miércoles

HERMAN HESSE - SIDDHARTA



DECIMONOVENA Y ÚLTIMA ENTREGA

Cuando Siddharta llevaba ya mucho tiempo en el bosque, se dio cuenta de la inutilidad de la búsqueda. Pensó que el zagal ya se le habría adelantado mucho, llegando entonces a la ciudad, o bien, si todavía estaba en camino, se escondía de él. Al seguir reflexionando comprendió que realmente no se preocupaba de su hijo; en su interior tenía la certeza de que no le había sucedido nada y que en el bosque no le amenazaba ningún peligro. A pesar de ello, corría sin descanso, no ya para salvarle, sino sólo por el fuerte deseo de verle una vez más. Y así llegó hasta la ciudad.

En la carretera ancha, cerca de la población, se detuvo ante la entrada del hermoso parque que antes fuera propiedad de Kamala, allí donde la vio por primera vez, sentada en su litera. Su alma despertó. De nuevo se vio allí de joven, un samana barbudo y desnudo, con el cabello polvoriento.

Siddharta se quedó durante mucho tiempo ante la puerta y observó el interior del jardín. Pudo ver allí monjes de hábito amarillo paseándose bajo los frondosos árboles.

Permaneció en el mismo lugar un buen rato; pensó, recordó la imagen, escuchó la historia de su vida. Mucho tiempo contempló a los monjes, pero viendo a los jóvenes Siddharta y Kamala bajo los altos árboles. Con claridad observó cómo Kamala le entregaba el primer beso; vio a Siddharta que sentía desprecio y orgullo por su antigua vida de brahmán, y buscaba afanosamente y con vanidad la vida mundana.

También pudo percibir a Kamaswami, a los criados, vio las fiestas, los jugadores de dados, los músicos; sintió que el pájaro de Kamala vivía otra vez, respiró el sansara, volvióse a encontrar viejo y cansado, hastiado, deseoso de suicidarse. Y por segunda vez le salvó el Om.

Después de permanecer junto a la puerta del parque, Siddharta comprendió que era necio el deseo que le había conducido hasta aquel lugar: no podía ayudar a su hijo, no debía atarse a su hijo.

Dentro de su corazón sentía el profundo amor hacia el muchacho, como si se tratara de una herida; pero, a la vez, esa herida no era dolorosa, sino que se convertiría en una brillante flor.

Se puso triste porque hasta entonces aún no había brotado la flor, ni siquiera brillaba. Ahora tan sólo existía el vacío en aquel mismo lugar en el que había ido a buscar a su hijo. Se sentó tristemente, experimentó como si algo muriese en su corazón; un vacío, una desilusión, una falta de objetivo. Se encontraba allí ensimismado, esperando. Lo había aprendido del río: aguardar, tener paciencia, escuchar.

Y se hallaba allí, contemplando el polvo del camino, atendiendo a su corazón triste y cansado: esperaba la voz. Durante muchas horas permaneció aguardando; ya no podía ver ninguna imagen, estaba hundido en el vacío, se hundía sin ver el camino.

Y cuando sentía el dolor de la herida, hablaba en silencio con el Om se llenaba del Om. Los monjes del jardín le vieron; al notar que se quedaba allí durante horas y horas y que en su cabello gris se depositaba el polvo, uno de ellos se le acercó y le colocó a su lado dos frutos del bananero. El anciano no los vio.

Una mano que tocó su hombro le despertó del sueño. Inmediatamente reconoció aquel contacto cariñoso; avergonzado volvió en sí. Se levantó y saludó a Vasudeva, que le había seguido a distancia. Al ver la cara cordial de Vasudeva, con sus ojos serenos, arrugados por la sonrisa, también sonrió Siddharta.

Ahora advirtió los frutos del bananero; los levantó, dio uno al barquero y se comió el otro. En silencio regresó con Vasudeva al bosque, a la barca. Ninguno de los dos habló sobre lo sucedido, nunca más nombraron al muchacho; jamás se mencionó la fuga, en ningún momento se renovó la herida.

Al llegar a la cabaña, Siddharta se tendió encima del lecho. Poco después, Vasudeva se le acercó para ofrecerle una copa de leche de coco, pero Siddharta ya dormía.
OM

Durante mucho tiempo aún se resentía de la herida. Siddharta tuvo que pasar por el río muchos viajeros que iban acompañados de un hijo o una hija. Le era imposible fijarse en ellos sin sentir envidia, sin pensar:

«Tantas personas, tantos miles de personas poseen la más dulce felicidad. ¿Y por qué yo no? Incluso son personas malas, bandidos y ladrones, y tienen hijos y los aman, y son amados por ellos. Únicamente yo no lo tengo.»

Pensaba con tanta simpleza, que Siddharta ahora se parecía a esos seres humanos que nunca pierden el fondo infantil.

