domingo

EL EXTRAÑO CASO DEL DR. JEKYLL Y MR. HYDE - ROBERT LOUIS STEVENSON


DÉCIMA ENTREGA

CAPÍTULO VIII: LA ÚLTIMA NOCHE (2)

-Y bien -dijo Utterson-. Y si así lo creéis, mi obligación es ir al fondo de las cosas. En cuanto entiendo respetar la voluntad de vuestro amo, en cuanto su carta parece probar que está todavía vivo, es mi obligación echar abajo esa puerta.

-¡Ah, así se habla! -gritó el mayordomo.

-Pero veamos. ¿Quién la va a echar abajo?

-Pues bien, vos y yo, señor -fue la firme respuesta.

-Muy bien dicho -replicó el notario-. Y suceda lo que suceda, Poole, no tendréis nada de que arrepentiros.

-En la sala anatómica hay un hacha -continuó el mayordomo-, y vos podríais coger el atizador.

El notario agarró con la mano ese rústico y fuerte instrumento y lo sopesó.

-¿Sabéis, Poole -dijo levantando la cabeza-, que nos enfrentamos a un cierto peligro?

-Sí, señor, lo sé.

-Entonces hablemos con franqueza. Los dos pensamos más de lo que hemos dicho.

-¿Habéis reconocido a esa figura enmascarada que habéis visto?

-Mirad. Ha desaparecido tan de prisa, y corría tan encorvada, que no podría realmente juraros... Pero, si me preguntáis si creo que fuese el señor Hyde, entonces tengo que deciros que sí. Tenía el mismo cuerpo y el mismo estilo ágil de moverse. ¿Y después de todo quién, si no él, habría podido entrar por la puerta del laboratorio? No hay que olvidar que cuando asesinó a Sir Danvers tenía aún la llave. Pero no es eso todo. ¿No sé si vos, señor Utterson, os habéis encontrado con el señor Hyde?

-Sí -dijo el notario-. He hablado con él una vez.

-Entonces os habréis dado cuenta, como todos nosotros, de que tenía algo de horriblemente..., no sé cómo decir..., algo que os helaba la médula.

-Sí, debo decir que también yo he tenido una sensación de ese tipo.

-Vale, señor. Pues bien, cuando esa cosa enmascarada, que estaba allí rebuscando entre las cajas, se marchó como un mono y desapareció en la habitación de arriba, yo sentí que me corría por la espalda un escalofrío de hielo. ¡Ah, ya sé que no es una prueba, señor Utterson, pero un hombre sabe lo que siente, y yo juraría sobre la Biblia que ése era él señor Hyde!

-Tengo miedo que tengáis razón -dijo Utterson-. Ese maldito vínculo, nacido del mal, no podía llevar más que a otro mal. Ya, por desgracia, os creo. También yo pienso que el pobre Harry ha sido asesinado y que el asesino está todavía en esa habitación, Dios sabe por qué. Pues bien, que nuestro nombre sea venganza. Llamad a Bradshaw.

El camarero llegó nervioso y palidísimo.

-¡Tranquilizaos, Bradshaw! -dijo el notario-. Esta espera os ha sometido a todos a una dura prueba, lo entiendo, pero ya hemos decidido terminar. Poole y yo iremos al laboratorio y forzaremos esa puerta. Si nos equivocamos, tengo anchas espaldas para responder de todo. Pero mientras tanto, si por caso en realidad se ha cometido un crimen y el criminal intenta huir por la puerta de atrás, vos y el muchacho de cocina id allí y colocaos de guardia con dos buenos garrotes. Os damos diez minutos para alcanzar vuestros puestos -concluyó mirando el reloj-. Y nosotros vayamos a los nuestros -dijo luego a Poole, retomando el atizador y saliendo el primero al patio.

Nubes más densas tapaban la luna, la noche se había oscurecido, y el viento, que en la profundidad del patio llegaba sólo a ráfagas, hacía que la llama de la vela oscilase. Llegados por fin a cubierto en el laboratorio, los dos se sentaron en muda espera. Londres hacía oír alrededor su sordo murmullo, pero en el laboratorio todo era silencio, a excepción de un rumor de pasos que iban de arriba abajo en la habitación de arriba.

-Así pasea todo el día, señor -murmuró Poole-, y también durante casi toda la noche.

Sólo cuando le traía una muestra de esas tenía un poco de reposo. ¡Ah, no hay peor enemigo del sueño que la mala conciencia! ¡Hay sangre derramada en cada uno de esos pasos! Pero escuchad bien, escuchad mejor, señor Utterson, y decidme: ¿Son los pasos del doctor?

Los pasos, aunque lentos, eran extrañamente elásticos y ligeros, bien distintos de esos seguros y pesados de Henry Jekyll.

