NOVENA ENTREGA
Siddharta marchó a casa del comerciante Kamaswami. Le habían enviado a una rica mansión; los criados le guiaron sobre valiosas alfombras hasta un salón, donde debía esperar al dueño de la casa.
Entró Kamaswami. Era un hombre ágil y atlético, con el cabello muy canoso, unos ojos sabios y prudentes, una boca exigente. Amablemente se saludaron anfitrión y huésped.
-Me han dicho -empezó el comerciante- que tú eres un brahmán, un sabio, pero que buscas empleo en casa de un comerciante. ¿Acaso te encuentras en la miseria, brahmán, y por eso buscas empleo?
-No -contestó Siddharta-, no me encuentro en la miseria, y jamás me he encontrado así. Has de saber que vengo de entre los samanas con los que he vivido mucho tiempo.
-Si vienes de los samanas, ¿cómo no vas a estar en la miseria? Los samanas no poseen nada, ¿verdad?
-Nada tengo -repuso Siddharta-, si es lo que quieres decir. Desde luego que no. Sin embargo, eso ocurre porque así lo quiero; por lo tanto, no estoy en la miseria.
-Pero, ¿de qué piensas vivir, si no posees nada?
-Nunca he pensado en ello, señor. Durante más de tres años no he poseído nada, y jamás pensé de qué debía vivir.
-Es decir, que has vivido a expensas de los demás.
-Supongo que así es. También el comerciante vive a expensas de los otros.
-Bien dicho. Pero no les quita a los otros lo suyo sin darles nada: en compensación les entrega mercancías.
-Así parecen ir las cosas. Todos quitan, todos dan: ésa es la vida.
-Conforme, pero, dime, por favor: si no posees nada, ¿qué quieres dar?
-Cada uno da lo que tiene. El guerrero da fuerza; el comerciante, mercancía; el profesor, enseñanza; el campesino, arroz; el pescador, peces.
-Muy bien. ¿Y qué es, pues, lo que tú puedes dar? ¿Qué es lo que has aprendido? ¿Qué sabes hacer?
-Sé pensar. Esperar. Ayunar.
-¿Y eso es todo?
-¡Creo que es todo!
-¿Y para qué sirve? Por ejemplo, el ayuno... ¿Para qué vale?
-Es muy útil, señor. Cuando una persona no tiene nada que comer, lo más inteligente será que ayune. Si, por ejemplo, Siddharta no hubiera aprendido a ayunar, hoy mismo tendría que aceptar cualquier empleo, sea en tu casa o en cualquier otro lugar, pues el hambre le obligaría. Sin embargo, Siddharta puede esperar tranquilamente, desconoce la impaciencia, la miseria; puede contener el asedio del hambre durante mucho tiempo y, además, puede echarse a reír. Para eso sirve el ayuno, señor.
-Tienes razón, samana. Espera un momento.
Kamaswami salió y al momento regresó con un papel enrollado que entregó a su huésped al tiempo que le preguntaba:
-¿Sabes leer lo que dice aquí?
Siddharta observó el documento, que contenía un contrato de compra, y empezó a leerlo.
-Perfecto -exclamó Kamaswami-. ¿Quieres escribirme algo en este papel?
Le entregó una hoja y un lápiz; Siddharta escribió y le devolvió la hoja.
Kamaswami leyó:
«Escribir es bueno, pensar es mejor. La inteligencia es buena, la paciencia es mejor.»
-Sabes escribir excelentemente -alabó el comerciante-. Aún tenemos que hablar de muchas cosas. Por hoy te ruego que seas mi invitado y que te alojes en esta casa.
Siddharta le dio las gracias y aceptó; y se alojó en casa del comerciante. Le entregaron vestidos y zapatos, y un criado le preparaba diariamente el baño. Dos veces al día servían un ágape abundante, pero Siddharta tan sólo asistía una vez, y nunca comía carne ni bebía vino.
Kamaswami le habló de sus negocios, le enseñó la mercancía y los almacenes, le mostró las cuentas.
