miércoles

SIDDHARTA - HERMAN HESSE


DÉCIMA ENTREGA

Los años pasaban, y Siddharta, rodeado de bienestar, apenas se daba cuenta. Se había hecho rico; ya poseía su propia casa con los correspondientes criados, y un jardín en las afueras de la ciudad, junto al río. La gente le quería; le iban a ver cuando necesitaban dinero o consejos. Pero, a excepción de Kamala, nadie consiguió ser su amigo íntimo.

Poco a poco se había convertido en recuerdo aquel estado alto y sereno de renacido -el que sintió en su juventud, días después del sermón de Gotama y de la separación de Govinda-, aquella esperanza expectante, aquel orgullo de soledad sin profesores ni doctrinas, aquella disposición dócil a oír la voz divina en su propio interior; todo fue pasajero; la fuente sagrada murmuraba en la lejanía y con voz muy débil -la que antes estuvo muy cerca-, en su propio interior. Sin embargo, le había quedado todavía mucho de lo que aprendió de los samanas, de Gotama, de su padre, el brahmán: la vida moderada, el placer de pensar, las horas de meditación, el conocer secretamente el yo, el eterno yo, que no es cuerpo ni conciencia.

Sí, le había quedado algo de todo aquel pasado, pero ello se encontraba en el olvido, cubierto de polvo. Era como la rueda del alfarero que, una vez en marcha, no se detiene bruscamente, sino que con lentitud y cansancio aminora la marcha hasta pararse del todo. En el alma de Siddharta, la rueda del ascetismo, de la reflexión, había girado durante mucho tiempo; y ahora todavía daba vueltas, pero muy despacio, vacilando: se hallaba a punto de detenerse. Paulatinamente, como la humedad penetra en la corteza del árbol y la invade y la pudre, así el mundo y la pereza habían penetrado en el alma de Siddharta; con insidia le llenaban el alma, daban pesadez a su cuerpo, le cansaban, le adormecían. Por el contrario, sus sentidos se habían despertado, habían aprendido mucho, poseían gran experiencia.

Siddharta había aprendido a comerciar, a ejercitar su poder sobre las personas, a divertirse con una mujer; se había aficionado a vestir ropas elegantes, a ordenar a los servidores, a bañarse en aguas perfumadas. Le gustaba comer sabrosos platos preparados con cuidado; platos de pescado, carne, aves, especias y dulces, y bebía el vino que da pereza y ayuda a olvidar. Había progresado en el juego de los dados, en el tablero de ajedrez, en el saber mirar a las bailarinas; sabía dejarse llevar en una litera, y dormir en una cama blanda.
Pero aún no se sentía diferente o superior a los demás; siempre los observaba con un poco de ironía y desprecio, precisamente con ese desdén que siente un samana por la gente de mundo.

Cuando Kamaswami se encontraba enfermo, cuando le perseguían las preocupaciones de los negocios, Siddharta siempre le lanzaba una mirada burlona. Sólo que, lentamente, sin que se notara en el continuo ritmo de las cosechas y estaciones de lluvia, su ironía se había cansado, su superioridad había conseguido calmarse. Y despacio, en medio de su riqueza creciente, Siddharta se había adaptado un poco a las maneras de los pueriles seres humanos, a su candidez, a sus temores.

Y sin embargo, los envidiaba. Sentía cada vez más celos, a medida que se iba pareciendo más a ellos. Codiciaba lo único que a él le faltaba y que los hombres tenían: la importancia que lograban dar a su existencia, la pasión de sus alegrías y temores, la dulzura inquietante y la felicidad de sus amoríos. Los envidiaba a ellos, a sus mujeres, a sus hijos, a su honor o su dinero; esos seres siempre se hallaban llenos de planes y esperanzas.

