domingo

EDITH ARON: “LA MAGA” DE “RAYUELA”



MODELO PARA ARMAR
por Juan Cruz
Detrás de La Maga, el inolvidable personaje de Julio Cortázar, hay una mujer de carne y hueso: se llama Edith Aron, vive en Londres, es escritora y traductora y a los 81 años recuerda con lujo de detalles al hombre alto, dueño de una erre extraña, que conoció en 1950 en viaje hacia París, tocando tangos a cuatro manos en un piano de barco.
Fuimos a Londres a buscar a La Maga de Rayuela y nos encontramos con Edith Aron, una mujer de carne y hueso sobre cuya historia pasa el siglo, con su carga terrible de diáspora y paradoja. Nacida en el Sarre, emigró con su madre a Argentina y desde allí asistió a la desolación de la guerra mundial y al exterminio de muchos de los suyos. Una vez vislumbró a Julio Cortázar en Buenos Aires, y luego hizo con él, sin que ninguno de los dos supiera del encuentro, el viaje en el barco que la devolvió a Europa, al Sarre y a París; era en torno a 1950 y allí coincidió otra vez con Cortázar y vivieron juntos muchas de las situaciones que el escritor novela en Rayuela. Pero apenas nos sentamos a la mesa de su apartamento del barrio de Saint Johns Wood, el pasado 4 de septiembre, el día en que ella cumplía 81 años, dijo: “Conste que yo no soy La Maga”.

Aron es escritora, ha publicado varios libros en alemán, tradujo durante algunos años la obra de Cortázar a ese idioma, y conservó con él una amistad que se revalidó al menos hasta 1979, cuando se encontraron –por casualidad una vez y a propósito en otra ocasión– en el metro londinense y luego en este mismo apartamento del norte de Londres. Era una amistad difícil ya: se había interrumpido porque Cortázar no quiso que ella siguiera traduciéndolo, un trauma del que da la impresión que ella nunca se ha recuperado. Sin embargo, el indudable afecto perenne no sólo se transparenta en las palabras –para Julio y para Aurora Bernárdez, su ex mujer, a la que dedica grandes elogios–, sino en la memorabilia cortazariana: libros, recortes, recuerdos, incluso alguna carta inédita que ella nunca le envió.


Entonces, ¿quién es usted?

Nací en el Sarre hace hoy 81 años. Entonces el Sarre era un Estado, hablábamos francés y el dinero también era francés; el idioma era el alemán, pero todos aprendimos francés... Vivíamos en una ciudad muy pequeña, Homburg, en una comunidad judío-alemana muy simpática. Fue una infancia muy buena, hacíamos juegos maravillosos que aún hoy me hacen reír... Un día, era 1933, mi padre llegó a casa y dijo que Hitler había ganado. Eso fue el comienzo... Mis padres se separaron, y mi madre decidió marcharse a Argentina, donde tenía un tío que era dentista. Mi padre se quedó, y nosotros zarpamos desde Rotterdam; ahí vi una hermosa escultura de Ossip Zadkine, inmensa. Ossip aparece en Rayuela; sí, hay un collar, alguien pregunta quién se lo ha regalado a La Maga, y se lo ha regalado Ossip. Quizá viene de esa historia...

¿Usted sentía que estaba perdiendo un lugar, una patria?

Primero que nada me interesó todo lo que había en aquel barco. En Buenos Aires nos esperaba el tío Carlos, el dentista, que vivía en un pueblo fronterizo que se llamaba Villa Iris. Su mujer se llamaba Cecilia, amaba la música. Todo era ajeno; ya aquello no se parecía en absoluto al Sarre: había calles angostas, muchos coches...

¿Cómo vivían ustedes las noticias que venían de Alemania?

Había cine de actualidades, y ahí veíamos las atrocidades; la gente en cola iba a ver lo que sucedía en los campos de concentración. Nadie podía creerse aquella barbaridad. Ahora me da escalofríos: cuando terminó la guerra recibí una postal de mi papá. Se había salvado, como sus hermanas y sus respectivos maridos, pero los nazis se llevaron a una prima mía de 18 años. Mi abuela francesa, de 86 años, se quedó completamente sola; después me dejaría un montón de dinero, porque ella se sentía responsable de mí por el divorcio de mis padres, pero ya el dinero no tenía valor. Y ahora me acuerdo: un día salía de mi casa y vi a un chico con un diario en lamano, con un titular que decía: “Guerra”. Era un día como hoy, de sol, septiembre de 1939.