Siddharta llegó a conocer muchas cosas nuevas, escuchaba mucho y hablaba poco. Sin desatender las palabras de Kamala, jamás se subordinó al comerciante, sino que le obligó a que le tratara como a un igual, e incluso como a un superior. Kamaswami llevaba sus negocios con cuidado, y a menudo, incluso, con pasión; Siddharta, por el contrario, lo observaba todo como si se tratara de un juego cuyas reglas se esforzaba por aprender, pero sin que afectase a su corazón el contenido.
No hacía mucho tiempo que se encontraba en casa de Kamaswami, cuando ya participaba en los negocios del dueño de la casa. Pero diariamente, a la hora indicada, visitaba a la bella Kamala con vestidos elegantes, finos zapatos, y pronto también le llevó regalos. Aprendía mucho de la roja boca inteligente. Mucho le enseñó la mano suave y delicada.
Siddharta, en el amor, todavía era un chiquillo inclinado a hundirse con ceguera insaciable en el placer, como en un precipicio. Kamala le enseñó, desde el principio, que no se puede recibir placer sin darlo; que todo gesto, caricia, contacto, mirada, todo lugar del cuerpo, tiene su secreto, que al despertarse produce felicidad al entendido. También le dijo que los amantes, después de celebrar el rito del amor, no pueden separarse sin que se admiren mutuamente, sin sentirse a la vez vencido y vencedor; de ese modo, ninguno de los dos notará saciedad, monotonía, ni tendrá la mala impresión de haber abusado o de haber padecido abuso. Pasaba Siddharta maravillosas horas con la bella mujer; se convirtió en su discípulo, su amante, su amigo. Allí, junto a Kamala, encontraba el valor y el sentido a su vida, no en los negocios de Kamaswami.
El comerciante encargaba a Siddharta las cartas y los contratos importantes, y se acostumbró a pedirle consejo en todos los asuntos trascendentales. Pronto se dio cuenta de que Siddharta entendía poco de arroz y de lana, de navegación y de negocios; y, no obstante, la ayuda de Siddharta era eficaz, e incluso superaba al comerciante en tranquilidad, serenidad y en el arte de saber escuchar y penetrar en el alma de los extraños.
-Este brahmán -comentó Kamaswami a un amigo- no es un verdadero comerciante, y jamás lo será; los negocios nunca apasionan a su alma. Pero posee el secreto de las personas que tienen éxito sin esforzarse, ya sea por su buena estrella, por magia, o por algo que habrá aprendido de los samanas. Siempre parece que juega a los negocios; jamás se siente ligado o dominado por ellos; nunca teme al fracaso, ni le preocupa una pérdida.
El amigo aconsejó al comerciante:
-De los negocios que te lleva, entrégale una tercera parte de los beneficios, pero deja que también pague la misma participación en las pérdidas que se produzcan. Así lograrás que se interese más.
Kamaswami siguió su consejo. No obstante, Siddharta se inmutó muy poco. Si conseguía beneficios, los recibía con indiferencia; si existía una pérdida, se echaba a reír y exclamaba:
-¡Pues mira, esto no ha salido bien!
A decir verdad, Siddharta continuaba siendo indiferente con los negocios. En una ocasión fue a un pueblo a comprar una gran cosecha de arroz. Sin embargo, al llegar, supo que el arroz ya había sido vendido a otro comerciante. A pesar de ello, Siddharta se quedó varios días en la aldea, invitó a los campesinos, regaló monedas de cobre a sus hijos, asistió a una de sus bodas y regresó contentísimo del viaje.
Kamaswami le reprobó por no volver en seguida y por haber malgastado tiempo y dinero. Siddharta contestó:
-¡No te enfades, amigo! Jamás se ha logrado nada con enfados. Si hemos tenido una pérdida, asumo la responsabilidad. Estoy contento de ese viaje. He conocido a muchas personas, un brahmán me otorgó su amistad, los niños han cabalgado sobre mis rodillas, los campesinos me han enseñado sus campos; nadie me tuvo por comerciante.
-Todo eso está muy bien -exclamó Kamaswami indignado-. ¡Pero en realidad eres un comerciante, o al menos eso creo yo! ¿O acaso has viajado por placer?
