mi lado. Unos cinco minutos antes de que el avión aterrizase, me di cuenta de lo que hablaban las personas que iban sentadas detrás de mí. Una mujer estaba diciendo, con todo el acento de Back Bay Boston y buena parte del de Harvard Square en su voz: “… y a la mañana siguiente, figúrate, le extrajeron medio litro de pus de ese cuerpo tan joven y bonito”. Eso es lo único que recuerdo de la conversación. Pero cuando bajé del avión unos minutos después y la desconsolada Viuda vino a mi encuentro toda vestida de negro con un modelo de Bergdorf Goodman, mi cara tenía la Expresión Inadecuada. Estaba sonriendo. Así es exactamente como me siento hoy, sin ninguna razón especial. En contra de mi buen criterio, estoy seguro de que en algún lugar muy cerca de aquí (en la primera casa bajando por la carretera, tal vez) hay un buen poeta que se está muriendo, pero también en una parte muy cerca de aquí, a alguien le están sacando un ridículo litro de pus de su cuerpo joven y bonito, y no puedo estar siempre corriendo de un lado a otro entre la pena y la diversión.

El mes pasado, el decano Sheeter (cuyo nombre suele embelesar a Franny cuando lo menciono) me abordó con su encantadora sonrisa y su látigo, y ahora doy clases los viernes, al profesorado, a sus esposas y a unos cuantos estudiantes angustiosamente profundos, sobre Zen y budismo Mahayana. Una hazaña por la que, no me cabe duda, me acabarán concediendo la Cátedra de Filosofía Oriental en el Infierno. El caso es que ahora voy a la universidad cinco días a la semana en vez de cuatro, lo cual, unido a mi propio trabajo por las noches y los fines de semana, no me deja apenas tiempo para pensar de modo electivo. Esta es mi quejumbrosa manera de decir que me preocupo por Franny y por ti cuando tengo ocasión, pero no con tanta frecuencia como yo quisiera. Lo que realmente estoy tratando de decirte es que la carta de Bessie tiene muy poco que ver con el hecho de que hoy me haya sentado entre un mar de ceniceros para escribirte. Ella me bombardea con información acerca de Franny y de ti todas las semanas y nunca hago nada al respecto, así que no es eso. Lo que ha provocado esta carta es algo que me ha sucedido hoy en el supermercado del pueblo. (No hay punto y aparte. Te lo ahorraré.) Yo estaba delante del mostrador de la carne, esperando a que me cortaran unas chuletas de cordero. Había una madre joven con una niña pequeña que también estaba esperando. La pequeña tendría unos cuatro años y, para pasar el rato, apoyó la espalda contra la vitrina y se puso a mirar mi cara sin afeitar. Le dije que era la niña más bonita que había visto en todo el día. Esto le pareció natural y asintió. Entonces le dije que apostaba a que tenía muchos novios. Volvió a asentir. Le pregunté cuántos novios tenía. Ella levantó dos dedos. “¡Dos!”, dije yo. ¿Son muchos novios. ¿Y cómo se llaman, preciosa?”. Ella contestó, con una vocecita chillona: “Bobby y Dorothy”. Agarré mis chuletas y salí corriendo. Pero eso es exactamente lo que ha provocado esta carta, mucho más que la insistencia de Bessie en que te escriba acerca del doctorado y la carrera de actor. Eso y un poema de estilo haiku que encontré en la habitación de hotel donde Seymour se pegó un tiro. Estaba escrito a lápiz en el papel secante del escritorio: “La niñita del avión / que volvió la cabeza de su muñeca / para que me mirase”. Pensando en estas dos cosas mientras venía en el coche del supermercado, pensé que al fin podría escribirte para explicarte por qué S. y yo nos encargamos de tu educación y la de Franny tan pronto y tan arbitrariamente. Nunca te lo expresamos con palabras y creo que ya es hora de que uno de los dos lo haga. Pero ahora no estoy tan seguro de poder hacerlo. La niña del mostrador de la carne ha desaparecido, y no consigo ver la carita cortés de la muñeca del avión. Y el viejo horror de ser un escritor profesional, y el habitual hedor de palabras que lo acompaña, está comenzando a echarme de la silla. Sin embargo, me parece terriblemente importante intentarlo.

