martes

LA INDECENTE NOCHE DE YEMANJÁ - HUGO GIOVANETTI VIOLA


1ra edición 1994 / 1ra edición Web 2012

VIGÉSIMA ENTREGA

SEIS: CREER O REVENTAR (1)

EXACTAMENTE DIECISIETE años después estaba abriendo mi valija en la aduana del aeropuerto de Carrasco cuando me dice Fava, un abogado simpaticón que conocí al hacer escala en Buenos Aires: “Aquella debe ser su familia”. Los ubiqué enseguida, porque golpeaban el vidrio con una alegría-desesperación rítmica, igual que las hinchadas de fútbol. Levanto los dos brazos. Y al darme vuelta para seguir lidiando con el cierre metálico veo que Fava termina por secretearle algo al aduanero, y el hombre me hace señas de que pase tranquilo. “¿Así que tiene una foto abrazado con la Brigitte Bardot?” sonríe casi orgulloso.

Abelito se luce. Mamá (a la que llamé mi madre durante los veinte meses que duró mi viaje) me escruta la transparencia partida de los ojos y piensa que soy algo así como el crucificado-abanderado del mundo. Mi hermana Ma-Sa hace que me acuerde -imprevisiblemente- de la otra Ma-Sa. Y mi padre apoya la ñata contra la luminosidad de la pecera.

Después de cruzar el arroyo Carrasco doblamos hacia la rambla, en lugar de seguir por Avenida Italia. Era una mansa media tarde de diciembre y el río-como-mar estaba muy barroso, aunque irradiaba una insondabilidad violácea. La vieja camioneta Fiat hacía menos barullo que nuestra conversación de reencuentro. Hasta que al pasar frente al Náutico mamá observó el primer local que tuvo la Escuela 81 (una casa de familia) y preguntó: “¿Qué fue eso tan horrible que te pasó en París hace unos meses? Lo que no nos podías contar en las cartas”. “Ray se volvió loco y quería matarme” contesté.

“¿Pero no era tu mejor amigo?” salta Ma-Sa. “Bueno” tose mi padre: “Más tarde hablamos de eso. Y de la B.B. y de los casos de Marlowe y de los cinco pepinos que les vamos a encajar a los manyas el domingo. La camioneta empezó a fallar otra vez, Chela, ¿Oís?”. Entonces mamá anuncia sonriendo: “Te hice una torta pascualina, Abel”. Y al frenar para subir por Grito de Gloria sondeo el horizonte aduraznado de la Playa de los Ingleses y murmuro: “Necesito meterme en las milicias de la redención. Mañana mismo, viejo”. Mi padre me miró por el espejo retrovisor y me ericé.

“¿Sabés que el gordo vendió la casa?” informó Ma-sa en la esquina de Palmas y Ombúes: “Y la casilla también. Ya la tiraron para construir”. “Y el Chueco volvió al barrio” agregó mamá: “Dos por tres me lo veo sentado en el boliche lo más pancho, cuando bajo a la carnicería. Creo que vive en el fondo del boliche. O con los pescadores.”

Antes que yo me fuera para París nosotros ya habíamos dejado de alquilar y comprado un apartamento en los bloques del Banco Hipotecario, dos cuadras más arriba. Ahora mi padre frena un momento frente a la antigua casa reformada y mamá observa el terreno de al lado y un espejismo de glicinas le reblandece el perfil. Ma-Sa resopla, entre triste y rabiosa. Yo trato de no mirar hacia El reenganche (por si la Gárgola está en la vereda) y pregunto: “¿Cómo anda Manoliota?”. “¿Cómo va a andar?” suspiró mi padre (y esta vez eludí su mirada en el espejo): “Mucho mejor que todos nosotros juntos, mijo”.

EMPEZABA A amanecer cuando entré al cuarto de Ma-Sa y la desperté lo más suavemente posible. “Decime algo” le pedí: “Cualquier cosa”. Y me senté en el borde de su cama, mirando para abajo. Ella se incorporó manoteando los cigarrillos, pero antes de prender uno dijo: “Todavía no me mostraste la foto de Bénédicte”. “No la encuentro” demoré en contestar: “La debo haber perdido al armar la valija. Ya me siento mejor. Si no hablaba con alguien reventaba. Hace poco me pasó lo mismo, en París. Perdoname”.

Todavía no me animo a explorarle los ojos. “¿Y qué fue lo que pasó con Bénédicte, al final?” insiste Ma-Sa, fumando ávidamente. “Nada” subo los hombros: “Creo que se salvó. Nada más”. Ahora sentí que mi hermana me miraba con el triangulito que le cavó un porrazo de la infancia entre las dos paletas. “¿No te animaste a zambullirte porque las de dieciséis años somos unas boludas irresponsables etc. etc.?” resopla. “No” sonrío: “No te olvides que allá me transformé en el Monaco Rosso, querube. Con tonsura y todo. Y que Bénédicte estaba en la hornacina. Ninguno de los dos necesitaba el cuerpo del otro”. “Qué triste”. “Pero fue la primera vez en mi vida que pude querer a alguien más que a mí mismo” retruqué.