Ahora observaba a las personas desde otro ángulo distinto; quizá menos inteligente y menos orgulloso, pero más cálido, más cariñoso, con más interés. Cuando cruzaban viajeros corrientes, gentes infantiles, comerciantes, guerreros, mujeres..., ya no se mostraba tan asombrado de esas personas como antes. Los comprendía y se interesaba por su vida, que no se guiaba por raciocinios y conocimientos, sino únicamente por instintos y deseos. Ahora sentía igual que ellos.

Aunque Siddharta se encontraba cerca de la perfección, llevaba consigo la última herida; ahora le parecía que esos humanos pueriles eran sus hermanos; sus vanidades, deseos y absurdos perdían ante él lo ridículo, se volvían comprensibles, simpáticos e incluso venerables. El amor ciego de una madre hacia su hijo, el orgullo estúpido de un padre presumido por su único vástago, el afán ofuscado de una mujer joven y frívola por las joyas, por la mirada de admiración de los hombres..., todos esos instintos y pasiones simples y necias, pero de enorme fuerza, se imponían ahora ante Siddharta con un poder avasallador; ya no eran chiquilladas. Se daba cuenta de que por todo ello la gente vivía, deseaba lograr una infinidad de metas, efectuaba viajes, combatía en guerras, sufría infinitamente, soportaba hasta lo indecible. Por ello, Siddharta los amaba; veía en ellos la vida, la existencia, lo indestructibIe; el Brahma se hallaba en cada una de sus pasiones, de sus obras. Esos seres le eran simpáticos y admirables por su ciega fidelidad, por su ofuscada fuerza y resistencia.

No les faltaba nada; y sin embargo, el sabio y el filósofo sólo les aventajaba en un detalle diminuto: la conciencia, la idea consciente de la unidad de toda la vida.

Y Siddharta llegaba a veces a dudar de si esa idea o conocimiento tenía valor, o si quizá se trataba también de otra necedad de los humanos pensadores. En todo lo demás, los seres mundanos eran iguales a los sabios, incluso a menudo los superaban, como también los animales, al obrar con fortaleza y sin dejarse inmutar.

Poco a poco maduraba en Siddharta la plena conciencia de saber lo que realmente era sabiduría, la meta de su larga búsqueda. Sin embargo, no se trataba más que de una disposición de alma, de una capacidad, de un arte secreto de poder pensar la teoría de la unidad en cualquier momento, en medio de la vida, de poder sentir y respirar esa unidad.

Paulatinamente se abría esa flor en su interior, se reflejaba en el arrugado rostro aniñado de Vasudeva: armonía, conocimiento de la eterna perfección del mundo, sonrisa, unidad.

No obstante, la herida le dolía aún; Siddharta pensaba en su hijo con ansiedad y amargura, mantenía su amor y afecto dentro de su corazón, permitía que el dolor le consumiera, cometía todas las necedades del amor. La llama no se podía apagar por sí sola.

Y un día, cuando la herida le desgarraba, Siddharta cruzó la otra orilla del río con ansiedad, se bajó de la barca y se encontró dispuesto a dirigirse a la ciudad, en busca de su hijo. El río se deslizaba suavemente, en silencio, ya que era el tiempo de la sequía. Sin embargo, su voz sonaba de manera extraña: ¡Reía!

Sencillamente, el río se reía. Evidentemente se reía del viejo barquero. Siddharta se detuvo, se inclinó hacia el agua para poderla escuchar mejor, y vio reflejado su rostro; aquella cara le recordaba cosas pasadas, y se dio cuenta de lo siguiente: aquel rostro se parecía mucho a otro que él había conocido, amado e incluso temido. Se parecía al de su padre, el brahmán. Y recordó que hacía mucho tiempo, de joven, había obligado a su padre a que le dejara marcharse con los ascetas; y luego fue su despedida, su marcha y su aplazado regreso. ¿No había sufrido su padre la misma pena que hoy sufría Siddharta por su hijo? ¿No había muerto su padre hacía tiempo, solo, sin haber visto a su hijo una vez más? ¿Por qué no tenía que esperar Siddharta la misma suerte? ¿No se trataba de una farsa, de una circunstancia rara y estúpida, esa repetición, ese recorrer el mismo círculo fatal?

El río se reía. Sí, así era; todo lo que no se había terminado de sufrir y solucionar, regresaba de nuevo. Siempre se volvían a sufrir las mismas penas. Y Siddharta regresó a la barca, volvió a la choza y siguió pensando en su padre, en su hijo, en el río que se burlaba, en su enemistad consigo mismo. Iba a desesperarse, incluso a echarse a reír, con el propio río, de sí mismo y de todo el mundo.

Sí, todavía no florecía la herida; el corazón aún se defendía contra el destino. Todavía no brillaba la serenidad y la victoria del sufrimiento. Pero Siddharta sentía la esperanza, y al regresar a la choza un deseo irresistible le obligó a abrir su alma ante Vasudeva, a mostrarle todo, a contarle todo al maestro de audiencia.

