DOCEAVA ENTREGA
CAPÍTULO X: LA CONFESIÓN DE HENRY JEKYLL (1)
He nacido en 18..., heredero de una gran fortuna y dotado de excelentes cualidades. Inclinado por naturaleza a la laboriosidad, ambicioso sobre todo por conseguir la estima de los mejores, de los más sabios entre mis semejantes, todo parecía prometerme un futuro brillante y honrado. El peor de mis defectos era una cierta impaciente vivacidad, una inquieta alegría que muchos hubieran sido felices de poseer, pero que yo encontraba difícil de conciliar con mi prepotente deseo de ir siempre con la cabeza bien alta, exhibiendo en público un aspecto de particular seriedad.
Así fue como empecé muy pronto a esconder mis gustos, y que cuando, llegados los años de la reflexión, puesto a considerar mis progresos y mi posición en el mundo; me encontré ya encaminado en una vida de profundo doble. Muchos incluso se habrían vanagloriado de algunas ligerezas, de algunos desarreglos que yo, por la altura y ambición de mis miras, consideraba por el contrario una culpa y escondía con vergüenza casi morbosa. Más que defectos graves, fueron por lo tanto mis aspiraciones excesivas a hacer de mí lo que he sido, y a separar en mí, mas radicalmente que en otros, esas dos zonas del bien y del mal que dividen y componen la doble naturaleza del hombre. Mi caso me ha llevado a reflexionar durante mucho tiempo y a fondo sobre esta dura ley de la vida, que está en el origen de la religión y también, sin duda, entre las mayores fuentes de infelicidad.
Por doble que fuera, no he sido nunca lo que se dice un hipócrita. Los dos lados de mi carácter estaban igualmente afirmados: cuando me abandonaba sin freno a mis placeres vergonzosos, era exactamente el mismo que cuando, a la luz del día, trabajaba por el progreso de la ciencia y el bien del prójimo.
Pero sucedió que mis investigaciones científicas, decididamente orientadas hacia lo místico y lo transcendental, confluyeron en las reflexiones que he dicho, derramando una viva luz sobre esta conciencia de guerra perenne de mí conmigo mismo. Tanto en el plano científico como en el moral, fui por lo tanto gradualmente acercándome a esa verdad, cuyo parcial descubrimiento me ha conducido mas tarde a un naufragio tan tremendo: el hombre no es verazmente uno, sino verazmente dos. Y digo dos, porque mis conocimientos no han ido más allá. Otros seguirán, otros llevarán adelante estas investigaciones, y no hay que excluir que el hombre, en último análisis, pueda revelarse una mera asociación de sujetos distintos, incongruentes e independientes. Yo, por mi parte, por la naturaleza de mi vida, he avanzado infaliblemente en una única dirección.
Ha sido por el lado moral, y sobre mi propia persona, donde he aprendido a reconocer la fundamental y originaria dualidad del hombre. Considerando las dos naturalezas que se disputaban el campo de mi conciencia, entendí que se podía decir, con igual verdad, ser una como ser otra, era porque se trataba de dos naturalezas distintas; y muy pronto, mucho antes que mis investigaciones científicas me hicieran lejanamente barruntar la posibilidad de un milagro así, aprendí a cobijar con placer, como en un bonito sueño con los ojos abiertos, el pensamiento de una separación de los dos elementos. Si éstos, me decía, pudiesen encarnarse en dos identidades separadas, la vida se haría mucho más soportable. El injusto se iría por su camino, libre de las aspiraciones y de los remordimientos de su más austero gemelo; y el justo podría continuar seguro y voluntarioso por el recto camino en el que se complace, sin tenerse que cargar de vergüenzas y remordimientos por culpa de su malvado socio. Es una maldición para la humanidad, pensaba, que estas dos incongruentes mitades se encuentren ligadas así, que estos dos gemelos enemigos tengan que seguir luchando en el fondo de una sola y angustiosa conciencia.
¿Pero cómo hacer para separarlos?
Estaba siempre en este punto cuando, como he dicho, mis investigaciones de laboratorio empezaron a echar una luz inesperada sobre la cuestión. Empecé a percibir, mucho más a fondo de lo que nunca se hubiese reconocido, la trémula inmaterialidad, la vaporosa inconsistencia del cuerpo, tan sólido en apariencia, del que estamos revestidos. Descubrí que algunos agentes químicos tenían el poder de sacudir y soltar esa vestidura de carne, como el viento hace volar las cortinas de una tienda.
