CUARTA ENTREGA
LAS MISIONES
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DE LA FUNDACIÓN AL APOGEO DE LAS MISIONES
¿Quiénes eran los "buenos salvajes" con que los Jesuitas levantarán las Misiones? En el ámbito de la Cuenca del Plata, y más allá, hasta Ecuador y las costas atlánticas, extendíase corno raza dominante la Tupí-Guaraní, con centenares de tribus afines y gran variedad de denominaciones. Formaban una gigantesca área lingüística común, la mayor de América del Sur.
Y con un idioma tan rico en matices diferenciales que el Padre Lozano decía que es "sin controversia, de los más copiosos y elegantes del orbe (...) causando admiración que en tanta barbarie, como era la de la nación guaraní, cupiese tan admirable artificio y tanta propiedad en expresar los conceptos del ánimo". La mayor parte de las tribus tenían un acervo cultural concordante, y sus modos de subsistencia se asentaban en la caza. Además en la pesca y una agricultura rudimentaria. Imperaba el principio matrilineal y la poligamia era común. Construían enormes chozas de lodo y paja, y vivían en promiscuidad. No eran ajenos a la antropofagia y gustaban de la borrachera con "chicha". Cada tribu estaba sometida a la auroridad de un cacique o "Rubichós", y el cacicazgo era normalmente hereditario.
Creían en un Ser Supremo, Tupa, al que no ofrecían culto exterior ni sacrificio. Tenían sus hechiceros. Las relaciones entre tribus eran escasas, de vecindad. Y es sintomático que Guaraní venga de "guarini", que significa guerrero.
Las primeras relaciones importantes de los Guaraníes con el proceso conquistador español fueron a partir de 1537, con la fundación de Asunción por Salazar e Irala.
En realidad, es la última zona americana afectada por la ola de dominación hispánica, que había ya sumergido desde las Antillas al Imperio Azteca y, bajando por los Andes, al Imperio Inca. La Cuenca del Plata será su postrer escenario. La penetración y asentamiento es en sus comienzos caótico e incierto, lleno de violencia. Será el mismo Irala quien establece el sistema de encomiendas sobre los indios vencidos que era de hecho una servidumbre personal de trabajo obligatorio y permanente, avaluado sólo por el encomendero. Éste recibía la encomienda corno premio a sus servicios a la Corona, a la que venía a sustituir en el derecho de cobrar triburo, con la obligación de proteger al indio e instruirlo en la religión. Demás está decir que el encomendero cuidaba poco de sus obligaciones. Ya el gobernador Velazco en 1597 intenta regular de modo más humano las encomiendas, y sus ordenanzas empezaban así: "en esta gobernación no hay orden ni tasa en el trabajo de los indios y los dichos encomenderos se Jirven de ellQs con gran desorden, ompándolos todo el año y aún los días que la Santa Madre Iglesia manda guardar".
Pero el proceso conquistador va a sufrir un profundo cambio con el ascenso a la Gobernación del Paraguay (ésta sólo en 1617 se dividirá con la de Buenos Aires) de un hijo de la tierra, el caudillo criollo Hernandarias, quien encauzará definitivamente la colonización del Río de la Plata. En 1598 y 1603 amplía la legislación humanista sobre las encomiendas y abre el camino a las grandes ordenanzas de Francisco de Alfaro, fiscal de la Audiencia de Charcas, en 1618 promulgadas y aprobadas por el Rey. Esta acción de Hernandarias sobre el régimen de encomiendas, para terminar con el "servicio personal" del indio, está íntimamente ligada con su impulso a la fundación misionera de
las reducciones, su auténtica réplica.
En la raíz de la obra de Hernandarias está su vínculo con el franciscano Francisco Bolaños, Apóstol del Paraguay, quien 1581 inicia la fundación de reducciones, reunión en poblados de indios libres. Y será Bolaños el gran maestro de los jesuitas en el mundo guaraní. Hernandarias, apoyado por los dos primeros obispos de Asunción, los frailes franciscanos Martín Ignacio de Loyola y dominico Reginaldo de Lizárraga, llama a los jesuitas que constituyen en 1607 su Provincia del Paraguay, poniendo al frente al Padre Diego de Torres. Lo que fue tarea emprendida por los franciscanos adquirirá entonces una dimensión sistemática, metódica y de una envergadura inaudita. Podríamos acotar, que fueron los franciscanos los que fundaron los primeros poblados en la Banda Oriental en 1624.
Estos vastos espacios de la América meridional alcanzaban entonces apenas una población de 40.000 españoles, criollos y mestizos, inmersos y dispersos entre un pulular de 500.000 indígenas. La obra jesuita se abre en tres frentes: Las Misiones del Paraná, zona meridional del actual Brasil hasta el norte de Corrientes; las Misiones del Guairá, en las regiones del noreste paraguayo; las Misiones de los Guaycurúes, al Oeste de Asunción, que fracasaron. El avance fue exitoso en el Paraná y en el Guairá. Unos pocos jesuitas, sin armas, internándose de más en más en la selva, comienzan un sorprendente y vertiginoso proceso de atracción evangélica de los indios, superando todo género de dificultades. Las fundaciones se suceden rápidamente y en los primeros veinte años de labor apostólica los jesuitas llegan a través de la Sierra de los Tapes a sólo doscientos quilómetros del Océano Atlántico. El poder de la palabra y el ejemplo, fue sancionado por la sangre de mártires, con los padres Roque González de Santa Cruz, fundador de Yapeyú, Juan de Castillo y Alonso Rodríguez.