Vasudeva se encontraba en la cabaña trenzando un cesto. Ya no conducía la barca, pues sus ojos empezaban a volverse débiles; y no tan sólo le fallaba la vista, sino también los brazos y las manos.

Lo único que no cambiaba era su floreciente alegría y la serena benevolencia del rostro.
Siddharta se sentó junto al anciano y empezó a hablar lentamente. Ahora contaba lo que nunca había dicho: sobre su camino hacia la ciudad, de la herida dolorosa, de su envidia al ver a otros padres felices, de su conocimiento, de la necedad ante tales deseos, de su inútil lucha contra todo aquello. Lo contó todo; podía decirle todo, incluso lo más delicado; a Vasudeva se le podía explicar todo, mostrárselo, narrárselo. Le mostró su herida, le contó su última fuga: cómo hoy se había dirigido al otro lado del río, como un niño fugitivo, dispuesto a ir a la ciudad. Y de cómo el río se le había burlado.

Habló durante largo tiempo. Mientras se desahogaba. Vasudeva escuchaba con su cara
sonrosada; Siddharta sentía que esa atención de Vasudeva era más fuerte que nunca. Notó que sus dolores y temores se le transmitían, y cómo Vasudeva se los devolvía.

Mostrar la herida a ese oyente era como bañarla en el río hasta que se refrescara la herida y el cuerpo que la padecía. Y Siddharta continuó hablando, reconociendo, confesando; cada vez se percataba que el que le escuchaba ya no era Vasudeva, ya no era aquel hombre inmóvil, que se impregnaba de su confesión como el árbol se empapa con la lluvia; ese ser inmóvil era el propio río, el dios mismo, la eternidad en persona.

Y a la vez que Siddharta dejaba de pensar en sí mismo y en su herida, empezaba a comprender el cambio de Vasudeva; cuanto más lo sentía y penetraba, menos sorprendente le parecía; percatábase entonces de que todo era natural. Vasudeva ya hacía tiempo que estaba así, casi desde siempre, únicamente que Siddharta no se había dado cuenta. También a Siddharta le faltaba muy poco para llegar a ser igual que Vasudeva. Sentía que ahora le miraba como el pueblo observa a los dioses, y que esa situación no podía durar; su corazón comenzó a despedirse de Vasudeva, mientras su boca continuaba hablando sin detenerse.

Cuando terminó, Vasudeva dirigió a él su mirada amable, ya algo débil; no pronunció una palabra, su rostro silencioso expresaba amor y serenidad, comprensión y sabiduría. Tomó la mano de Siddharta, la condujo al banco junto a la orilla del río, y se sentó con él. Vasudeva sonrió a la corriente.

-Le has oído reír -comentó-. Pero no lo has oído todo. Escuchemos y verás cómo dice más cosas.

Y prestaron atención. El canto polífono del agua se oía suavemente. Siddharta tenía la mirada fija en el río y en la corriente se le aparecieron imágenes: su padre solitario, llorando por el hijo; Siddharta mismo, también solitario y atado a su hijo con los lejanos brazos del anhelo; también su hijo, el joven Siddharta, ansioso, corriendo por la ardiente senda de los jóvenes deseos. Cada uno se hallaba dirigido hacia su meta, obsesionado con su fin, sufriendo por su objetivo. El río lo narraba todo con voz de sufrimiento, con cantos ansiosos, tonalidades tristes, corrientes curiosas.

«¿Lo oyes?», preguntó la mirada silenciosa de Vasudeva.

Siddharta negó con la cabeza.

-¡Escucha mejor! -susurró Vasudeva.

Siddharta se esforzó por atender mejor. La imagen de su padre, la suya y la de su hijo se
juntaban; también se le apareció la figura de Kamala, pero se deshizo; igualmente vio la imagen de Govinda y de otros, y todas se entremezclaban y terminaban por desaparecer en el agua; todas corrían como el río, hacia su meta, ansiosos, sufriendo. Y la voz del río resonaba llena de ansiedad, de dolor, de un deseo insaciable.

El río corría hacia su meta. Siddharta observaba a ese río forjado por él, por los suyos, por todas las personas a las que jamás había visto. Todas las corrientes de agua se deslizaban con prisa, sufriendo, hacia sus fines, y en cada meta se encontraban con otra, y llegaban a todos los objetivos, y siempre seguía otro más; y el agua se convertía en vapor, subía al cielo, se transformaba en lluvia, se precipitaba desde el cielo, se convertía en fuente, en torrente, en río, y de nuevo se deslizaba corriendo hacia su próximo fin.

Pero aquella voz ansiosa había cambiado. Aún sonaba con resabios de sufrimiento y ansiedad, pero a ella se le unían otras voces de alegría y sufrimiento, sonidos buenos y malos, que reían y lloraban. Cien voces, mil voces.