Las diferencias de edad en nuestra familia siempre parecieron contribuir de un modo innecesario y perverso a nuestros problemas. No mucho entre S. y los gemelos, ni entre Boo Boo y yo, pero sí entre las dos parejas formadas por Franny y tú y S. y yo. Seymour y yo éramos adultos (él había salido de la universidad hacía tiempo) cuando Franny y tú aprendisteis a leer. Por aquel entonces no sentíamos ninguna necesidad de imponeros a nuestros clásicos favoritos; al menos no con el mismo gusto con que se los habíamos enseñado a los gemelos y a Boo Boo. Sabíamos que no hay forma de mantener ignorante a un estudioso nato, y creo que, en el fondo, tampoco deseábamos hacerlo, pero nos inquietaban, incluso nos asustaban, las estadísticas sobre niños pedantes y sabihondos que acababan convertidos en sabios de sala de recreo de facultad. Además, y esto era muchísimo más importante, Seymour había empezado a creer (y yo estaba de acuerdo con él, en la medida en que entendía el razonamiento) que cualquier tipo de educación tendría un olor igual de dulce, o quizá mucho más, si no se iniciara con una búsqueda del conocimiento, sino con una búsqueda de lo que el Zen llamaría el no conocimiento. El doctor Suzuki dice en alguna parte que alcanzar un estado de conciencia pura, satori, es estar con Dios antes de que Él dijera: “Hágase la luz”. Seymour y yo pensábamos que podía ser conveniente manteneros a Franny y a ti apartados de esa luz (al menos hasta donde pudiéramos) y de todos los numerosos efectos luminosos menores y más a la moda (las artes, las ciencias, las lenguas, loa clásicos) hasta que ambos hubierais por lo menos concebir un estado del ser en el que la mente conoce la fuente de toda luz. Pensábamos que sería maravillosamente constructivo como mínimo (si nuestra propias “limitaciones” se interponían) contaros lo que sabíamos acerca de los hombres (los santos, los arhats, los bodhisattvas, los jivanmuktas) que sabían algo o todo sobre ese estado del ser. Es decir, queríamos que supieseis quiénes eran y qué representaban Jesús, Gautama, Lao-tse, Shankaracharya, Sri Ramakrishna, etcétera, antes de que aprendierais mucho sobre Homero o Shakespeare, o incluso Blake o Whitman, por no hablar de George Washington y su cerezo, o la definición de península, o de cómo analizar una oración gramatical. Esa era la gran idea, en cualquier caso. Al mismo tiempo, creo que estoy tratando de decirte que sé el mal recuerdo que tienes de los años en que Seymour y yo dirigíamos seminarios caseros, y sobre todo de las sesiones metafísicas. Espero que algún día -preferentemente cuando los dos estemos borrachos como cubas- podamos hablar de este tema. (Mientras tanto, sólo puedo decir que, en aquel entonces, ni Seymour ni yo teníamos la menor sospecha de que llegarías a ser actor. Deberíamos haberlo imaginado, estoy seguro de que S. habría intentado hacer algo constructivo al respecto. Es probable que en algún sitio haya un curso preparatorio especial de Nirvana y puntos de Oriente, concebido específicamente para actores, y creo que Seymour lo habría encontrado.) Este párrafo debería acabar aquí, pero no puedo dejar de balbucear. Pondrás mala cara ante lo que viene a continuación, pero tiene que venir. Supongo que sabes que después de la muerte de S. yo tenía las mejores intenciones de visitaros de cuando en cuando para ver cómo íbais tú y Franny. Tú tenías dieciocho años, y no me preocupabas en exceso. Aunque me enteré por un cotilla que estaba en una de mis clases de que tenías fama en tu residencia universitaria de sumirte en meditación durante diez horas seguidas, y eso sí me dio que pensar. Pero Franny sólo tenía trece años entonces. Sin embargo, fui incapaz de hacer nada. Me daba miedo volver a casa. No es que temiera que ambos, llorando, os atrincheraseis en un extremo del cuarto y me arrojarais uno a uno todos los tomos de los Libros Sagrados de Oriente de Max Mueller. (Lo cual me hubiera provocado un éxtasis masoquista, probablemente.) Pero tenía miedo de las preguntas (mucho más que de las acusaciones) que pudierais hacerme. Recuerdo muy bien que dejé pasar un año entero después del funeral antes de volver a Nueva York. A partir de entonces, me resultó bastante fácil ir para los cumpleaños y las vacaciones, porque estaba razonablemente seguro de que las preguntas se referirían a cuándo iba a terminar mi próximo libro y si había estado esquiando últimamente, etcétera. Los dos habéis pasado aquí muchos fines de semana en los dos últimos años, y aunque hemos hablado sin parar, todos hemos acordado no decir una palabra. Hoy es la primera vez que realmente he necesitado expresar lo que pensaba. Cuanto más a fondo entro en esta maldita carta, más pierdo el valor de mis convicciones. Pero te juro que he tenido una pequeña visión de la verdad perfectamente comunicable (sección chuletas de cordero) esta misma tarde, en el instante en que esa niña me dijo que sus novios se llamaban Bobby y Dorothy. Seymour me dijo una vez -en un autobús urbano, nada menos- que todo estudio religioso verdadero tenía que conducir a olvidar las diferencias entre chicos y chicas, animales y piedras, dúa y noche, calor y frío. Eso es lo que se me reveló de pronto ante el mostrador de la carne e hizo que me pareciera cuestión de vida o muerte volver a casa a cien por hora para escribirte una carta. Oh, Dios, ojalá hubiese cogido un lápiz allí mismo, en el supermercado, en lugar de confiar en las carreteras. Tal vez sea mejor así, sin embargo. A veces me parece que tú has perdonado a S. más completamente que ninguno de nosotros. Waker me dijo en una ocasión algo muy interesante al respecto; en realidad, sólo estoy repitiendo como un loro lo que él dijo. Afirmó que tú eras el único que se sintió ofendido por el suicidio de S. y el único que realmente lo perdonó. Los demás, según él, estábamos serenos exteriormente pero interiormente resentidos. Puede que eso sea más cierto que la verdad. ¿Cómo puedo saberlo? Lo que sí sé con certeza es que yo tenía algo alegre y emocionante que contarte -y por una sola cara de cuartilla, a doble espacio- y al llegar a casa me he dado cuenta de que casi todo se había desvanecido, o incluso todo, y que no podía hacer nada más que el gesto. Sermonearte sobre el doctorado y la vida del actor. Qué estúpido y qué divertido, cómo le hubiera hecho sonreír a Seymour… y probablemente me hubiera asegurado, nos hubiera asegurado a todos, que no valía la pena preocuparse por ello.

