martes

APOLOGÍA DE SÓCRATES - PLATÓN


QUINTA ENTREGA

PRIMERA PARTE (5)

EL APARTAMIENTO DE LA POLÍTICA

Y no os irritéis contra mí porque os diga la verdad, una vez más. No hay nadie que pueda salvar su vida, si se opone con valentía a vosotros o a cualquier otra asamblea y se empeña en impedir las múltiples injusticias e irregularidades que se cometen en cualquier ciudad. En consecuencia, quien quiera luchar por la justicia debe tener muy presente, si quiere vivir muchos años, que se conforme con una vida retirada y que no se ocupe de los asuntos públicos.

Y voy a daros pruebas contundentes de ello, no con palabras, sino con lo que tiene mayor fuerza ante cualquier auditorio, con los hechos. Dejadme contaros un episodio de mi vida, que pondrá de manifiesto que yo nunca cedería a la injusticia por temor a la muerte y que el miedo a morir es impotente para hacerme desistir de algo que sea contrario a la justicia. Os voy a relatar cosas tal vez pesadas y aburridas, a la manera de los abogados, pero todas ciertas.

EL CASO DE LAS ARGINUSAS

Yo no he ejercido cargos públicos más que en una ocasión: fui miembro del Consejo cuando mi tribu, la de Antióquida, presidía el juicio contra los diez estrategas que no habían recogido los cuerpos de los soldados caídos en la batalla de Arginusa; vosotros queríais juzgarlos a todos juntos, lo cual estaba en contra de nuestras leyes, como después se demostró. Entonces yo solo y en contra de todos los Prítanos, me opuse a que hicierais algo en contra de la ley y voté en contra de todos. Y a pesar de que los oradores, alentados por vuestras protestas y vuestro apasionamiento, exigían abrirme un proceso para llevarme ante los tribunales, creí que era mucho mejor estar de parte de la ley y de la justicia, aunque eso me supusiera graves peligros, que ponerme de vuestra parte en busca de seguridades, si por ello debía ir en contra de la justicia o era movido por el temor de la muerte o del encarcelamiento. Esto ocurrió cuando Atenas era gobernada por un régimen democrático.

EL CASO DE LEÓN DE SALAMINA

Más tarde, bajo el régimen oligárquico de los Treinta, fui requerido, juntamente con otros cuatro, a que me presentara en el Tolos; allí nos ordenaron que fuéramos a Salamina para buscar a León, el estratega, y colaborar así en su muerte. Misiones de este tipo encomendaban a muchos otros para comprometer a cuantos más pudieran en su criminal gestión de gobierno. Y entonces volví a demostrar, no con palabras, sino con los hechos, que la muerte, lo digo sin ambages, no me importa lo más mínimo, mientras que no cometer acciones injustas es para mí lo más importante. Ni siquiera aquel régimen, que presumía de duro, y en verdad lo era, pudo doblegarme para que cometiera un acto injusto. Cuando salimos del Tolos, los otros cuatro se dirigieron a Salamina para cumplir tan injusta orden y traer a León, pero yo me fui tranquilamente a mi casa. Por este motivo es muy posible que ya hubiera encontrado entonces la muerte, pero aquel régimen cayó poco después. De todo esto muchos de vosotros sois testigos.

LA TAREA EDUCATIVA

Y bien: ¿acaso creéis que yo hubiera vivido muchos años si me hubiera dedicado a la política, si, portándome como es propio de quien antepone su honradez a sus intereses, hubiera hecho de la defensa de la justicia mi compromiso, poniéndolo, como debe ser, por encima de todo? Ni mucho menos, atenienses, como tampoco ningún otro que lo intente de esta manera.

Pero yo, durante toda mi vida, tanto en las cuestiones de interés público en que he intervenido como en las privadas, he sido siempre el mismo y jamás he actuado contra la justicia, ni les he permitido hacerlo a los que mis acusadores denominan mis discípulos, ni a los demás.

Pero, aunque jamás he sido maestro de nadie, si alguien, joven o mayor, ha sentido deseos de oírme u observarme, nunca se lo he rehusado. No soy hombre que hable por dinero o que calle si me lo dan. Estoy a total disposición tanto del rico como del pobre, para que me pregunten cuanto deseen, y todos podéis contrastar lo que digo. Jamás me he negado a dialogar. Y si alguno, por todo ello, se convierte en un hombre mejor o peor, no se me adjudique a mí el mérito ni la culpa, ya que jamás prometí a nadie ningún tipo de enseñanza ni de hecho la impartí. Por ello, si alguien dice que ha aprendido algo porque ha recibido lecciones mías, sean particulares o públicas, podéis estar seguros que os está mintiendo.

Pero me preguntaréis: "¿Por qué a las personas les gusta conversar conmigo?" Ya os los he dicho, atenienses, y ésta es la única verdad: les resulta intrigante ver cómo interrogo a los que presumen de sabios, pero que de hecho no lo son. Sostengo que ése es el mandato que he recibido del genio, en sueños, por medio de oráculos o por cualquiera de los medios normales de los suele servirse un dios para asignar a un hombre una misión. Ésa es la verdad y no es nada difícil probarla. Pues si yo hubiera dejado una estela de jóvenes corrompidos, y aún ahora los fuera corrompiendo, es natural que alguno, o todos, estarían aquí presentes para acusarme y exigir el castigo; y si ellos no se atreviesen, sus padres o hermanos vendrían en su lugar, por considerar que se ha causado daño a alguien de su familia.