-¿Y no habéis oído nada más? -preguntó el notario.
Poole admitió.

-Una vez -susurró-, una vez le he oído llorar.

-¿Llorar? -dijo Utterson sintiendo llenarse de nuevo horror-. ¿Cómo?

-Llorar como una mujer, como un alma en pena- dijo el mayordomo-. Tanto que, cuando me fui, casi lloraba también yo, por el peso que tenía en el corazón.

Casi habían pasado los diez minutos. Poole agarró el hacha de un montón de paja de embalaje, puso la vela de forma que alumbrase la puerta, y ambos, encima de la escalera, se acercaron conteniendo la respiración, mientras los pasos seguían de arriba abajo, de abajo arriba, en el silencio de la noche.

-¡Jekyll, pido verte! -gritó fuerte Utterson.

Y después de haber esperado una respuesta que no llegó, continuó-: Te advierto que ya sospechamos lo peor, por lo que tengo que verte, y te veré o por las buenas o por las malas. ¡Abre!

-¡Utterson, por el amor de Dios, ten piedad! -dijo la voz.

-¡Ah, éste no es Jekyll -gritó el notario-, ésta es la voz de Hyde! ¡Abajo la puerta, Poole!

Poole levantó el hacha y lanzó un golpe que retronó en toda la casa, arrancando casi la puerta de los goznes y de la cerradura. De dentro vino un grito horrible, de puro terror animal.

De nuevo cayó el hacha, y de nuevo la puerta pareció saltar del marco. Pero la madera era gruesa, los herrajes muy sólidos, y sólo al quinto golpe la puerta arrancada cayó hacia dentro sobre la alfombra.

Los sitiadores se retrajeron un poco, impresionados por su propia bulla y por el silencio total que siguió, antes de mirar dentro. La habitación estaba alumbrada por la luz tranquila de la vela, y un buen fuego ardía en la chimenea, donde la tetera silbaba su débil motivo. Un par de cajones estaban abiertos, pero los papeles estaban en orden en el escritorio, y en el rincón junto al fuego estaba preparada una mesita para el té. Se podría hablar de la habitación más tranquila de Londres, e incluso de la más normal, aparte los armarios de cristales con sus aparatos de química.

Pero allí en medio, en el suelo, yacía el cuerpo dolorosamente contraído y aún palpitante de un hombre. Los dos se acercaron de puntillas y, cautamente, lo dieron vuelta sobre la espalda: era Hyde. El hombre vestía un traje demasiado grande para él, un traje de la talla de Jekyll, y los músculos de la cara todavía le temblaban como por una apariencia de vida. Pero la vida ya se había ido, y por la ampolla rota en la mano contraída, por el olor a almendras amargas en el aire, Utterson supo que estaba mirando el cadáver de un suicida.

-Hemos llegado demasiado tarde -dijo bruscamente- tanto para salvar como para castigar. Hyde se ha ido a rendir cuentas, Poole, y a nosotros no nos queda más que encontrar el cuerpo de vuestro amo.

El edificio comprendía fundamentalmente la sala anatómica, que ocupaba casi toda la planta baja y recibía luz por una cristalera en el techo, mientras la habitación de arriba formaba un primer piso por la parte del patio. Entre la sala anatómica y la puerta de la calle había un corto pasillo, que comunicaba con la habitación de arriba mediante una segunda rampa de escaleras.

Luego había varios trasteros y un amplio sótano. Todo esto, ahora, se registró a fondo. Para los trasteros bastó un vistazo, porque estaban vacíos y, a juzgar por el polvo, nadie los había abierto desde hacía tiempo. En cuanto al sótano, estaba lleno de trastos, ciertamente de tiempos del cirujano que lo había habitado antes que Jekyll; y, de todas formas, se comprendió en seguida que buscar allí era inútil por el tapiz de telarañas que bloqueaba la escalera. Pero no se encontraron en ningún sitio rastros de Jekyll ni vivo ni muerto.

Poole pegó con el pie en las losas del pasillo.

-Debe estar sepultado aquí -dijo escuchando a ver si el suelo resonaba a vacío.- ¿Puede haber huido por allí -dijo Utterson indicando la puerta de la calle.

Se acercaron a examinarla y la encontraron cerrada con llave. La llave no estaba, pero luego la vieron en el suelo allí cerca, ya oxidada. Poole la recogió.

-Tiene pinta de que no la han usado hace mucho -dijo el notario.

-¿Usado? -dijo Poole-. Si está rota, señor, ¿no lo veis? ¡Como si la hubieran pisoteado!

-También la rotura está oxidada -observó el otro.

Los dos se quedaron mirándose asustados.

