sábado

MIGUEL DE UNAMUNO



DEL SENTIMIENTO TRÁGICO DE LA VIDA

CUARTA ENTREGA

I

EL HOMBRE DE CARNE Y HUESO (4)

«¡Ea! -exclamará de nuevo el mismo lector-, volvemos a aquello del catecismo. P ¿Para quién hizo Dios el mundo? R. Para el hombre.» Pues bien, sí, así debe responder el hombre que sea hombre. La hormiga, si se diese cuenta de esto, y fuera persona, consciente de sí misma contestaría que para la hormiga, y contestaría bien. El mundo se hace para la conciencia, para cada conciencia.

Una alma humana vale por todo el universo, ha dicho no sé quién, pero ha dicho egregiamente. Un alma humana, ¿eh? No una vida. La vida esta no. Y sucede que a medida que se cree menos en el alma, es decir, en su inmortalidad consciente, personal y concreta, se exagerará más el valor de la pobre vida pasajera. De aquí arrancan todas las afeminadas sensiblerías contra la guerra. Sí, uno no debe querer morir, pero la otra muerte.

«El que quiera salvar su vida, la perderá», dice el Evangelio; pero no dice el que quiera salvar su alma, el alma inmortal. O que creemos y queremos que lo sea.

Y todos los definidores del objetivismo no se fijan, o mejor dicho, no quieren fijarse, que al afirmar un hombre su yo, su conciencia personal, afirma al hombre, al hombre concreto y real, afirma el verdadero humanismo -que no es el de las cosas del hombre, sino el del hombre-, y al afirmar al hombre, afirma la conciencia. Porque la única conciencia de que tenemos conciencia es la del hombre.

El mundo es para la conciencia. O, mejor dicho, este para, esta noción de finalidad, y mejor que noción sentimiento, este sentimiento teológico no nace sino donde hay conciencia. Conciencia y finalidad son la misma cosa en el fondo.

Si el Sol tuviese conciencia, pensaría vivir para alumbrar a los mundos, sin duda; pero pensaría también, y sobre todo, que los mundos existen para que él los alumbre y se goce en alumbrarlos y así viva. Y pensaría bien.

Y toda esa trágica batalla del hombre por salvarse, ese inmortal anhelo de inmortalidad que le hizo al hombre

Kant dar aquel salto inmortal de que os decía, todo eso no es más que una batalla por la conciencia. Si la conciencia no es, como ha dicho algún pensador inhumano, nada más que un relámpago entre dos eternidades de tinieblas, entonces no hay nada más execrable que la existencia.

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