(Versión castellana de DIORKI)
DÉCIMA ENTREGA
SEGUNDA FASE: LA VIDA EN EL CAMPO
La apatía, el principal síntoma de la segunda fase, era un mecanismo necesario de autodefensa. La realidad se desdibujaba y todos nuestros esfuerzos y todas nuestras emociones se centraban en una tarea: la conservación de nuestras vidas y la de otros compañeros. Era típico oír a los prisioneros, cuando al atardecer los conducían como rebaños de vuelta al campo desde sus lugares de trabajo, respirar con alivio y decir: "Bueno, ya pasó el día."
Los sueños de los prisioneros
Fácilmente se comprende que un estado tal de tensión junto con la constante necesidad de concentrarse en la tarea de estar vivos, forzaba la vida íntima del prisionero a descender a un nivel primitivo. Algunos de mis colegas del campo, que habían estudiado psicoanálisis, solían hablar de la "regresión" del internado en el campo: una retirada a una forma más primitiva de vida mental. Sus apetencias y deseos se hacían obvios en sus sueños.
Pero, ¿con qué soñaban los prisioneros? Con pan, pasteles, cigarrillos y baños de agua templada. El no tener satisfechos esos simples deseos les empujaba a buscar en los sueños su cumplimiento. Si estos sueños eran o no beneficiosos ya es otra cuestión; el soñador tenía que despertar de ellos y ponerse en la realidad de la vida en el campo y del terrible contraste entre ésta y sus ilusiones.
Nunca olvidaré una noche en la que me despertaron los gemidos de un prisionero amigo, que se agitaba en sueños, obviamente víctima de una horrible pesadilla. Dado que desde siempre me he sentido especialmente dolorido por las personas que padecen pesadillas angustiosas, quise despertar al pobre hombre. Y de pronto retiré la mano que estaba a punto de sacudirle, asustado de lo que iba a hacer. Comprendí en seguida de una forma vivida, que ningún sueño, por horrible que fuera, podía ser tan malo como la realidad del campo que nos rodeaba y a la que estaba a punto de devolverle.
El hambre
Debido al alto grado de desnutrición que los prisioneros sufrían, era natural que el deseo de procurarse alimentos fuera el instinto más primitivo en torno al cual se centraba la vida mental. Observemos a la mayoría de los prisioneros que trabajan uno junto a otro y a quienes, por una vez, no vigilan de cerca. Inmediatamente empiezan a hablar sobre la comida. Un prisionero le pregunta al que trabaja junto a él en la zanja cuál es su plato preferido. Intercambiarán recetas y planearán un menú para el día en que se reúnan: el día de un futuro distante en que sean liberados y regresen a casa. Y así seguirán y seguirán, describiendo con todo detalle, hasta que de pronto una advertencia se irá transmitiendo, normalmente en forma de consigna o número de contraseña: "el guardia se acerca".
Siempre consideré las charlas sobre comida muy peligrosas. ¿Acaso no es una equivocación provocar al organismo con aquellas descripciones tan detalladas y delicadas cuando ya ha conseguido adaptarse de algún modo a las ínfimas raciones y a las escasas calorías? Aunque de momento puedan parecer un alivio psicológico, se trata de una ilusión, que psicológicamente, y sin ninguna duda, no está exenta de peligro.
Durante la última parte de nuestro encarcelamiento, la dieta diaria consistía en una única ración de sopa aguada y un pequeñísimo pedazo de pan. Se nos repartía, además, una "entrega extra" consistente en 20 gr de margarina o una rodaja de salchicha de baja calidad o un pequeño trozo de queso o una pizca de algo que pretendía ser miel o una cucharada de jalea aguada, cada día una cosa. Una dieta absolutamente inapropiada en cuanto a calorías, sobre todo teniendo en cuenta nuestro pesado trabajo manual y nuestra continua exposición a la intemperie con ropas inadecuadas.