Tengo dos buenas razones para no entrar demasiado en particulares en esta parte científica de mi confesión. La primera es que nuestro destino y el fardel de nuestra vida, como he aprendido a mi costa, están atados siempre a la espalda: si intentamos liberarnos, nos los encontramos delante de una forma nueva y todavía más insoportable. La segunda razón es que mi descubrimiento, como por desgracia resultará evidente por este escrito, ha quedado incompleto. Me limitaré a decir, por tanto, que no sólo reconocí en mi cuerpo, en mi naturaleza física, la mera emanación o efluvio de algunas facultades de mi espíritu, sino que elaboré una sustancia capaz de debilitar esa facultad y suscitar una segunda forma corpórea, no menos connatural en mí en cuanto expresión de otros poderes, aunque más viles, de mi misma alma.
Dudé bastante antes de pasar de la teoría a la práctica. Sabía bien que arriesgaba la vida, porque estaba clara la peligrosidad de una sustancia tan potente que penetrase y removiese desde los cimientos la misma fortaleza de la identidad personal: habría bastado el mínimo error de dosificación, la mínima contraindicación, para borrar completamente ese inmaterial tabernáculo que intentaba cambiar. Pero la tentación de aplicar un descubrimiento tan singular y profundo era tan grande, que al final vencí todo miedo. Había preparado mi tintura desde hacía ya bastante; adquirí entonces en una casa Farmacéutica una cantidad importante de una determinada sal, que, según mostraban mis experimentos, era el último ingrediente necesario, y aquella noche maldita preparé la poción. Miré el líquido que bullía y humeaba en el vaso, esperé que terminara la efervescencia, luego me armé de valor y bebí.
Inmediatamente después me entraron espasmos atroces: un sentido de quebrantamiento de huesos, una náusea mortal, y un horror, y una revulsión del espíritu tal, que no se podría imaginar uno mayor ni en la hora del nacimiento o de la muerte. Pero pronto cesaron estas torturas, y recobrando los sentidos me encontré como salido de una enfermedad grave. Había algo extraño en mis sensaciones, algo indescriptiblemente nuevo y por esto mismo indescriptiblemente agradable. Me sentí más joven, más ágil, más feliz físicamente, mientras en el ánimo tenía conciencia de otras transformaciones: una terca temeridad, una rápida y tumultuosa corriente de imágenes sensuales, un quitar el freno de la obligación, una desconocida pero no inocente libertad interior. E inmediatamente, desde el primer respiro de esa nueva vida, me supe llevado al mal con ímpetu decuplicado y completamente esclavo de mi pecado de origen. Pero este mismo conocimiento, en ese momento, me exaltó y deleitó como un vino. Alargué los brazos, exultando con la frescura de estas sensaciones, y me di cuenta de repente de ser diminuto de estatura.
No había entonces un espejo en aquella habitación (éste que está ahora frente a mí mientras escribo lo puse ahí después para controlar mis transformaciones). La noche estaba muy avanzada; por oscuro que estuviese, la mañana estaba cerca de concebir el día, y el servicio estaba cerrado y pertrechado en las horas más rigurosas del sueño. Decidí por tanto, exaltado como estaba por la esperanza y por el triunfo, aventurarme con esta nueva forma hasta mi dormitorio.
Atravesé el patio suscitando (quizás pensé así) la maravilla de las constelaciones, a cuya insomne vigilancia se descubría el primer ser de mi especie. Me escurrí por los pasillos, extraño en mi propia casa. Y al llegar a mi dormitorio contemplé por primera vez la imagen de Edward Hyde.
Pero aquí, para intentar una explicación de los hechos puedo confiar sólo en la teoría. El lado malo de mi naturaleza, al que había transferido el poder de plasmarme, era menos robusto y desarrollado que mi lado bueno, que poco antes había destronado. Mi vida, después de todo, se había desarrollado en nueve de sus diez partes bajo la influencia del segundo, y el primero había tenido raras ocasiones para ejercitarse y madurar. Así explico que Edward Hyde fuese más pequeño, más ágil y más joven que Henry Jekyll. Así como el bien transpiraba por los trazos de uno, el mal estaba escrito con letras muy claras en la cara del otro.
El mal además (que constituye la parte letal del hombre, por lo que debo creer aun) había impreso en ese cuerpo su marca de deformidad y corrupción. Sin embargo, cuando vi esa imagen espeluznante en el espejo, experimenté un sentido de alegría de alivio, no de repugnancia. También aquél era yo. Me parecí natural y humano. A mis ojos, incluso, esa encarnación de mi espíritu pareció más viva, más individual y desprendida, del imperfecto y ambiguo semblante que hasta ese día había llamado mío. Y en esto no puedo decir que me equivocara. He observado que cuando asumía el aspecto de Hyde nadie podía acercárseme sin estremecerse visiblemente; y esto, sin duda, porque, mientras que cada uno de nosotros es una mezcla de bien y de mal, Edward Hyde, único en el género humano, estaba hecho sólo de mal.