Basta. Actúa, Zachary Martin Glass, cuando y donde quieras, puesto que crees que debes hacerlo, pero hazlo con todas tus fuerzas. Si haces cualquier cosa que sea hermosa en un escenario, algo indefinible que produzca un goce, algo que esté por encima y más allá del ingenio y la técnica teatrales, S, y yo alquilaremos esmóquines y sombreros de copa y te esperaremos solemnemente en la salida de actores con ramilletes de boca de dragón. De todas formas, en lo poco que pueda valer, por favor, cuenta siempre con mi afecto y apoyo, a cualquier distancia que nos encontremos.

BUDDY


Como siempre, mis intentos de omnisciencia son absurdos, pero tú más que nadie deberías ser cortés con esa parte de mí meramente ingeniosa. Hace años, en mis primeros tiempos de futuro escritor, les leí una vez en voz alta a S. y a Boo Boo un nuevo cuento. Cuando terminé, Boo Boo dijo llanamente (pero mirando a S.) que el cuento era “demasiado ingenioso”. S. meneó la cabeza dedicándome una luminosa sonrisa, y dijo que el ingenio era mi padecimiento crónico, mi pata de palo, y que resultaba de pésimo gusto llamar la atención del grupo sobre ello. Como un cojo con otro cojo, Zooey, seamos corteses y amables el uno con el otro.

Un fuerte abrazo,
B.

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