Los enfermos que "necesitaban cuidados especiales" -es decir, a los que permitían quedarse en el barracón en vez de ir a trabajar- estaban todavía en peores condiciones. Cuando desaparecieron por completo las últimas capas de grasa subcutánea y parecíamos esqueletos disfrazados con pellejos y andrajos, comenzamos a observar cómo nuestros cuerpos se devoraban a sí mismos. El organismo digería sus propias proteínas y los músculos desaparecían; al cuerpo no le quedaba ningún poder de resistencia. Uno tras otro, los miembros de nuestra pequeña comunidad del barracón morían. Cada uno de nosotros podía calcular con toda precisión quién sería el próximo y cuándo le tocaría a él. Tras muchas observaciones conocíamos bien los síntomas, lo que hacía que nuestros pronósticos fuesen siempre acertados. "No va a durar mucho", o "él es el próximo" nos susurrábamos entre nosotros, y cuando en el curso de nuestra diaria búsqueda de piojos, veíamos nuestros propios cuerpos desnudos, llegada la noche, pensábamos algo así: Este cuerpo, mi cuerpo, es ya un cadáver, ¿qué ha sido de mí? No soy más que una pequeña parte de una gran masa de carne humana... de una masa encerrada tras la alambrada de espinas, agolpada en unos cuantos barracones de tierra. Una masa de la cual día tras día va descomponiéndose un porcentaje porque ya no tiene vida.
Ya he mencionado hasta qué punto no se podían olvidar los pensamientos sobre platos favoritos que se introducían a la fuerza en la conciencia del prisionero, en cuanto tenía un instante de asueto. Tal vez pueda entenderse, pues, que aun el más fuerte de nosotros soñara con un futuro en el que tendría buenos alimentos y en cantidad, no por el hecho de la comida en sí, sino por el gusto de saber que la existencia infrahumana que nos hacía incapaces de pensar en otra cosa que no fuera comida se acabaría por fin de una vez.
Los que no hayan pasado por una experiencia similar difícilmente pueden concebir el conflicto mental destructor del alma ni los conflictos de la fuerza de voluntad que experimenta un hombre hambriento. Difícilmente pueden aprehender lo que significa permanecer de pie cavando una trinchera, sin oír otra cosa que la sirena anunciando las 9,30 o las 10 de la mañana -la media hora de descanso para almorzar- cuando se repartía el pan (si es que lo había); preguntando una y otra vez al capitán -si éste no era un tipo excesivamente desagradable- qué hora era; tocar después con cariño un trozo de pan en el bolsillo, cogiéndolo primero con los dedos helados, sin guantes, partiendo después una migaja, llevársela a la boca para, finalmente, con un último esfuerzo de voluntad, guardársela otra vez en el bolsillo, prometiéndose a uno mismo aquella mañana que lo conservaría hasta mediodía.
Podíamos sostener discusiones inacabables sobre la sensatez o insensatez de los métodos utilizados para conservar la ración diaria de pan que durante la última época de
nuestro confinamiento sólo se nos entregaba una vez al día. Había dos escuelas de pensamiento: una era partidaria de comerse la ración de pan inmediatamente. Esto tenía la doble ventaja de satisfacer los peores retortijones del hambre, los más dolorosos, durante un breve período de tiempo, al menos una vez al día, e impedía posibles robos o la pérdida de la ración. El segundo grupo sostenía que era mejor dividir la porción y utilizaba diversos argumentos. Finalmente yo engrosé las filas de este último grupo.
El momento más terrible de las 24 horas de la vida en un campo de concentración era el despertar, cuando, todavía de noche, los tres agudos pitidos de un silbato nos arrancaban
sin piedad de nuestro dormir exhausto y de las añoranzas de nuestros sueños.
Empezábamos entonces a luchar con nuestros zapatos mojados en los que a duras penas podíamos meter los pies, llagados e hinchados por el edema. Y entonces venían los lamentos y quejidos de costumbre por los pequeños fastidios, tales como enganchar los alambres que reemplazaban a los cordones. Una mañana vi a un prisionero, al que tenía por valiente y digno, llorar como un crío porque tenía que ir por los caminos nevados con los pies desnudos, al haberse encogido sus zapatos demasiado como para poderlos llevar. En aquellos fatales minutos yo gozaba de un mínimo alivio; me sacaba del bolsillo un trozo de pan que había guardado la noche anterior y lo masticaba absorto en un puro deleite.
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