Desde el principio, dos grandes amenazas se cernieron sobre las Misiones. En su retaguardia, la hostilidad permanente de los encomenderos, que perdían mano de obra barata y debían soportar la creciente prosperidad de las reducciones. Y en su vanguardia, tenían frente el nido de águilas de San Pablo, los bandeirantes proveedores de esclavos para las fazendas. ¿Para qué cazar indios en la selva, dispersos, si ahora estaban allí, a la vista, reunidos en grandes poblados, educados y más aptos para los trabajos? Bandeirantes y encomenderos, con la complicidad de autoridades lusitanas y españolas, tendrán alianza implícita y explícita para la destrucción y saqueo de las Misiones. Guaraníes y jesuitas serán tomados por las tenazas de dos frentes de lucha, interno y externo, que terminará finalmente por aniquilarlos. Los sistemas de dominación no podían convivir en una comunidad evangélica tan dilatada y autónoma.
El período que corre desde las primeras fundaciones en 1610 (la de San Ignacio Guazú, por el Padre Lorenzana, en la zona de Paraná, y las de Loreto y San Ignacio de Mini, por los padres italianos Cataldino y Maceta, en la zona de Guairá) hasta el Tratado de Límites en 1750 y su consecuencia la gran Guerra Guaranítica, que señala el comienzo del ocaso de las Misiones, puede dividirse en tres etapas fundamentales.
La etapa de la Expansión hasta 1631, fecha en que se desencadena la mayor invasión bandeirante, capitaneada por Raposo Tavares. Es una década terrible, de devastaciones, de poblaciones enteras reducidas a la esclavitud. Es la etapa del Reflujo misionero, que obliga a un gigantesco éxodo de los pueblos guaraníes, una trágica hazaña sin parangón rioplatense.
Desde los núcleos más expuestos y asolados, del Guairá, Itatines y Tapes, los pueblos se repliegan y emigran hacia las reducciones del Paraná.
Este drástico reto hace que los jesuitas formen grandes milicias misioneras y obtengan permiso para equipadas con armas de fuego. Y es así que finalmente, en la memorable batalla de Mbororé, en 1641 se extermina a los mamelucos. A partir de esa fecha, puede abrirse la etapa de la Estabilización y Apogeo, que llega hasta el Tratado de Límites de 1750 y la Guerra Guaranítica. Luego será la agonía y muerte.
Esta tercera etapa de Estabilización no dejó de tener, por cierto, graves avatares, pues las tensiones y amenazas del mundo colonial en torno fueron incesantes. Y como los guaraníes no tenían acabada conciencia de sus complejidades, los jesuitas ejercieron una vigilia sin desmayo. Encomenderos y comerciantes no cejaban en su presión sobre gobernadores y obispos, y hasta llegaban a la Corona. Uno de los momentos más significativos fue la rebelión de los comuneros encabezados por Don José de Antequera. Este episodio señalado por la historiografía liberal como precursor de la Independencia, fue el de la lucha de la oligarquía de encomenderos contra el poder civil y las misiones para imponer su ley. El sometimiento de Asunción en 1735 conjuró el peligro.
El crecimiento de las Misiones fue inmenso. Su población pasó de 50.000 en 1650 a 100.000 en 1700 y casi 150.000 en 1732. Pero las Misiones del Paraguay no sólo fueron el "foco de desarrollo" más portentoso de la Cuenca del Río de la Plata. Sirvieron de centro de experimentación y guía a la fundación de una cadena de Misiones en América del Sur: en los Llanos Orientales de Colombia (1626), en el Marañón (1637), en los Llanos del alto y medio Amazonas (1639), en los Llanos de Chiquitos al sureste de la Bolivia actual (1692) yen los Llanos de los Mojos del noreste boliviano (1700); etc. De tal modo, una especie de línea más o menos continua desde las Misiones Guaraníes a las de Chiquitos, Mojos, Maynas y Casanase forma un cinturón al borde de la selva, y configura la verdadera y actual frontera entre los mundos hispánico y lusitano.
Formaban como la prefiguración del intento contemporáneo de la "Carretera de la Selva". Una límpida visión estratégica plasmó el orden geopolítico de las distintas Misiones.
Además, hacia el sur, las Misiones Guaraníes alcanzaban hasta el Río Negro en el actual territorio uruguayo y tuvieron un papel decisivo en la toma de la Colonia del Sacramento, punta de lanza anglo-portuguesa que las flanqueaba, así como en la fundación de Montevideo, hija del esfuerzo de los indios tapes. Ya fuera del área propiamente misionera, las estancias jesuitas "Nuestra Señora de los Desamparados" en el Rincón de los Santa Lucía y "de las Vacas", en la Calera de las Huérfanas, Colonia, de algún modo aseguraban su conexión directa con la salida al Río de la Plata.
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