Pero precisamente era eso lo que no conseguía disimular: esa alegría y necedad infantiles. Aprendía de ellos tan sólo lo desagradable, lo que despreciaba. Cada vez con más frecuencia le ocurría que tras pasar una noche en sociedad, a la mañana siguiente se quedaba mucho tiempo en la cama, se sentía estúpido, y cansado. Cada vez más a menudo se enfadaba y perdía la paciencia cuando Kamaswami le aburría con sus preocupaciones.

Primero, cuando perdía en el juego de los dados reía demasiado fuerte. Su rostro aún parecía más inteligente y sereno que el de los otros. Pero luego empezó a reír poco y adoptó uno tras otro aquellos gestos que se veían con frecuencia en los rostros de los potentados, los gestos de descontento, de dolor, del mal humor, de desidia, de dureza del corazón. Paulatinamente le atacó la enfermedad de los hombres ricos.

Lentamente el cansancio cubría a Siddharta como un velo, con una niebla fina; cada día un poco más turbia, cada año algo más pesada. Como un vestido nuevo que con el tiempo se vuelve viejo, pierde su color brillante, se mancha, se arruga, se gasta en los dobladillos y muestra algunos deshilachados, así fue la vida que Siddharta empezó tras la separación de Govinda; había envejecido, y al compás de los años perdía su brillo, se manchaba y se arrugaba, escondiendo en el fondo el desengaño y el asco. Siddharta no lo advertía. Sólo notaba que aquella voz clara y segura de su interior, la que le acompañó en los tiempos de brillantez desde que se despertara, habíase silenciado ahora.

Le habían capturado el mundo, el placer, las exigencias, la pereza y, por último, también, aquel vicio que por ser el más insensato, siempre había despreciado más: la codicia. Por fin, las ansias de posesión y de riqueza se habían apoderado de Siddharta; ya no era un juego, sino una carga y una cadena.

Siddharta había llegado a esta triste servidumbre por un camino raro y lleno de sinsabores: el juego de los dados. Desde el momento en que su corazón dejó de ser el de un samana, empezó a jugar por dinero y por objetos valiosos, con pasión, con furia creciente; era el mismo juego que antes había considerado, entre sonrisas e ironías, como una costumbre más de los seres humanos.

Como jugador le temían; pocos se atrevían con él; a tanta altura habían llegado sus atrevidas apuestas. Jugador, inducido por la miseria de su corazón, al malgastar el dichoso dinero experimentaba una salvaje alegría; de ninguna otra forma podía demostrar con más claridad y sarcasmo su desdén por la riqueza, la diosa de los comerciantes.

Así, pues, jugaba mucho y sin miramientos; se odiaba a sí mismo, se burlaba del dinero; ganaba a miles, perdía por millares; disipaba el dinero, las joyas, una casa de campo; y volvía a resarcirse, y volvía a perder.
Le gustaba aquel miedo, aquella angustia terrible que sentía en el juego de los dados, tras haber apostado mucho; buscaba poder renovarlo siempre, aumentarlo cada vez más, pues sólo esa sensación le producía algo parecido a una felicidad, a un entusiasmo, a una vida elevada en medio de la mediocridad, de la existencia gris e indiferente. Y después de una gran pérdida buscaba nuevas riquezas, hacía los negocios con más diligencia, obligaba a saldar las deudas con más severidad, pues quería seguir jugando, malgastando, demostrando su desprecio por el dinero. Mas cuando le iba mal en el juego, perdía la tranquilidad, agotaba su paciencia contra los mendigos, ya no poseía el placer de regalar ni de prestar cómo antes.

¡Siddharta, el que en una sola jugada perdía diez mil, y además se reía, ahora en los negocios cada vez se volvía más severo y pedante! ¡Y por la noche soñaba con dinero! Y Siddharta huía cada vez que se despertaba de ese espantoso letargo, cuando veía su cara envejecida y fea reflejada en el espejo de la pared de su dormitorio, y le atacaban la vergüenza y la repugnancia; huía hacia nuevos juegos de fortuna, hacia el embeleso de la lujuria y del vino; y de ahí regresaba otra vez al principio del círculo vicioso, para ganar y amontonar riquezas. En esa noria sin sentido se agotaba, envejecía y enfermaba.