-Esto supera toda comprensión. Volvamos arriba, Poole -dijo por fin Utterson.

Subieron en silencio y, con una mirada amedrentada al cadáver, procedieron a un examen más minucioso de la habitación. En un banco encontraron los restos de un experimento químico, con montoncitos de sal blanca ya dosificados en distintos tubos y que se habían quedado allí, como si el experimento hubiese sido interrumpido.

-Es la misma sustancia que le he traído siempre -dijo Poole.

En ese momento, con rumor que les hizo estremecer, el agua hirviendo rebosó la tetera, atrayéndoles junto al fuego. Aquí estaba todo preparado para el té en la mesita cerca del sillón; estaba hasta el azúcar en la taza. En la misma mesa había un libro abierto, cogido de una estantería cercana, y Utterson lo hojeó desconcertado: era un libro de devoción que Jekyll le había comentado que le gustaba, y que llevaba en sus márgenes increíbles blasfemias de su puño y letra.

Continuando su inspección, los dos llegaron ante el alto espejo inclinable, y se pararon a mirar con instintivo horror en sus profundidades.

Pero el espejo, en su ángulo, reflejaba sólo el rojizo juego de resplandores del techo, el centelleo del fuego cien veces repetido en los cristales de los armarios, y sus mismos rostros pálidos y asustados, agachados a mirar.

-Este espejo debe haber visto cosas extrañas, señor -susurró Poole con voz atemorizada.

-Pero ninguna más extraña que él mismo -dijo el notario en el mismo tono-. Pues Jekyll, ¿para qué...?

Se interrumpió, como asustado de su misma pregunta.

-Pues Jekyll -añadió -, ¿para qué lo quería aquí?

-Es lo que quisiera saber también yo, señor -dijo Poole.

Pasaron a examinar el escritorio. Aquí, entre los papeles bien ordenados, había un sobre grande con este rótulo de puño y letra del médico: "Para el Sr. Utterson". El notario lo abrió y sacó una hoja, mientras otra hoja y un sobre lacrado se caían al suelo.

La hoja era un testamento, y estaba redactado en los mismos términos excéntricos del que Utterson le había devuelto seis meses antes, o sea, debía servir de testamento en caso de muerte, y como acto de donación en caso de desaparición. Pero, en lugar de Edward Hyde, como nombre del beneficiario, el notario tuvo la sorpresa de leer: Gabriel John Utterson. Miró asustado a Poole, luego de nuevo la hoja y por fin al cadáver en el suelo.

-No entiendo -dijo-. ¡Ha estado aquí todo este tiempo, libre de hacer lo que quisiera, y no ha destruido este documento! Y sin embargo debe haber tragado rabia, porque yo más bien no le caía bien.

Recogió la otra hoja, una nota escrita también de puño y letra de Jekyll.

-¡Ah, Poole, estaba vivo y hoy estaba aquí! -gritó leyendo la fecha-. ¡No han podido matarlo y haberlo hecho desaparecer en tan poco tiempo, debe estar vivo, debe haber huido! ¿Huir por qué? ¿Y cómo? ¿Y no podría darse el caso que en realidad no haya sido un suicidio? ¡Ah, tenemos que estar muy atentos! ¡Podríamos encontrar a vuestro amo metido en un lío terrible!

-¿Por qué no leéis la nota, señor?

-Porque tengo miedo -dijo pensativo Utterson-. ¡Quiera Dios que no haya razón alguna!

Y puso los ojos en el papel, que decía:

Querido Utterson:
Cuando leas estas líneas yo habré desaparecido. No sé prever con precisión, cuándo, pero mi instinto, las mismas circunstancias de la indescriptible situación en la que me encuentro me dicen que el final es seguro y que no podrá tardar. Tú, en primer lugar, lee tu carta que Lanyon me dijo que te había escrito. Y si luego tienes todavía ganas de saber más, lee la confesión de tu indigno y desgraciado amigo HENRY JEKYLL.

-¿No había alguna cosa más? -preguntó Utterson cuando lo leyó.

-Esto, señor -dijo Poole, entregando un sobre lacrado en varios puntos.

El notario metió en el bolso el sobre y dobló la nota.

-No diré nada de esta nota -recomendó-. Si vuestro amo ha escapado y está muerto, podremos al menos salvar su reputación. Ahora son las diez. Voy a casa a leer estos documentos con calma, pero volveré antes de medianoche. Y entonces pensaremos si conviene llamar a la policía.

Salieron y cerraron tras sí la puerta del laboratorio. Luego Utterson, dejando de nuevo todo el servicio reunido en el atrio, volvió a pie a su casa, para leer los documentos que habrían aclarado el misterio.

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