Siddharta escuchaba. Ahora tan sólo permanecía atento, totalmente entregado a esa sensación; completamente vacío, sólo dedicado a asimilar, se daba cuenta de que acababa de aprender a escuchar. Ya, en muchas ocasiones, había oído las voces, el río, pero hoy sonaban diferentes. Ya no podía diferenciar las alegres de las tristes, las del niño y las del hombre: todas eran una, el lamento, el anhelo y la risa del sabio, el grito de ira y el suspiro del moribundo. Todo era uno, todo permanecía estrechamente enlazado, y mil veces entremezclado.

Y todo aquello unido era el río, todas las voces, los fines, los anhelos, los sufrimientos, los placeres; el río era la música de la vida. Y cuando Siddharta escuchaba con atención al río, podía oír esa canción de mil voces; y sino escuchaba el dolor ni la risa, si no ataba su alma a una de aquellas voces y no penetraba su yo en ella ni oía todas las tonalidades, entonces percibía únicamente el total, la unidad. En aquel momento, la canción de mil voces, consistía en una sola palabra: el Om, la perfección.

«¿Lo oyes?», le preguntó nuevamente la mirada de Vasudeva. Su sonrisa era clara; todas las arrugas de su vetusto rostro brillaban, como cuando el Om flota sobre todas las voces del río. Su sonrisa era diáfana cuando se dirigía al amigo; y ahora también el rostro de Siddharta brillaba con la misma clase de sonrisa. Su herida florecía, su sufrimiento se iluminaba, su yo había entrado en la unidad.

En aquel momento, Siddharta dejó de luchar contra el destino, terminó el sufrir. En su cara se dibujaba la serenidad que da la sabiduría, a la que ya no se opone ninguna voluntad, la que conoce toda la perfección, la que está de acuerdo con el río de los sucesos, con la corriente de la vida, lleno de igualdad de sentimientos, entregado a la corriente, perteneciente a la unidad.

Cuando Vasudeva se levantó de su asiento junto a la orilla, miró a los ojos de Siddharta y observó en ellos el brillo y la serenidad de la sabiduría; suavemente le tocó el hombro con la mano, con cariño y cuidado, y declaró:

-He estado esperando este momento, amigo. Ahora que ha llegado, por fin, dejad que me marche. Durante mucho tiempo he aguardado; ya he sido bastante tiempo el barquero Vasudeva.

¡Adiós, río! ¡Adiós, choza! ¡Adiós, Siddharta!

Siddharta se inclinó profundamente ante Vasudeva.

-Lo sabía -manifestó en voz baja-. ¿Te irás a los bosques?

-Me voy a los bosques, hacia la unidad -contestó Vasudeva, y su rostro resplandecía.

Se alejó con rostro refulgante; Siddharta le siguió con la mirada llena de profunda alegría, de honda serenidad; contempló su caminar lleno de paz, observó su cabeza rodeada de resplandor, vio su cuerpo rebosante de luz.
GOVINDA

En una ocasión se encontraba Govinda con otros monjes descansando en el jardín que la
cortesana Kamala había regalado a los discípulos de Gotama. Oyó hablar de un viejo barquero que vivía junto al río, a la distancia de una jornada, y que era considerado como un sabio. Cuando llegó el día en que tuvo que continuar su camino, Govinda eligió el camino en dirección a la barca, ya que deseaba conocer a aquel barquero. Pues, a pesar de que él había vivido toda su existencia según las reglas, y aunque los monjes jóvenes le respetaban por su edad y modestia, dentro de su corazón no se había apagado la llama de la inquietud y la búsqueda.

Llegó al río, rogó al viejo que le llevara al otro lado, y cuando bajaron de la barca, declaró:

-Mucho bien nos has hecho a nosotros, los monjes y peregrinos, ya que a la mayoría nos cruzaste por este río. ¿No eres tú también, barquero, uno de los que buscan el camino de la verdad?

Los ojos viejos de Siddharta sonrieron al contestar:

-Te encuentras también tú entre los que buscan, venerable? Mas, ¿no tienes ya muchos años y llevas el hábito de los monjes de Gotama?

-Aunque soy viejo -repuso Govinda-, no he dejado de buscar. Jamás dejaré de hacerlo: ése parece ser mi destino. Y creo que tú también has buscado. ¿Quieres darme un consejo, venerable?

Siddharta declaró:

-¿Qué podría decirte, venerable? Quizá que has buscado demasiado. Que de tanto buscar, no tienes ocasión para encontrar.

-¿Cómo es eso? -preguntó Govinda.

-Cuando alguien busca -continuó Siddharta-, fácilmente puede ocurrir que su ojo sólo se fije en lo que busca; pero como no lo halla, tampoco deja entrar en su ser otra cosa, ya que únicamente piensa en lo que busca, tiene un fin y está obsesionado con esa meta. Buscar significa tener un objetivo. Encontrar, sin embargo, significa estar libre, abierto, no necesitar ningún fin. Tú, venerable, quizás eres realmente uno que busca, pues persiguiendo tu objetivo, no ves muchas cosas que están a la vista.