No me detuve nada más que un momento ante el espejo. El segundo y concluyente experimento todavía lo tenía que intentar. Que daba por ver si no habría perdido mi identidad para siempre, sin posibilidad de recuperación; en ese caso, antes de que se hiciera de día, tendría que huir de esa casa que ya no era mía.
Volviendo de prisa al laboratorio, preparé y bebí de nuevo la poción; de nuevo pasé por la agonía de la metamorfosis; y volviendo en mí me encontré con la cara, la estatura, la personalidad de Henry Jekyll.
Esa noche había llegado a una encrucijada fatal. Si me hubiera acercado a mi descubrimiento con un espíritu más noble, si hubiera arriesgado el experimento bajo el dominio de aspiraciones generosas o pías, todo habría ido de forma muy distinta. De esas agonías de muerte y resurrección habría podido renacer ángel, en lugar de demonio. La droga por sí misma no obraba en un sentido más que en otro, no era por sí ni divina ni diabólica; abrió las puertas que encarcelaban mis inclinaciones, y de allí, como los prisioneros de Filipos, salió corriendo quien quiso. Mis buenas inclinaciones entonces estaban adormecidas; pero las malas vigilaban, instigadas por la ambición, y se desencadenaron: la cosa proyectada fue Hyde. Así, de las dos personas en las que me dividí, una fue totalmente mala, mientras la otra se quedó en el antiguo Henry Jekyll, esa incongruente mezcla que no había conseguido reformar. El cambio, por tanto, fue completamente hacia peor.
Aunque ya no fuera joven, yo no había aún perdido mi aversión por una vida de estudio y de trabajo. A veces tenía ganas de divertirme.
Pero, como mis diversiones eran, digamos así, poco honorables, y como era muy conocido y estimado, además de tener una edad respetable, la incongruencia de esa vida me pesaba cada día más. Principalmente por esto me tentaron mis nuevos poderes, y de esta manera quedé esclavo. Sólo tenía que beber la poción, abandonar el cuerpo del conocido profesor y vestirme, como con un nuevo traje, con el de Edward Hyde.
La idea me sonreía y la encontré, entonces, ingeniosa. Hice mis preparativos con el máximo cuidado. Alquilé y amueblé la casa de Soho, donde luego fue la policía a buscar a Hyde; tomé como gobernanta a una mujer que tenía pocos escrúpulos y le interesaba estar callada. Y por otra parte advertí a mis criados que un tal señor Hyde, del que describí su aspecto, habría tenido de ahora en adelante plena libertad y autoridad en mi casa; para evitar equívocos, para que en casa se familiarizaran con él, me hizo visita en mi nuevo aspecto. Luego escribí y te confié el testamento que tanto desaprobaste, de tal forma que, si le hubiera ocurrido algo al doctor Jekyll, habría podido sucederle como Hyde. Y así precavido (en cuanto suponía) en todos los sentidos, empecé a aprovecharme de las extrañas inmunidades de mi posición.
Hace un tiempo, para cometer delitos sin riesgo de la propia persona y reputación, se pagaban y se mandaban a matones. Yo fui el primero que dispuse de un "matón" que mandaba por ahí para que me proporcionase satisfacciones. Fui el primero en disponer de otro yo mismo que podía en cualquier momento desembridarse para gozar de toda libertad, como un chiquillo de escuela en sus escapadas, sin comprometer mínimamente la dignidad y la seriedad de mi figura pública.
Pero también en el impenetrable traje de Hyde estaba perfectamente al seguro. Si pensamos, ¡ni existía! Bastaba que, por la puerta de atrás, me escurriese en el laboratorio y engullese la poción (siempre preparada para esta eventualidad), porque Edward Hyde, hiciera lo que hiciera, desaparecía como desaparece de un espejo la marca del aliento; y porque en su lugar, inmerso tranquilamente en sus estudios al nocturno rayo de la vela, había uno que se podía reír de cualquier sospecha: Henry Jekyll.
Los placeres que me apresuré a encontrar bajo mi disfraz eran, como he dicho, poco decorosos (no creo que deba definirlos con mayor dureza); pero en las manos de Edward Hyde empezaron pronto a inclinarse hacia lo monstruoso. A menudo a la vuelta de estas excursiones, consideraba con consternado estupor mi depravación vicaria. Esa especie de familiar mío, que había sacado de mi alma y mandaba por ahí para su placer, era un ser intrínsecamente malo y perverso; en el centro de cada pensamiento suyo, de cada acto, estaba siempre y sólo él mismo. Bebía el propio placer, con avidez bestial, de los atroces sufrimientos de los demás. Tenía la crueldad de un hombre de piedra.