Ella apagó la portátil. El alba ya derramada un fulgor rosado-miel-pozzoli que me retrotraía a viejas batallas. Calavera-lucero: estoy aquí, pensé. “Y tenías que salvarla del demonio” finge bostezar Ma-Sa. “No exactamente” gruño: “La tenía que salvar de la pudrición. Y ahora vuelvo a militar contra el fascismo junto a las gloriosas milicias, como le gustaba decir al Negro Jefe”. “¿Y creés en Dios y todo?”. “No, querube. Soy apenas un pobre camarada que cree en la Virgen. Con eso alcanza y sobra”.

Ya me sentía lo suficientemente resucitado como para no tener miedo de encontrar la Gárgola en los ojos de mi hermana. La besé entre las cejas y me fui a dormir.

A MA-SA le tocó entrar a despertarme la madrugada siguiente, con una Patricia mediada que había quedado en la heladera. Se sentó sobre el parqué, mal protegida por un camisón blanco. Era flaca y chiquita. Tenía tanta belleza en los ojos como en los pechos. “¿Querés?” dice tomando por la botella: “Estoy jodida, pero no borracha”. No acepté. El azul lunar de su mirada me acarició los huesos.

“No aguanto más a los viejos” desembucha: “Y no te estoy reclamando nada, Abel. Estoy segura que ahora que volviste va a seguir siendo igual o peor. Vos no podías contarme por carta que te querían matar y yo no podía contarte que me estaban matando. Están locos. Los dos”. Agarré uno de los pocos Peter Stuyvesant que me quedaban, y ella sacó un Nevada y la geisha de marfil que me regaló la otra Ma-Sa. “Te devuelvo el amuleto” dice: “¿Sabías que apareció Yemanjá del Mar Dulce? Nos enteramos hace quince días. Trabaja con tío Jorge en el Aparicio Saravia: es Asistente Social. Y ahora parece que necesitan verla. Los dos. Todavía no se animaron a decírtelo. Porque yo no necesito ver ni conocer a la heroína de la familia, Mr. Marlowe”.

Acepté un trago de cerveza. El suave brillo de la geisha empezó a herirme peligrosamente la memoria, y la guardé en el cajón de la mesa de luz. “¿Pero por qué decís que están locos?” pregunto. “Empiezo por Isabelino Pena” demoró en decidirse Ma-Sa: “La prematura y ventajosísima jubilación que le cocinaron los compañeros de la Caja lo hizo literalmente moco. ¿Ta? Porque fuera de las horitas que sigue yendo al quiosco -allí tiene sus amigos y su oficina clandestina de servicio al prójimo y blablablablablá- lo único que hace es regar lavar la camioneta releer los poemas completos de Gelman y las malditas policiales y mamarse. Y HABLARME DE DIOS”. “Hablá más bajo” dije. “Dios” resopla mi hermana: “TODO ES DIOS. No te podés imaginar lo que hincha. Y ahora le dio con que no puede volver a cantar las porquerías del famoso Papalote hasta que no resuelva el caso del club. ¿Te acordás de ese asunto?”. “Sí” suspiro: “¿Y mamá?”.
Mi hermana prendió otro cigarrillo y subió la cara, pero no lloró. “Mamá quiere irse a vivir al cementerio” dijo: “No, pará. Dejame hablar. Eso me lo zampó ella misma el otro día, porque demoré unas horas en llegar de un campamento. Ella ya no tiene más hijos, ¿entendés? Ni marido útil ni hijos. Tiene a la vieja podrida esperándola en el cementerio y chau. Ah, y cuando nos peleamos le habla a Ma-Sa: a la otra. Se tira en la cama y le habla de tu comunión y de mi baile de quince. PORQUE EN AQUELLOS TIEMPOS LA QUERÍAMOS. ¿Entendés? Yo -por ejemplo- dejé de quererla hace un año y cuatro meses. Desde que cumplí quince. Está cro-no-me-tra-do. Y vos desde que te divorciaste y te rajaste a París, en lugar de volver al gallinero”.  “Pero sin embargo en el aeropuerto fue la única que se dio cuenta que yo venía jodido de veras” protesté. “Sí. Y cuando le contaste lo que te pasó te ofreció una pascualina. ¿Qué era lo que sentías anoche, si se puede saber?”

“Sentía que me hundía adentro de la voz de la Gárgola” expliqué, recostándome y dándole la espalda: “La voz del asesino que llevamos adentro. Yo también estoy loco, ¿te das cuenta?”. Ma-Sa hizo mucho ruido al terminar la botella y se paró y me acarició los párpados. “Pero vos sos un samurai, pelado” dijo antes de cerrar la puerta”.

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