lunes

LA MUERTE: UN AMANECER - ELÍSABETH KÜBLER-ROSS


LA VIDA, LA MUERTE Y LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE (4)

En cada auditorio de ochocientas personas, al menos hay doce individuos que han tenido una experiencia semejante del umbral de la muerte y estarían dispuestos a compartirla con vosotros si no os cerraseis a tal información por la crítica, la negatividad, el juicio y la idea fija de ponerle inmediatamente a ese informe la etiqueta de psiquiátrico. La única razón que impide a estas personas hablar de su experiencia es la increíble actitud de nuestra sociedad, que se obstina en ridiculizar o en negar estas cosas, pues nos molestan y no cuadran con nuestros preceptos ni con nuestras ideas científicas o religiosas. Todos estos hechos que yo os he relatado os llegarán en una situación crítica o un poco antes de vuestra muerte.

No olvidaré nunca mi caso más dramático, en el «pedid y se os dará» con relación a una experiencia del umbral de la muerte. Se trataba de un hombre al que toda su familia iría a buscarlo a su lugar de trabajo el día de Memorial Day para visitar a unos parientes en el campo. Cuando el autobús en el que viajaban sus suegros, su mujer y sus ocho hijos estaba en camino, entró en colisión con un camión de carburante. Habiéndose inflamado la gasolina se esparció sobre el autobús y abrasó a todos los ocupantes. Cuando el hombre tuvo conocimiento del accidente permaneció algunas semanas en estado de shock y de embotamiento total. No se volvió a presentar al trabajo pues no era capaz de dirigir la palabra a nadie y finalmente, y para resumir la historia, se convirtió en una persona viciosa que bebía medio litro de whisky al día y se drogaba con cualquier clase de producto, incluso la heroína, para calmar su dolor. No fue capaz de volver a trabajar de forma regular y terminó en la cuneta, en el sentido literal de la palabra.

En el curso de mis agotadoras giras yo había dado ya dos conferencias en Santa Bárbara sobre el tema de la vida después de la muerte cuando un grupo del personal sanitario me pidió una conferencia más. Al aceptar esta tercera conferencia me di cuenta de que estaba cansada de contar las mismas historias y me dije a mí misma: «Dios mío, ¿por qué no me envías a algún oyente que haya tenido una experiencia en el umbral de la muerte y que esté dispuesto a compartirla con los demás? Así yo podré descansar y los oyentes tendrán un testimonio de primera mano sin tener que escuchar únicamente mis historias de siempre. En ese momento el organizador del grupo me pasó unas líneas escritas que contenían un mensaje de carácter urgente enviado por un hombre que vivía en un asilo destinado a los vagabundos. Solicitaba poder contar su experiencia personal del umbral de la muerte. Interrumpí la conferencia y le envié la respuesta aceptando su intervención. Algunos minutos después, tras un veloz recorrido en taxi, el hombre hizo su aparición. En lugar del negligente vagabundo que yo esperaba, teniendo en cuenta el tipo de domicilio en que vivía, subió al estrado, frente al público, un hombre correctamente vestido, de porte sofisticado, que deseaba compartir con nosotros la experiencia que había vivido.

Contó cuánto se había alegrado con la expectativa del encuentro familiar aquel fin de semana, y cómo sobrevino el trágico accidente en el cual todos sus familiares perecieron quemados. Habló de su tremenda impresión inicial, que lo paralizó. No podía creer al principio que fuese verdad que de golpe se convirtiese en un hombre solo, él, que había tenido hijos, ya no los tendría más, habiendo perdido a toda su familia en ese único accidente. Describió luego su actitud al no poder superar semejante prueba, convirtiéndose de miembro de una familia burguesa, esposo y padre, en un vicioso vagabundo, alcoholizado permanentemente, consumiendo cualquier tipo de drogas, y, en una palabra, tratando vanamente de suicidarse. Nos explicó también el último recuerdo que tenía de esa vida que llevó durante dos años: él estaba acostado, borracho y drogado, sobre un camino bastante sucio que bordeaba un bosque. Sólo tenía un pensamiento: no vivir más y reunirse de nuevo con su familia. Entonces vio aproximarse un camión, y al no tener la fuerza suficiente como para alejarse fue literalmente aplastado por él.

Nos contó cómo en ese preciso momento se encontró él mismo a algunos metros por encima del lugar del accidente, mirando su cuerpo gravemente mutilado que yacía en la carretera. Entonces apareció su familia ante él, radiante de luminosidad y de amor. Una feliz sonrisa sobre cada rostro. Se comunicaron con él sin hablar, sólo por transmisión del pensamiento, y le hicieron saber la alegría y la felicidad que el reencuentro les proporcionaba.

El hombre no fue capaz de darnos a conocer el tiempo que duró esa comunicación y encuentro con los miembros de su familia. Pero nos dijo que quedó tan violentamente turbado frente a la salud, la belleza, el resplandor que ofrecían, lo mismo que la aceptación de su actual vida y su amor incondicional, que juró no tocarlos ni seguirlos, sino volver a su cuerpo terrestre para comunicar al mundo lo que acababa de vivir, y de ese modo reparar sus vanas tentativas de suicidio.

Enseguida se volvió a encontrar en el lugar del accidente y observó a distancia cómo el chófer estiraba su cuerpo en el interior del camión. Llegó la ambulancia y vio cómo lo transportaban a urgencias de un hospital, donde lo ataron a una cama.

Fue en ese momento cuando volvió a su cuerpo y se despertó, arrancando las correas con las que lo habían atado. Se levantó y abandonó el hospital sin mostrar el menor síntoma de delírium trémens o de intoxicación por los abusos de drogas y alcohol. De repente se sintió curado y restablecido, y se juró a sí mismo no morirse mientras no hubiese tenido ocasión de compartir la experiencia de una vida después de la muerte con la mayor cantidad de gente posible. A leer en un periódico local el artículo sobre mi presencia en Santa Bárbara, se decidió a mandarme el mensaje a la sala de conferencias. Al comunicar su experiencia al auditorio, pudo cumplir la promesa que se hizo después de tener su breve y feliz encuentro con su familia.

No sabemos lo que fue de ese hombre, pero no olvidaré nunca el fulgor de sus ojos, su alegría y su gratitud por haber sido guiado a un lugar en el que se le permitió hablar en una tribuna sin que nadie pusiera en duda sus palabras ni se burlara de él, y así poder participar a cientos de trabajadores de la salud su profunda convicción de que nuestro cuerpo físico es sólo una envoltura pasajera que rodea un yo inmortal.

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