Por qué se marchó usted a Francia?

Quería ver a mi padre. Muchos de mis amigos de Argentina se habían ido a París. Mi último trabajo en Buenos Aires había sido en el Instituto Cultural Argentino Norteamericano, donde me eduqué musicalmente. Tenía que organizar conciertos para los estudiantes. Tuve otros trabajos: en una paquetería internacional, y también en el Instituto Colón Argentina, en la calle Maipú al 686.

La calle donde vivía Borges.

Él vivía en el 994. Volví a Europa en barco, hasta Cannes. Mi padre no vino a recogerme; vivía en la frontera del Sarre, con otra mujer, y envió a un primo que tenía en Niza; fui la última en bajar del barco, con mi baúl. Tenía muy poca plata, 15 francos, de modo que era un poco sospechosa, así que una señora gorda me metió en un cuarto para indagar qué iba a hacer yo en Francia y con tan poca plata, hasta que llegó el primo de mi padre: “Eh, que yo tengo plata para ti”. Tenía ganas de ver Europa; era invierno, el 22 de enero de 1950. Fue una gran emoción, el olor y sentir el invierno de nuevo; en Argentina no hay invierno.

¿Cómo fue el encuentro con su padre?

Fue muy emocionante para los dos. Él me preparó: “Hay alguien que cuida la casa”. Yo sabía que me estaba preparando para que me encontrara con su nueva mujer, sobreviviente de una familia víctima de los nazis. Mi padre se había salvado porque estaba pescando en el río y alguien le avisó; después le avisaron también en un tren. Y sobrevivió. 
 
Y París...

En París me encontré con el pintor Sergio de Castro, alumno de Torres García. Fui a dejar un encargo que me habían hecho en Buenos Aires, tenía que dejar algo en una librería de Saint-Germain, y ahí, por fuera de la librería, estaba Cortázar. Es curioso: habíamos venido juntos en el barco. Me había llamado la atención aquel chico tan alto que hablaba con una erre muy especial. En el salón de tercera tocaban tangos, y él tocaba con otra persona a cuatro manos. En mi camarote iba una italiana que se iba a dar a luz en Italia, y un día me dijo: “¿Por qué no se pasa a nuestra mesa, que es tan divertido?”. Allí estaba Cortázar, pero en mi mesa había un viejo mozo que iba a jubilarse, me daba lástima, y además en aquella mesa había gente medio tonta. Y cuando nos vimos en París me reconoció enseguida: “Usted venía en el barco”. Y días después fui con una amiga que también venía en el barco a ver una película grandiosa, Juana de Arco, y ahí detrás estaba sentado Cortázar. Es curioso, nos íbamos encontrando con la gente del barco. Hablamos un poco, y días después volví a verlo en los jardines de Luxemburgo. ¡La casualidad contaba tanto para él! Me invitó a tomar un café y me dio un poema que se titulaba Los días entre paréntesis; desapareció con mis cosas de París. Hablaba de aquel viaje en barco. Fuimos juntos luego a los jardines de Versalles, y ahí me mostró un árbol que tenía unas raíces impresionantes y me leyó un poema inglés sobre las raíces.

¿Cómo era la vida de ustedes en París?

Él volvió a París en 1951, me parece que con una beca, y fue entonces cuando me mandó una carta para empezar a salir. Íbamos a ver muchas películas; yo no entendía muchas cosas, y él me decía que no las entendía porque no era intelectual. Visitábamos museos y nos veíamos con muchos amigos: Sergio de Castro; un amigo que se llamaba Tirso de Molina, y con Margarita Fernández, con la que sigo escribiéndome. Julio entonces era terriblemente intelectual, con sus anteojos de vidrio. Y no necesitaba gafas: debía de ser como una protección. Era mi primer contacto con los intelectuales; él sabía tanto y yo no sabía nada, yo tan sólo quería estudiar. Él tenía mucho humor, nos reíamos mucho. En Navidad vino Aurora Bernárdez, y me preguntó cuándo quería pasar las fiestas con él, si en Navidad o en Año Nuevo. Yo quería estar con mi padre en Navidad, en realidad la pasé con Margarita, y cuando pasó la Navidad, ya Julio se había decidido por Aurora. Una noche fuimos a un concierto de Louis Armstrong. Él estaba en el escenario, y al lado de él había como una pequeña torre de veinte pañuelos amontonados, que usaba durante los conciertos. Al día siguiente recibí con el correo un manuscrito lindísimo que decía: Louis enormísimo Cronopio. Lo presté a alguien y nunca me lo devolvieron. Creo que está impreso en el libro La vuelta al día en ochenta mundos
 
¿Era consciente de que muchos la identificarían luego con La Maga?