TESTIMONIO DE LOS FAMILIARES

Por el contrario, veo a muchos de ellos sentados entre vosotros: primero a Critón, de mi misma edad y del mismo demos, padre de Critóbulo, también aquí presente; después a Lisanias, del distrito de Esfeto, padre de Esquines, que está aquí también; ved a Antifonte, del distrito de Cefisia, padre de Epigenes, y a esos otros cuyos hermanos han estado presentes en las conversaciones aludidas: Nicóstrato, hijo de Teozótides, y hermano de Teódoto -Teódoto murió y, por tanto, no puede testimoniar-; Paralio, hijo de Demódoco, cuyo hermano era Téages; Adimanto, hijo de Aristón, hermano de Platón, ahí presente, y Ayantodoro, hermano de Apolodoro, ahí presente. Y podría citaros a muchos más, que incluso el propio Meletos hubiera podido presentar como testigos de su pleito, y si no lo hizo por descuido o por olvido, que lo haga ahora, a ver si encuentra a alguien que corrobore alguno de sus puntos. Pero comprobaréis todo lo contrario, atenienses: todos están dispuestos a declarar a favor del que ha sido su corruptor, el que ha destrozado sus familias, según Anitos y Meletos aseguran.

Cabría la posibilidad de que los ya corrompidos tuvieran alguna secreta razón para auxiliarme y compartir mi responsabilidad, pero los no corrompidos y que tienen más edad que ellos, sus parientes, ¿qué motivos pueden tener para ayudarme, sino que Anitos y Meletos están mintiendo y que yo estoy en la verdad?
Ya he dicho bastante, atenienses. Todo lo que pueda añadir en defensa propia no añadiría nada a lo ya expuesto; podría añadir otras cosas pero, más o menos, serían del mismo estilo.

SÓCRATES SE NIEGA A EMPLEAR RECURSOS SENTIMENTALES

Quizá alguno se indigne al recordar que en otros casos de menos monta el acusado rogó y suplicó a los jueces con lágrimas, haciendo comparecer ante el Tribunal a sus hijos para despertar compasión, y si se terciaba, a sus parientes y familiares, mientras que yo, en cambio, no hago ninguna de estas cosas, a pesar de que estoy corriendo, como se ve, el mayor de los peligros. Puede ser que alguno, recordando esos casos, tome hacia mí una actitud de despecho e, irritado por mi forma de actuar, deposite su voto con cólera.

Pues bien: si en alguno de vosotros se da esta situación (no afirmo que se dé, sólo analizo esta posibilidad), ya tengo preparada la respuesta. Amigo mío -le diría-, también yo tengo una familia y también puedo aplicarme aquello de Homero: "No he nacido ni de una encina ni de las rocas", sino de hombres. Tengo familiares e, incluso, tres hijos, uno adolescente y dos de corta edad. Y, sin embargo, a ninguno de ellos permitiré que suba a este estrado para suplicar vuestro voto absolutorio.

¿Por qué no quiero hacer nada de todo esto? No es por fanfarronería ni, mucho menos, por falta de consideración hacia vosotros. Que después afronte la muerte con firmeza o con flaqueza, ésa es otra cuestión. Pero, por mi buen nombre y por el vuestro, que es el de nuestra ciudad, a mi edad no me parece honrado echar mano de ninguno de estos recursos, y menos todavía frente a la opinión generalizada de que Sócrates se diferencia de la mayoría de los hombres. Si alguno de los que destacan por su valentía o por su inteligencia o por cualquier otra virtud se comportase de este modo, cosa fea sería. Alguna vez he visto a algunos de los que son considerados importantes, cuando se les está juzgando y temen sufrir alguna pena o la misma muerte: su conducta me resulta inexplicable, pues parece que están convencidos de que, si logran que no se les condene a muerte, después ya serán por siempre inmortales. Éstos son la deshonra y el oprobio de nuestra ciudad, porque pueden hacer creer a los extranjeros que los ciudadanos que distinguimos con honores y que elegimos para que ocupen las magistraturas no se diferencian en nada de las mujeres. Esas escenas, atenienses, no debemos hacerlas los que tenemos cierto prestigio, y en caso que ocurran, vosotros no debéis permitirlas: más bien debéis estar dispuestos a demostrar que condenaréis a quien ofrezca el triste espectáculo de suplicar la compasión de sus jueces, dejando en ridículo a la ciudad.
Pero, aparte de la cuestión de mi buen nombre, tampoco me parece digno suplicar a los jueces y salir absuelto por la compasión comprada; hay que limitarse a exponer los hechos y tratar de persuadir, no de suplicar. Pues el jurado no está puesto para repartir la justicia como si de favores se tratara, sino para decidir lo que es justo en cada caso; y los que tienen que juzgar han jurado interpretar rectamente las leyes, no favorecer a los que les caigan bien.

Por tanto, no podemos permitirnos el perjurio a nosotros mismos, ni a los demás, porque nos convertiríamos en reos de impiedad. No esperéis, pues, de mí que recurra a artimañas o acciones que no sean rectas ni justas, y menos ahora, ¡oh, por Zeus!, que estoy aquí acusado de impiedad por Meletos. Pues es evidente que si con súplicas llegara a convenceros u os forzara a faltar a vuestro juramento, os enseñaría a pensar que no hay dioses y, así, con mi defensa, lo que haría de hecho sería condenarme a mí mismo por no creer en los dioses.

Pero no es así, ni mucho menos: yo creo en los dioses, como cualquiera de mis acusadores. Por eso, atenienses, dejo en vuestras manos y en las de los dioses el decidir lo que va a ser mejor para mí y para vosotros.

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