-Todavía no te comprendo muy bien -objetó Govinda-. ¿Qué quieres decir?

Y Siddharta contestó:

-Hace tiempo, venerable, hace muchos años, que ya estuviste aquí una vez, junto a este río, y en su ribera hallaste a una persona durmiendo; entonces te sentaste a su lado para velar su sueño. Pero no reconociste a la persona que dormía, Govinda.

Sorprendido, y como hechizado, el monje miró a los ojos del barquero.

-¿Eres tú, Siddharta? -preguntó con voz temblorosa-. ¡Tampoco esta vez te habría reconocido! ¡Te saludo de corazón, Siddharta, y me alegra profundamente volverte a ver! Has cambiado mucho, amigo... ¿Así que te has convertido en barquero?

Siddharta sonrió amablemente.

-Pues, sí, en barquero. Hay que cambiar mucho, Govinda. Hay quien debe llevar muchos hábitos, y yo soy uno de ellos, amigo. Sé bien venido, Govinda, y quédate esta noche en mi choza.

Govinda permaneció aquella noche en la cabaña y durmió en el lecho que antes fuera de
Vasudeva. Interrogó mucho a su amigo de juventud, y Siddharta se vio obligado a contarle su vida.

Cuando a la mañana siguiente había llegado la hora de empezar la marcha diaria, preguntó vacilante Govinda:

-Antes de continuar mi camino, Siddharta, permíteme una pregunta. ¿Tienes una doctrina? ¿Tienes una fe o una creencia que sigues, que te ayuda a vivir y a obrar bien?

Siddharta declaró:

-Tú ya sabes, amigo, que de joven, cuando vivía con los ascetas, en el bosque, llegué a creer que debía desconfiar de las doctrinas y los profesores, y darles la espalda. No he cambiado de opinión. No obstante, he tenido muchos otros maestros desde entonces. Incluso una bella cortesana fue mi instructora por un largo tiempo, así como un rico comerciante y unos jugadores de dados. También lo ha sido en una ocasión un discípulo de Buda; estaba sentado a mi lado, en el bosque, cuando yo me había adormecido en mi peregrinar. También aprendí de él, y le estoy agradecido, de veras. Sin embargo, de quien aprendí más fue de este río y de mi antecesor, el barquero Vasudeva. Era una persona muy sencilla; no se trataba de ningún filósofo, y sin embargo, sabía tanto como Gotama: era perfecto, un santo.

Govinda exclamó:

-¡Me parece, Siddharta, que todavía te gusta la burla! Te creo y sé que no has seguido a ningún profesor. ¿Pero, acaso no has encontrado tú mismo esta doctrina, con algunos razonamientos o conocimientos tuyos, que te ayuden a vivir? Si quisieras decirme alguna de esas teorías, alegrarías mi corazón.

Siddharta repuso:

-He tenido ideas, sí, e incluso razonamientos de vez en cuando. En alguna ocasión he creído sentir en mí cómo se percibe la vida en el corazón, pero tan sólo por una hora o un día. Eran muchas las ideas, y me sería difícil comunicártelas. Mira, Govinda, ésta es una de las cuestiones que he descubierto: la sabiduría no es comunicable. La sabiduría que un erudito intenta comunicar, siempre suena a simpleza.

-¿Bromeas? -inquirió Govinda.

-No. Digo lo que he encontrado. El saber es comunicable, pero la sabiduría no. No se la puede hallar, pero se la puede vivir, nos sostiene, hace milagros: pero nunca se la puede explicar ni enseñar. Esto era lo que ya de joven pretendía, y lo que me apartó de los profesores.

«He encontrado otra idea que tú, Govinda, seguramente tomarás por broma o chifladura, pero, en realidad, se trata de mi mejor pensamiento. Es éste: ¡Lo contrario a cada verdad es igual de auténtico! O sea: una verdad sólo se puede pronunciar y expresar con palabras si es unilateral. Y unilateral es todo lo que se puede expresar con pensamientos y declarar con palabras; todo lo unilateral, todo lo mediocre, todo lo que carece de integridad, de redondez, de unidad».

«Cuando el venerable Gotama enseñaba el mundo por medio de palabras, lo tenía que dividir en sansara nirvana en ilusión y verdad, en sufrimiento y redención. No es posible otra forma para el que desea enseñar. No obstante, el mundo mismo, lo que existe a nuestro alrededor y en nuestro propio interior, nunca es unilateral. Jamás un hombre o un hecho es del todo sansara o del todo nirvana nunca un ser es completamente santo o pecador. Nos parece que es así porque nos hacemos la ilusión de que el tiempo es algo real. Y el tiempo no es real, Govinda, lo he experimentado muchísimas veces. Y si el tiempo no es real, también el lapso que parece existir entre el mundo y la eternidad, entre el sufrimiento y la bienaventuranza, entre lo malo y lo bueno, es una ilusión».

