DECIMOSÉPTIMA ENTREGA
Cuando se levantó, Vasudeva había preparado un poco de arroz. Pero Siddharta no comió.
Prepararon un lecho en el establo, donde se hallaba la cabra, y Vasudeva se marchó a dormir.
Siddharta, en cambio, salió y pasó toda la noche delante de la cabaña, escuchando al río que bañaba el pasado, rodeado a la vez de todos los tiempos de su vida. De vez en cuando, se acercaba a la puerta de la cabaña para saber si dormía el niño.
Muy pronto, de madrugada, aun antes de salir el sol, salió Vasudeva de la cuadra y se acercó a su amigo.
-No has dormido -le dijo.
-No, Vasudeva. He permanecido aquí y he escuchado la voz del río. Me ha dicho muchas cosas, me ha llenado profundamente con la idea de la unidad.
-Has sufrido, Siddharta, pero veo que la tristeza no ha entrado en tu corazón.
-No, amigo. ¿Cómo podría estar triste? Yo, que he sido rico y feliz, ahora lo soy todavía más. Me han regalado a mi hijo.
-Bien venido sea tu hijo. Pero ahora, Siddharta, empecemos a trabajar, pues hay mucho por hacer. Kamala ha muerto en el lecho en que murió mi esposa. También haremos fuego en la misma colina en que encendí la hoguera para mi mujer.
Y mientras el niño seguía dormido, levantaron la pira.
EL HIJO
El niño había presenciado el funeral de su madre con timidez y lloriqueos; asustado y sombrío había escuchado a Siddharta, que le saludaba como hijo y le daba la bienvenida a la choza de Vasudeva.
Durante varios días quiso permanecer en la colina de su madre muerta; se hallaba demacrado, sin apetito. Cerraba los ojos y el corazón; se rebelaba obstinadamente contra su destino.
Siddharta le trató con tacto y le dejó hacer: respetó su duelo. Comprendió Siddharta que su hijo no le conocía, y por lo tanto, no podía amarle como a un padre. Paulatinamente, también se dio cuenta de que ese niño, que ya tenía once años, era una personilla mimada, pues fue criado entre algodones, educado en las costumbres de los adinerados: comidas exquisitas, cama blanda, órdenes a los criados. Siddharta comprendió que entre sus hábitos y la pena, no podía contentarse de repente, con buena voluntad, ante la pobreza.
No le obligó a hacer nada, le sirvió paciente y le guardó siempre la mejor ración. Esperaba ganarle poco a poco, con amable paciencia.
Cuando llegó el niño, Siddharta se creyó rico y feliz. Sin embargo, al observar que el tiempo pasaba y el chico continuaba siendo extraño y sombrío, al ver que mostraba un corazón orgulloso y terco, que no quería trabajar ni respetar a los viejos, pero sí robar de los árboles frutas de Vasudeva, entonces Siddharta empezó a entender que con su hijo no le había llegado la paz y la felicidad, sino la pena y la preocupación.
No obstante, Siddharta amaba al muchacho, y prefería los disgustos del amor, a su anterior paz y felicidad sin el pequeño.
Desde que el joven Siddharta vivía en la cabaña, los viejos se habían tenido que repartir la tarea.
Vasudeva cumplía el deber de barquero, otra vez solo, y Siddharta hacía el trabajo de la vivienda y del campo, para mantenerse cerca de su hijo.
Durante mucho tiempo, incluso largos meses, Siddharta esperó inútilmente que su hijo le comprendiera, que aceptara su amor, que quizá le correspondiera. Vasudeva esperó durante muchos meses; confiaba y callaba. Un día el joven Siddharta vejó una vez más a su padre con su testarudez y sus caprichos, y le rompió dos fuentes de arroz; aquella noche, Vasudeva llamó a su amigo y habló con él.
-Perdóname -empezó-. Te hablo con el corazón de un amigo. Veo que tienes preocupaciones, problemas. Tu hijo amado te preocupa, y también me inquieta a mí. El joven pájaro está acostumbrado a otra vida, a otro nido. No se ha escapado, como tú, de la riqueza y de la ciudad por hastío o aburrimiento, sino que lo ha abandonado en contra de su voluntad. Pregunté al río, amigo; muchas veces le he interrogado. Pero la corriente se ríe de mí y de ti, y se burla de nuestra necedad. El agua quiere estar junto al agua, la juventud con la juventud. Tu hijo no se encuentra en el lugar apropiado para poder desarrollarse bien. ¡Pregunta también al río, y sigue su consejo!