Un día tuvo un sueño fatídico. Había pasado las horas de la tarde con Kamala, en el hermoso parque. Se habían sentado bajo los árboles, a conversar; Kamala pronunció palabras melancólicas, detrás de las que se escondía la tristeza y el cansancio. Le había rogado que le hablara de Gotama, y no se cansó de escuchar sobre la pureza de su mirada, la bella tranquilidad de sus labios, la bondad de su sonrisa, la paz de su andar. Durante mucho tiempo le había tenido que contar los hechos del majestuoso buda; Kamala suspiró y manifestó:

-Algún día, quizá pronto, también yo seguiré a ese buda. Le regalaré mi parque y me refugiaré en su doctrina.

Sin embargo, volvió después a seducir a Siddharta en el juego del amor. Le cautivó con vehemencia dolorosa, entre mordiscos y lágrimas, como si quisiera exprimir, una vez más, la última y dulce gota de ese placer vano y pasajero.

Nunca, como entonces, Siddharta se había dado cuenta con tanta claridad del cercano parentesco que hay entre la voluptuosidad y la muerte. Entonces sentóse junto a Kamala, su cara junto a la de ella; bajo sus ojos y cerca de los labios había notado un trazo inquietante, más diáfano que nunca, como una escritura de finas líneas, de leves arrugas, un alfabeto que recordaba el otoño y la vejez..., igual que había notado Siddharta alguna cana en sus cabellos negros, a pesar de que sólo tenía cuarenta años. El cansancio escribía ya en el rostro de Kamala; era la fatiga de un largo camino sin objetivo concreto; el agotamiento que llevaba consigo el principio de la decadencia y un temor escondido, todavía no muy pronunciado, quizá ni siquiera conocido: el temor a la vejez, al otoño, a la muerte.

Siddharta se había despedido de Kamala sollozando, con el alma repleta de hastío y de recóndito temor.

Después Siddharta había pasado la noche en su casa, bebiendo vino con las bailarinas; le gustaba representar el papel de personaje superior a sus semejantes, aunque en realidad no lo era; bebió demasiado vino, y pasada la medianoche, cansado y excitado a la vez, buscó el lecho con ansias de llorar, queriendo desesperarse. Durante largo tiempo procuró en vano conciliar el sueño, pero su corazón se encontraba repleto de una pena insoportable, de un asco profundo por el vino demasiado fuerte, por la música demasiado suave y monótona, por la sonrisa frágil de las bailarinas, el perfume dulzón de sus cabellos y sus senos. No obstante, lo que más le repelía era su propia persona, su pelo perfumado, su boca con olor a alcohol, su piel cansada, marchita, deshidratada.

Como cuando uno come y bebe excesivamente y con facilidad vomita sintiéndose después contento y aliviado, así también Siddharta, sin conseguir conciliar el sueño, deseaba en medio de multitud de hastíos, deshacerse de esos placeres, esas costumbres, de toda su vida inútil, e incluso de sí mismo. Por fin, al amanecer, cuando la vida empezaba a desperezarse en la calle, en su ciudad, consiguió dormirse. Poco después tuvo un sueño. Era así:

Kamala poseía en una jaula de oro un exótico pajarillo cantor. Soñó con ese pájaro. De madrugada, el pájaro se encontraba en silencio; le llamó la atención, pues siempre cantaba a esa hora; se acercó y vio el pequeño pájaro muerto en el suelo de la jaula. Lo sacó, lo acarició un momento entre sus manos y seguidamente lo arrojó a la calle; en ese mismo instante se asustó terriblemente y sintió que el corazón le dolía tanto como si con el pájaro muerto hubiera arrojado todo lo bueno y valioso de su vida.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+