-¿Qué quieres decir? -preguntó Govinda angustiado.

-¡Escucha bien, amigo, escucha bien! El pecador, que lo somos tú y yo, es pecador, pero algún día volverá a ser Brahma, llegará a nirvana será buda..., y ahora fíjate bien: ese «algún» es una ilusión. ¡Es sólo metáfora! El pecador no está en camino hacia el budismo, no se encuentra en un desarrollo, aunque no nos lo podemos imaginar de otra forma. No; en el pecador, ahora y hoy, ya está presente el buda futuro, todo su futuro, en él, en ti, en todo se debe respetar el posible buda escondido.

«EI mundo, amigo Govinda, no es imperfecto, ni se encuentra en un camino lento hacia la perfección. No; él es perfecto en cualquier momento. Todo pecado ya lleva en sí el perdón, todos los lactantes, la muerte; todos los moribundos, la vida eterna. Ningún ser humano es capaz de ver en el otro en qué situación se halla dentro de su camino: en el ladrón y en el jugador espera el buda, en el brahmán espera el ladrón».

«En la profunda meditación existe la posibilidad de anular el tiempo, de ver toda la vida pasada, presente y futura a la vez, y entonces todo es bueno, perfecto: es brahma. Por ello, lo que existe me parece bueno; creo que todo debe ser así, tanto la muerte como la vida, el pecado o la santidad, la inteligencia o la necedad; todo necesita únicamente mi afirmación, mi buena voluntad, mi conformidad de amante: entonces es bueno para mí, y nunca podrá perjudicarme».

«He experimentado en mi propio cuerpo, en mi misma alma, que necesitaba el pecado, la voluptuosidad, el afán de propiedad, la vanidad, y que precisaba de la más vergonzosa desesperación para aprender a vencer mi resistencia, para instruirme a amar al mundo, para no compararlo con algún mundo deseado o imaginado, regido por una perfección inventada por mí, sino dejarlo tal como es y amarlo y vivirlo a gusto».

«Estas son, Govinda, algunas de las ideas que se me han ocurrido».

Siddharta se inclinó, levantó una piedra del suelo y la sopesó en la mano.

-Esto -declaró mientras jugaba-, es una piedra, y dentro de un tiempo quizá sea polvo de la tierra, y de la tierra pasará a ser una planta, o animal o un ser humano. En otro tiempo hubiera dicho:

«Esta piedra sólo es piedra, no tiene valor, pertenece al mundo de Maja; pero como en el circuito de las transformaciones también puede llegar a ser un ente humano y un espíritu, por ello le doy valor». Así, quizás, hubiera pensado antes. Pero ahora razono: esta piedra es una piedra, también un animal, también un dios, también un buda; no la venero ni amo porque algún día pueda llegar a ser esto o lo otro, sino porque todo esto lo es desde hace tiempo, desde siempre. Y, precisamente, esto que ahora se me presenta como una piedra, que ahora y hoy veo que es una piedra, justamente por ello la amo y le doy un valor y un sentido en cada una de sus líneas y huecos, en el amarillo, en el gris, en la dureza, en el sonido que produce cuando la golpeo, en la sequedad o humedad de su superficie.

»Hay piedras que al tocarlas parecen aceite o jabón, y otras semejan hojas o arena, y cada una es diferente y roza el Om a su manera; cada una es Brahma, pero a la vez es una piedra, está grasienta o jabonosa, y precisamente esto es lo que me gusta y me parece maravilloso y digno de adoración.

»Pero no me hagas hablar más sobre todo ello. Las palabras no son buenas para el sentido secreto; en cuanto se pronuncia algo ya cambia un poquito, se lo falsifica..., sí, y también esto es muy bueno y me gusta asimismo, estoy muy de acuerdo que lo que es tesoro y sabiduría de una persona, parezca a otra una locura.

Govinda escuchaba en silencio.

-¿Por qué me has dicho lo de la piedra? -preguntó vacilante, tras una pausa.

-Lo dije con intención. O quizás he querido declarar que amo precisamente a la piedra y al río, a esas cosas que contemplamos y de las que podemos aprender. Govinda, puedo amar a una piedra, a un árbol o a su corteza. Son objetos que pueden amarse. Pero no a las palabras. Por ello, las doctrinas no me sirven, no tienen dureza, ni blandura, no poseen colores, ni cantos, ni olor, ni sabor, no encierran más que palabras. Acaso sea eso lo que te impide encontrar la paz, quizá sean tantas palabras. También redención y virtud, lo mismo que sansara nirvana son sólo palabras, Govinda. Fuera del nirvana no existe nada más: únicamente palpita el vocablo nirvana.

Govinda exclamó:

-Amigo, nirvana no es tan sólo un término. Nirvana es un pensamiento.