Siddharta observó el amable semblante, en cuyos innumerables surcos se albergaba una continua serenidad.
-Pero, ¿puedo yo separarme de él? -preguntó Siddharta en voz baja, avergonzado-. ¡Deja que pase un tiempo, amigo! Mira, yo lucho por ganar el corazón de mi hijo, me esfuerzo con paciencia y amor, quiero conseguirlo. También el río llegará a hablarle a él.; también tiene vocación.
La sonrisa de Vasudeva se hizo más afectuosa.
-Pues claro, también el pequeño tiene vocación y sirve para la vida eterna. No obstante, ¿sabemos nosotros, tú y yo, qué vocación tiene, qué vida le espera, qué obras y qué sufrimientos? Sus dolores no serán pocos, ya que su corazón es orgulloso y duro, y esas personas tienen que sufrir mucho, equivocarse infinidad de veces, cometer innumerables injusticias, pecar una y otra vez. Dime, amigo, ¿no educas a tu hijo? ¿No le obligas? ¿No le pegas? ¿No le castigas?
-No, Vasudeva, no hago nada de eso.
-Me lo imaginaba. No le obligas, ni le pegas, ni le mandas, y es que sabes que lo blando es más fuerte que lo duro, que el agua es más potente que la roca, que el amor es más vigoroso que la violencia. Conforme, y te elogio. Sin embargo, ¿no te equivocas pensando que no le obligas ni castigas? ¿No te atas con tu amor? ¿No le avergüenzas día a día y le dificultas sus obras con tu bondad y paciencia? ¿No obligas al muchacho arrogante y mimado a vivir en una choza con dos viejos que se alimentan de plátanos y para los que un plato de arroz es un bocado exquisito?
Nuestros pensamientos nunca podrán ser los suyos, igual que nuestro corazón viejo y quieto lleva otra marcha, que no es la suya. ¿No crees que ya ha sido bastante castigado con todo ello?
Siddharta bajó la cabeza, consternado. En voz baja preguntó:
-¿Qué me aconsejas que debo hacer?
Vasudeva continuó:
-Llévale a la ciudad, a casa de su madre. Allá todavía estarán los criados; déjale con ellos. Y si no los hay, condúcelo a casa de un profesor, no por lo que le pueda enseñar, sino para que se halle junto a otros chicos y chicas de su edad, en ese mundo que es el suyo. ¿Nunca lo pensaste?
-Tú lees en mi corazón -repuso Siddharta-. A menudo lo pensé. Pero oye, ¿cómo puedo
trasladarlo a ese mundo, si tiene débil el corazón? ¿No se volverá disoluto, no se perderá entre los placeres y el poder? ¿No repetirá los errores de su padre? ¿No se hundirá para siempre en el sansara?
La sonrisa del barquero se iluminó. Suavemente oprimió el brazo de Siddharta y declaró:
- ¡Pregunta al río, amigo! ¡Escucha su risa! ¿Realmente crees que has cometido tú esas
necedades para ahorrárselas a tu hijo? ¿Acaso puedes protegerlo contra el sansara? ¿Y cómo? ¿Con la doctrina, con oraciones, advertencias? Amigo, ¿has olvidado totalmente aquella historia, la del hijo de un brahmán, llamado Siddharta, que me contaste aquí mismo? ¿Quién ha protegido del sansara al samana Siddharta? ¿Quién del pecado, de la codicia, de la necedad? ¿Le pudo custodiar la piedad de su padre, las advertencias de los profesores, sus propios conocimientos, su propia búsqueda? ¿Qué padre o qué profesor han conseguido evitar que él mismo viva la vida, se ensucie con la existencia, se cargue de culpabilidad, beba el brebaje amargo, encuentre su camino? Amigo, ¿acaso crees que ese camino se lo podías ahorrar a alguien? ¿Quizás a tu hijo, porque le amas y desearías ahorrarle penas, dolor y desilusiones? Aunque te murieras diez veces por él, no conseguirías apartarle lo más mínimo de su destino.
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