PARA LEER DEBAJO DE UN SICOMORO
SÉPTIMA ENTREGA
3 / ME DEFIENDO Y DIGO: SOY MOLUSCO (1)
Diga: ¿cómo ve el mar?
El planeta es el ojo. El mar es la pupila con que el ojo mira al universo y a su ampulosa eternidad. El agua es el líquido acuoso sentado sobre un cojinete de tejidos conjuntivos, al cual entra la luz haciendo piruetas invertidas. Miramos con el agua, aguzo el agua y veo una eventual e inexplorada soledad que se aleja y “Alcanza -escribió Apollinaire- el récord del mundo en altura.” Me inclino sobre mi balcón existencial, es decir, el Malecón, y ambos, él y yo, damos con nuestros pechos a esa inmensidad salada donde intuimos peces, tridentes, sargazos y náufragos de diversas estirpes, todos en el coro, con sus pulmones y carrillos inflados, porque cantan La Bayamesa o La Marsellesa o cualquier inspirado himno del ahogado.
Retornar al mar, como lo hacen los náufragos, es la manera única de no quedar huérfanos. Las algas levantan la plenitud de sus brazos y recogen al hijo pródigo. El coral es un seno, aunque pétreo, que se acomoda el labio del primogénito. El mar acuna. El légamo entona canciones de cuna. El mar nos pare y nos agota su maternidad. Al encaminarnos al litoral, recuperamos la patria con un movimiento de pie. Valéry, extraviado, afirmó que “Felices son los muertos en la tierra que los entibia y seca de misterios.” No estoy del todo con el francés. Más bien pienso que felices los muertos en el agua, porque no hay tibieza ni resguardo como el del útero materno. Casal imploraba, ciertamente desconcertado y ciertamente abatido: “Oh, ninfas de la mar, no hagáis que acate de Zeus el cobarde poderío.” Y rogaba, saco mi cuenta, porque esas múltiples criaturas son algo más que altares: son todas las madres tiernas y salobres dispuestas siempre a parirnos nuevamente.
Lezama: ¿le gusta el océano para bañarse?
Soy piel, también soy piel. ¿A quién no le gusta que le acaricien los tobillos? Por el agua del mar, ¿no? anda Moby Dick, la ballena pálida y picapleitos, mi parigual, dándose frescazos, dándose bañuras literarias. ¿No puedo aspirar a esas golosinas? En cuanto a golosinas soy un picaflor, siempre que no me obliguen al delantal y los carbones. Lo difícil sería saber si al mar, tan refinado, le gusto yo, que soy pez sin cola y apenas coordino con mis instintos natatorios. Nado peor. Soy un asco de criatura pelágica, alguien sin siquiera escamas anteriores o interiores. Qué ajeno permanezco a una aleta dorsal o anal. Hundirme y tragar agua no es mi destino en brazos de la madre. Gustarme, me gusta. Gustarme, me encanta. Y de alguna manera esas aguas son mías, como yo soy de ellas. Pero el hombre no debe someterse manso a las leyes ordinarias, sobre todo cuando la razón o la sinrazón lo acompañan. Amigo, ¿qué haría yo en short o en trusa, llevándole 150 kilos de carne al océano?
Tampoco lo imagino, Lezama, en la proa de una nave cruzando mares. ¿Es que no reúne usted requisitos de navegante, son prejuicios míos, o que lo diviso siempre a bordo de ese sillón tranquilo, sin derivas ni apenas balanceos?
No crea. Como todo muchacho, como todo adolescente, como todo hombre soñador, he soñado. Por ejemplo, ser vikingo con el hacha al hombro oteando horizontes azules. Me hubiese gustado carenar en el navío de los hermanos Pinzón, porque lo nuevo o la novedad me arrastra como una marejada. Carezco de pulmones de navegante, pero cómo me saca afuera el lobo cualquier brisita marinera. Pero mi sillón del sosiego es también mi sillón del desasosiego. ¿Cree que la velocidad del sillón es de cuatro milímetros por siglo? Pues no: es un sillón persa, primo hermano de las vertiginosas alfombras persas. Hace hasta once mil kilómetros por hora, suficiente para vencer la gravedad del letargo.
Vamos a hervir con los prodigios. Observe, mire, zas: deambulo ya por los Jardines Colgantes de Babilonia, la gran Babel, y es primavera, época en que las crosandras abren sus flores amarillas y la estrelitzia riega el color naranja y luce su erecta cresta azul. ¿Es necesario que cuente cómo la vellosina pare campanas simétricas y violetas? Y ahora, prampán, hago girar el timón sumergido del Nautilus y me acomodo para contemplar mejor y más a esos lutjanidaes, es decir, pargos, y escrutar sus hábitos demersales y neríticos. ¿Otra demostración? Se acerca un cardumen de cornudas, con sus bocas erizadas de dientes: ¿Hablamos de pasta dental o de su condición de vivíparas? No llevo remo ni me dan los pulmones para pulsarlo. Soy un navegante no semoviente con arpones sedentarios: timón de palabras y una popa de imágenes. Pero navegante en fin, porque no hay más destino que navegar y navegar. O vivir y vivir. Y todo eso con furia inalterable y tranquila, porque nada me mata más que permanecer inmóvil dos segundos en la fragilidad de esta salita mía. Y ahora, páseme los fósforos o la fosforera.
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