Siddharta continuó:

-Un pensamiento, puede ser así. Amigo, he de hacerte una confesión: no me gusta diferenciar mucho entre pensamientos y palabras. Para serte sincero, tampoco soy partidario de las teorías. Me gustan más los objetos. Aquí, en esta barca, por ejemplo, mi antecesor fue un hombre, un santo que durante muchos años creyó simplemente en el río, en nada más. Notó él que la voz del río le hablaba; de ella aprendió, pues el agua le educó y enseñó; el río le parecía un dios. Durante muchos años ignoró que todo viento, nube, pájaro o escarabajo, es igual de divino, y sabe tanto que también puede enseñar como el río. No obstante, cuando ese santo se marchó a los bosques, lo sabía todo, más que tú y yo, y sin profesor, ni libros; únicamente porque había creído en el río.

Govinda replicó:

-Pero, lo que tú llamas «objeto», ¿es realmente algo que tiene sustancia? ¿No se trata sólo de un engaño de Maja: únicamente imagen y apariencia? Tu piedra, tu árbol, tu río..., ¿son realidades?

-Tampoco eso me preocupa mucho -repuso Siddharta-. ¡Qué más da que las cosas sean engaños o no! Y si lo son, también yo lo seré entonces, y de ese modo nunca me importará. Este es el motivo que me obliga a tenerles tanto aprecio y veneración: son mis semejantes. Por ello puedo amarlos.

»Y ahora voy a exponerte una teoría de la que te vas a reír: el amor, Govinda, me parece que es lo más importante que existe. Penetrar en el mundo, explicarlo y despreciarlo, puede ser cuestión de interés para los grandes filósofos. Pero para mí, únicamente me interesa el poder amar a ese mundo, no despreciarlo; no odiarlo ni aborrecerme a mí mismo; a mí sólo me atrae la contemplación del mundo y de mí mismo, y de todos los seres, con amor, admiración y respeto.

-Eso sí que lo comprendo -interrumpió Govinda-. Pero precisamente fue este punto lo que el majestuoso reconoció como engaño. Gotama ordena benevolencia, respeto, compasión, tolerancia, pero no amor; nos prohibió atar a nuestro corazón en el amor hacia lo terrenal.

-Lo sé -repuso Siddharta. Y su sonrisa tenía un brillo dorado-. Lo sé, Govinda. Y mira, ya nos encontramos en medio de la espesura de las opiniones, en la discusión por palabras. No puedo negarlo: mis palabras sobre el amor contradicen, mejor dicho, parece que contradicen a las palabras de Gotama. Esa es la causa que me hace desconfiar de los términos, pues sé que esta contradicción es un engaño. Sé que estoy de acuerdo con Gotama. ¡Es imposible que el majestuoso no conozca el amor! ¡Él, que ha llegado a conocer todo lo humano en su carácter transitorio y vanidoso, y que a pesar de ello amó tanto a los seres humanos! ¡El, que empleó toda su larga y penosa vida únicamente para ayudarles, para enseñarles!

»También en Gotama, tu maestro, prefiero sus hechos antes que sus palabras. Sus actos y su vida me parecen más importantes que sus oraciones, el gesto de su mano es más interesante que sus opiniones. No veo su grandeza en el hablar, ni en el pensar, sino en sus obras y su existencia.

Durante mucho tiempo permanecieron callados los dos ancianos. Entonces Govinda dijo al despedirse:

-Te agradezco, Siddharta, que me hayas comunicado tus pensamientos. Por un lado son
extraños, y no todos los entendí de primera intención. Pero sea como sea, te lo agradezco y deseo que pases tus días en paz.

«Sin embargo -pensó para sus adentros-, este Siddharta es una persona extraña, habla de raras teorías y su doctrina me suena a locura. La del majestuoso se ve más clara, distinta, pura, comprensible; no contiene nada de rarezas, ni locuras o ridiculeces. Pero ya no me parecen tan distintos al majestuoso, las manos y los pies de Siddharta, ni su frente, su aliento, su sonrisa, su saludo, su manera de andar. Jamás nadie, después de que nuestro majestuoso buda entrara en el nirvana me obligó a exclamar: ¡Este es un santo! Sólo ante Gotama, y ahora ante Siddharta. Aunque su doctrina sea extraña y sus palabras suenen a locura, la mirada, la mano, la piel, el cabello, todo él respira una pureza, una tranquilidad, una serenidad y clemencia y santidad que no he visto en ningún otro hombre, después de la muerte de nuestro majestuoso profesor.»

Mientras Govinda pensaba así, en su corazón mantenía un conflicto, y de nuevo se sintió atraído a Siddharta por amor. Se inclinó profundamente ante aquel hombre que se hallaba sentado, lleno de serenidad.

