viernes

LEON CHESTOV - KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL


(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora

TRIGESIMOQUINTA ENTREGA

XIII

LA LÓGICA Y EL TRUENO (4)

Se sabe que, irritado por la miseria y la maldad de las gentes en cuya casa, de niño, trabajaba, el padre de Kierkegaard había lanzado maldiciones contra Dios (1). El anciano no quiso o no pudo ocultar a sus hijos este terrible acontecimiento, y el recuerdo del pecado de su padre persiguió a Sören durante toda su vida como si hubiese sido suyo. Y no sólo no discutía con Dios, que le imponía la responsabilidad de un acto que no había cometido, sino que ni siquiera quería admitir la posibilidad de una discusión. “La vida confirma con voz alta y comprensible lo que nos ha enseñado la Escritura: que Dios pide cuentas a los hijos de los pecados de los padres hasta la tercera generación. Y en vano intentan algunos eludir el horror de esta declaración por medio de una fútil habladuría, afirmando que se trata de una doctrina judaica. El cristianismo no ha pretendido nunca que haya colocado al hombre en una situación privilegiada, permitiéndole volver a tomar en su principio todas las cosas exteriores.” Y así ocurre siempre en Kierkegaard: allí donde el sentido común y la “justicia natural” se rebelan contra esa “realidad terrible”, contra ese “trueno divino” que nos llegan a través de las páginas de la Biblia, es precisamente allí donde el pensamiento de Kierkegaard descubre lo que el hombre más necesita, “lo único necesario”.

Es evidentemente muy tentador echar por la borda a Kierkegaard y todos sus descubrimientos poniendo de relieve su excesiva sensibilidad, constante compañera de las perturbaciones nerviosas. Si aplicamos al pensamiento de Kierkegaard nuestros criterios habituales, no quedará gran cosa del filósofo danés. Nos es fácil entonces descartar todas las cosas horribles que ha vivido. ¿No nos ha declarado él mismo que los hombres no pueden soportar lo que les dicen la locura y la muerte? Y en cierto sentido, en el sentido “práctico”, los hombres tienen acaso razón. Pero no disponen de las fuerzas necesarias para hacer callar a la locura y a la muerte. Pueden ser rechazadas durante algún tiempo, pero al final regresarán. Y entonces volverán a las andadas, plantearán otra vez a los hombres los problemas que habrían preferido olvidar para siempre. Kierkegaard sabía todo esto: “Me horrorizan -escribía en las Etapas del camino de la vida- los eclesiásticos atareados o los consejeros laicos que quieren protegernos contra el miedo a lo terrible. Claro está que quien juzgue importante arreglar algún asunto en este mundo finito… hará bien en olvidar lo terrible… Pero el que se proponga tareas religiosas deberá abrir su alma a lo terrible.”

En efecto, lo religioso se une a lo terrible por misteriosos vínculos. Esto no era tampoco un secreto para los griegos: Platón definía a la filosofía como un ejercicio para la muerte, y el enigmático Hegesías de que Kierkegaard nos habla estaba más cerca de Platón de lo que suele creerse. Kierkegaard llegaba hasta a considerarlo como una especie de precursor de San Bernardo de Clairvaux. Pero (y aquí volvemos a la cuestión fundamental), ¿qué deben hacer los hombres ante los horrores del ser? Los griegos buscaban la salvación en la purificación que nos libra de lo pasajero y de lo finito, destinado por su misma esencia a la muerte. Los griegos consideraban como locura cualquier tentativa de rebelión contra la Necesidad, la cual llega inclusive a dominar a los dioses. Su sabiduría conducía a la renuncia, fuera de la cual no veía ninguna salida para el hombre. Para Kierkegaard, la sabiduría griega es inadmisible. Kierkegaard quería pensar, quería que todo el mundo pensase que la Necesidad no existe para Dios. Y, sin embargo, en nombre del cristianismo llamaba a los hombres a la bienaventuranza de la purificación. Mas por razones misteriosas, contrariamente a los griegos y a la inmensa y aplastante mayoría de los predicadores cristianos de la renuncia, pintaba esa “bienaventuranza” de los hombres subsiguientes a la purificación con colores tan siniestros y lúgubres, que sus más fervientes admiradores se sentían presa del temor, de un temor no respetuoso, sino casi animal, físico.

Kierkegaard era incapaz de detenerse a medio camino, en esos “más o menos” tras los cuales los hombres suelen esconderse con el fin de escapar a los llamados y a los enigmas del ser. Si la Necesidad es increada, si no existe ninguna instancia superior a ella, no sólo la bienaventuranza que el cristianismo promete a los hombres será peor que las más espantosas torturas que haya podido imaginar una fantasía delirante, sino que ni siquiera valdrá más la bienaventuranza divina. La vida de Cristo, lo mismo que la de Sören Kierkegaard, es, desde el comienzo al fin, un amor desdichado. También en el alma de Cristo, hijo único de Dios, habita una “taciturna desesperación”. La misma maldición que pesa sobre los hombres pesa sobre Él: es importante, quiere, pero no puede, extiende la mano hacia el árbol de la vida, pero recoge los frutos del árbol de la ciencia, y todo lo real se transforma en una sombra, que le escapa siempre. No hay otra salida: hay que aceptar la impotencia de los hombres, hay que aceptar la impotencia de Dios y ver en ella la bienaventuranza. No hay que lamentar los horrores de la existencia; hay que bsucarlos como los ha buscado Dios, que justamente para alcanzar tal fin ha tomado forma humana. La inmortalidad y la vida eterna sólo se encuentran en lo ético. Todo está dominado por la idea del sacrificio voluntario y no por la idea que inspiraba a Abraham cuando levantó su cuchillo sobre Isaac: Abraham creía que, aun cuando matase a su hijo, éste le sería devuelto, pues nada es imposible para Dios. Semejante sacrificio place a Dios, pero la ética jamás consentirá en aceptarlo. La ética, orgullosa de su impotencia, prohíbe al hombre que piense en un Dios para el cual todo es posible. Abraham debe sacrificar su hijo a un Dios a quien, lo mismo que a los hombres, le es absolutamente imposible resucitar a un muerto. Dios puede derramar lágrimas, lamentarse, pero es incapaz de hacer nada. Y no hace falta más, pues el amor y la misericordia surgen únicamente con toda su inmaculada pureza cuando están condenados a la inacción.

Notas

1) En su Diario (I, 238), Kierkegaard nos cuenta así la narración de su padre: “¡Qué cosa atroz sucedió a ese hombre que, todavía niño, un día que guardaba ovejas en las llanuras de Jutlandia, después de haber sufrido mucho, hambriento y miserable, subió a una colina y maldijo a Dios! Este hombre no pudo olvidar este hecho, ni siquiera a los ochenta y dos años.”

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+