Henry Jekyll a veces se quedaba congelado con las acciones de Edward Hyde, pero la situación estaba tan fuera de toda norma, de toda ley ordinaria que debilitaba insidiosamente su conciencia. Hyde y sólo Hyde, después de todo, era culpable. Y Jekyll, cuando volvía en sí, no era peor que antes: se encontraba con todas sus buenas cualidades inalteradas; incluso procuraba, si era posible, remediar el mal causado por Hyde. Y así su conciencia podía dormir.
No me pararé a describir las infamias de las que de esta forma me hice cómplice (ya que no sabría admitir, ni siquiera ahora, que las he cometido yo); diré simplemente por qué caminos y tras qué advertencias llegó por fin mi castigo. Sin embargo hay un incidente que debo recordar, aunque no tuviera consecuencias. Un acto mío de crueldad con una niña provocó la intervención de un paseante, que he reconocido el otro día en la persona de tu primo Enfield; se unieron a él el médico y los familiares de la pequeña, y hubo momentos en los que temí por mi vida; por fin, para aplacar su justa ira, Hyde les llevó hasta la puerta del laboratorio y pagó con un cheque firmado por Jekyll.
Para evitar cualquier contratiempo, entonces abrí una cuenta a nombre de Edward Hyde en otro banco; y cuando, cambiando la inclinación de mi caligrafía, hube provisto a Hyde también de una firma, me creí a cubierto de cualquier imprevisto del destino.
Dos meses antes del asesinato de Sir Danvers había estado fuera por una de mis aventuras y había vuelto a casa muy tarde. Al día siguiente me desperté en la cama con un sentido de curiosa extrañeza. Pero en vano miré alrededor, en vano examiné el mobiliario elegante y las proporciones de mi habitación con sus altas ventanas a la plaza; en vano reconocí las cortinas y la caoba de mi cama de columnas; algo seguía haciéndome pensar que no fuese yo, que no me hubiese despertado en el lugar donde parecía que me encontraba, sino en la habitacioncilla de Soho en la que por regla general dormía cuando estaba en el pellejo de Hyde. Esa especie de ilusión era tan extraña que, aunque me sonriera, y recayese a ratos en el duermevela de la mañana, me puse a estudiarla en mi habitual interés por todo fenómeno psicológico. Lo estaba todavía analizando, cuando por casualidad, en un intervalo mas lúcido en mi despertar, la mirada cayó en una de las manos. Ahora, las manos de Henry Jekyll (recuerdo que tú hiciste esa observación una vez) eran típicas manos de médico, grandes, blancas y bien hechas. Pero la mano que vi en el embozo de la sábana, a la luz amarillenta de la mañana londinense, era nudosa y descarnada, de una palidez grisácea, muy recubierta de pelos oscuros: era la mano de Edward Hyde.
Me quedé mirándola al menos medio minuto, estupefacto por la sorpresa, antes de que él terror me explotase en el pecho con el estruendo de un golpe de platillos en una orquesta. Me levanté de la cama, corrí al espejo, la evidencia me heló: sí, me había dormido Jekyll y me había despertado Hyde. "¿Como había podido ser posible?", me pregunté. E inmediatamente después, con un nuevo sobresalto de terror: "¿Cómo remediarlo?"
Ya se había hecho de día, los criados se habían levantado y lo que necesitaba para la poción estaba en la habitación encima del laboratorio; esto significaba un largo viaje por dos rampas de escaleras, los pasillos detrás de la cocina, el patio abierto y la sala anatómica.
Podría haberme tapado la cara, ¿pero para qué serviría si no podía esconder mi estatura? Luego me acordé con tremendo alivio que los criados se habían acostumbrado a ese ir venir de mi otro yo. Me vestí, como mejor pude con esa ropa muy ancha: atravesé la casa con el susto de Bradshaw, que se echó para atrás al ver al señor Hyde a esas horas y tan extrañamente vestido, y diez minutos más tarde el doctor Jekyll, reconquistada su propia apariencia, se sentaba con la frente fruncida fingiendo desayunar.
No se puede decir efectivamente que tuviese apetito. Ese incidente inexplicable, ese vuelco de mis anteriores experiencias me parecía una profecía de desgracia, como las letras que trazó en la pared el dedo babilónico.
Empecé entonces a reflexionar, con más seriedad de la que había puesto hasta ahora, sobre las dificultades y los peligros de mi doble existencia. Esa otra parte de mí, que tenía el poder de proyectar, había tenido tiempo de ejercitarse y afirmarse cada vez más; me había parecido, últimamente, que Hyde hubiera crecido, y en mis mismas venas (cuando tenía esa forma) había sentido que fluía la sangre más abundantemente. Percibí el peligro que me amenazaba. Si seguían así las cosas, el equilibrio de mi naturaleza habría terminado por trastocarse: no habría tenido ya el poder de cambiar y me habría quedado prisionero para siempre en la piel de Hyde.
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