-Siddharta -empezó-, hemos llegado a ser hombres viejos. Difícilmente en esta vida volveremos a encontrarnos. Veo, amigo, que has hallado la paz. Yo te confieso que no la he conseguido. ¡Dime, venerable, una palabra más! ¡Dame algo para el camino, algo que pueda entender y comprender! Concédeme algo para ese camino. Frecuentemente mi marcha es difícil y sombría, Siddharta.

Siddharta no pronunció palabra; le miró con sonrisa tranquila, siempre igual. Govinda clavó su vista fijamente en su rostro, con temor, con anhelo. Su mirada expresaba sufrimiento y una búsqueda eterna y un eterno rastrear.

Siddharta le observó y sonrió.

-¡ Acércate a mí! - susurró al oído de Govinda -. ¡Acércate a mí! ¡Así, más cerca! ¡Muy cerca! Y ahora, ¡besa mi frente, Govinda!

Y sucedió algo maravilloso mientras Govinda obedecía sus palabras, entre un presentimiento y el amor que le atraía: se le acercó mucho y rozó su frente con los labios. Todo ocurrió mientras sus pensamientos se ocupaban todavía de las extrañas palabras de Siddharta, mientras se esforzaba aún por quitar el tiempo en vano y con resistencia de sus pensamientos, y de imaginarse el nirvana y sansara como una misma cosa, a la vez que sentía desprecio por las palabras de su amigo y luchaba en su interior con un enorme respeto y amor. Así fue. Ya no contemplaba el rostro de su amigo Siddharta, sino que veía otras caras, muchas, una larga hilera, un río de rostros, de centenares, de miles de facciones; todas venían y pasaban, y sin embargo, parecía que todas desfilaban a la vez, que se renovaban continuamente, y que al mismo tiempo eran Siddharta. Observó la cara de un pez, de una carpa, con la boca abierta por un inmenso dolor, de un pez moribundo, con los ojos sin vida..., vio la cara de un niño recién nacido, encarnada y llena de arrugas, a punto de echarse a llorar..., divisó el rostro de un asesino, le acechó mientras hundía un cuchillo en el cuerpo de una persona..., y al instante vislumbró a este criminal arrodillado y maniatado, y cómo el verdugo le decapitó con un golpe de espada..., distinguió los cuerpos de hombres y mujeres desnudos y en posturas de lucha, en un amor frenético..., entrevió cadáveres quietos, fríos, vacíos..., reparó en cabezas de animales, de jabalíes, de cocodrilos, de elefantes, de toros, de pájaros..., observó a los dioses, reconoció a Krishna y Agni..., captó todas estas figuras y rostros en mil relaciones entre ellos, cada una en ayuda de la otra, amando, odiando, destruyendo y creando de nuevo. Cada figura era un querer morir, una confesión apasionada y dolorosa del carácter transitorio; pero ninguna moría, sólo cambiaban, siempre volvían a nacer con otro rostro nuevo, pero sin tiempo entre cara y cara... Y todas estas figuras descansaban, corrían, se creaban, flotaban, se reunían, y encima de todas ellas se mantenía continuamente algo débil, sin sustancia, pero a la vez existente, como un cristal fino o como hielo, como una piel transparente, una cáscara, un recipiente, un molde o una máscara de agua; y esa máscara sonreía, y se trataba del rostro sonriente de Siddharta, el que Govinda rozaba con sus labios en aquel momento.

Así vio Govinda esa sonrisa de la máscara, la sonrisa de la unidad por encima de las figuras, la sonrisa de la simultaneidad sobre las mil muertes y nacimientos; esa sonrisa de Siddharta era exactamente la misma del buda, serena, fina, impenetrable, quizá bondadosa, acaso irónica, siempre inteligente y múltiple, la sonrisa de Gotama que había contemplado cien veces con profundo respeto. Govinda lo sabía: así sonríen los que han alcanzado la perfección.

Sin saber si existía el tiempo, si había pasado un segundo o cien años, desconociendo si eran realidad un Gotama, un Siddharta, si vivía el yo y el tú, alcanzado su interior por una flecha divina cuya herida es dulce, encantado y roto su corazón..., Govinda permaneció todavía un tiempo inclinado sobre el rostro bronceado de Siddharta, el que besara hacía un momento, el que fuera escenario de todas las transformaciones, de todos los orígenes, de todo lo existente.

El rostro de Siddharta no había cambiado tras cerrarse en su superficie la profundidad y la multiplicidad; sonreía serena, suavemente, quizá muy bondadoso, acaso irónico, exactamente como había sonreído el majestuoso.

Govinda se inclinó profundamente: las lágrimas rodaron por sus mejillas arrugadas, sin que él siquiera lo notara; sintió como fuego su más profundo amor, su más modesta veneración en el alma. Se inclinó ante Siddharta casi hasta el suelo; Siddharta permanecía sentado, sin moverse, y su sonrisa recordaba que jamás había amado, que nunca en la vida había tenido algo que considerase valioso y sagrado.

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