En absoluto. Él me escribió una carta explicándome que en su libro habría un personaje que él inventó y que sale de mi persona... Una vez me dijo: “Tú tienes un hilo de mi vida. También has visto nacer algunos de mis cuentos”. Yo recuerdo Axolotl, en el Jardin des Plantes, donde íbamos con nuestras bicicletas. Y una vez sentado en un concierto en el teatro de Champs Elysées tuvo la idea de Les ménades, que sucede en el teatro Colón de Buenos Aires, creo...

¿Oliveira existe? ¿Y Gregorovius?

Hay un antecedente de un personaje que viaja por Italia, en el caso de Gregorovius... En fin, Julio era tan inteligente. Ante él yo tenía un complejo tremendo, sabía tanto y yo no sabía nada. Yo tenía miedo a todo amor verdadero. Me envió una carta: “A lo mejor nos encontramos la segunda vez...”. Cuando vino aquí, en 1979, lo vi desorientado; creo que buscaba a Aurora otra vez.

Oyéndola hablar surgen aspectos que recuerdan a La Maga...

Él cuenta en el libro cosas que en efecto pasaron, pero otras las inventa. Cuando recibí Rayuela vi en la dedicatoria algo que no me gustó, algo así como que yo era un fantasma que andaba por la Argentina. La saqué y la rompí, y después el libro me produjo un shock. Tendré que hacer un esfuerzo para leerlo. Me había mandando el libro desde Viena. Me recordaba el comienzo de mi vida en París, con Julio. Había sitios, situaciones: por ejemplo, el entierro del paraguas, que yo encontré en una plaza. Hacía esas cosas.

¿Él era Oliveira?

Era todos. Era Oliveira, era Horacio, era Gregorovius... Él era todos.

¿Y La Maga también?

Él dice que, como todos, La Maga es dos personas.

¿Y qué dos personas serían La Maga en su memoria de lectora?

Quizá la chica simple que yo era y la que fui cuando comencé a emanciparme, no lo sé. Él era muy divertido, y me enseñó, por ejemplo, a descubrir el surrealismo. Un día me dijo: “Hay que poner poesía en la vida de la gente”, y escribió un papel con esa frase y lo fue poniendo en las puertas de las casas... Tenía una bicicleta a la que llamaba Aleluya; la mía me la regaló un compañero en el Sarre. En esas bicicletas hacíamos nuestras excursiones.

¿Quién era Rocamadour, el niño de La Maga en la novela?

Rocamadour es el nombre de una ciudad francesa. Ah, cuando lo conocí me llamaba Madur, y usó para el nombre del niño el nombre de Rocamadour porque le sonaba bien.
 
¿Qué significaba el niño en el libro?

Es la muerte del amor del personaje principal: cuando él deja de querer a La Maga, el niño se muere. Él lo explicó así: compara el amor por La Maga con el amor de un niño; lo inventó, evidentemente.

¿Le hubiera gustado a usted ser La Maga?

Para nada. Soy traductora, fui madre a los 44 años, y un día decidí que o me divorciaba o escribía un libro. Soy escritora.

Decía Cortázar en Rayuela: “La Maga oía hablar de inmanencia y trascendencia y abría unos ojos preciosos que le cortaban la metafísica a Gregorovius”.

Es precioso...

¿Usted era así?

Cortázar y De Castro hablaban de todo, y yo escuchaba, aprendía; no podía intervenir en la conversación, pero me gustaba mucho oírlo hablar. Y muchos me dijeron que tenía unos ojos lindos...

O sea que en esa frase puede estar La Maga...

Puede ser... Una vez me regaló un poema, en 1952, en mayo de 1952. Léalo: “Veo el mundo como un caos y en su centro una rosa, veo la rosa como el ojo feliz de la hermosura y en su centro el gusano, veo el gusano como un trocito de la inmensa vida y en su centro la muerte, veo la muerte como la llama de la nada y en su centro la esperanza, veo la esperanza como un vitral cantando a mediodía y en su centro el hombre”... Todavía no estaba escrita Rayuela. Él ya sabía el valor que iba a tener el libro.

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