-Naturalmente -sonrió Siddharta-, naturalmente que he viajado por placer. ¿Por qué, si no? He conocido nuevas personas y lugares, he recibido amabilidad y confianza, he encontrado amistad.
Mira, amigo, si yo hubiese sido Kamaswami, al ver frustrada la venta habría regresado en seguida, fastidiado y con prisas; entonces sí que realmente se habría perdido tiempo y dinero. Ahora, sin embargo, he pasado unos días gratos, he aprendido, he tenido alegría y no he perjudicado a nadie con mi fastidio y mis prisas. Y si alguna vez vuelvo allí, quizá para comprar otra cosecha o con cualquier otro fin, me recibirán personas amables, llenas de alegría y cordialidad, y yo me sentiré orgulloso por no haber demostrado entonces prisa o mal humor. Así, pues, amigo, sé bueno y no te perjudiques con enfados. El día que creas que ese Siddharta te perjudica, di una sola palabra y Siddharta se marchará. Pero hasta entonces, deja que vivamos mutuamente contentos.
También eran vanos los intentos del comerciante por convencer a Siddharta de que se comía su pan, el de Kamaswami. Siddharta comía su propio pan -decía él-, o más bien, ambos comían el pan de otros, el de todos. Jamás Siddharta prestó oídos a las preocupaciones de Kamaswami, y eso que tenía muchos problemas. Nunca Kamaswami pudo convencer a su colaborador de la utilidad de gastar palabras en regaños o aflicciones, de fruncir el ceño o dormir mal cuando algún negocio amenazaba con un fracaso, o si se presentaba la pérdida de una cantidad de mercancías, o cuando parecía que un deudor no podía pagar. Si en alguna ocasión Kamaswami le reprochaba que todo lo que Siddharta sabía, lo había aprendido de él, éste contestaba:
-Veo que te gustan las bromas. De ti he aprendido cuánto vale un cesto de pescado y cuánto interés se puede pedir por un dinero prestado. Estas son tus ciencias. Pero pensar, eso no lo he aprendido de ti, amigo Kamaswami; mas tú harías muy bien, si lo aprendieras de mí.
Realmente, el alma de Siddharta no se hallaba en el comercio. Los negocios eran buenos para lograr el dinero para Kamala, y le proporcionaban mucho más de lo que necesitaba. Por lo demás, el interés y la curiosidad de Siddharta sólo recaía en las personas, mas sus negocios, oficios, preocupaciones, alegrías y necedades, podían serle tan extraños y lejanos como la luna. A pesar de la facilidad que tenía para alternar con todos, para vivir y aprender de todos, Siddharta notaba que existía algo que le separaba de los otros: su ascetismo. Observaba que los humanos vivían de una manera infantil, casi animal, que él a la vez amaba y despreciaba. Los veía esforzarse, sufrir y encanecer por asuntos que no merecían ese precio: por dinero, pequeños placeres y discretos honores; contemplaba cómo se insultaban mutuamente, se quejaban de sus penas, de las que un samana se reía, y sufrían por algo que a un samana tiene sin cuidado.
Siddharta acogía a todas las personas. Daba la bienvenida al comerciante que le ofrecía tela, al que estaba cargado de deudas y buscaba un crédito, al mendigo que durante una hora le explicaba la historia de su pobreza, a pesar de que no era la mitad de pobre que un samana.
No diferenciaba en el trato a un rico comerciante extranjero, del barbero que le afeitaba o del vendedor ambulante que le engañaba en el cambio de las pequeñas monedas. Cuando Kamaswami se le quejaba de sus preocupaciones o le reprochaba algún negocio, él escuchaba con curiosidad, serenamente; luego se asombraba, intentaba entenderle, le daba un poco la razón -únicamente la que le parecía imprescindible-, y le dejaba para ocuparse del siguiente asunto.
Y eran muchos, muchos los que llegaban a la ciudad para negociar con Siddharta, para engañarle o sondearle; muchos también para suscitar su compasión, o escuchar su consejo. Siddharta los compadecía, aconsejaba, regalaba, y se dejaba engañar un poquito. Y ahora ocupaba su pensamiento todo ese juego y la pasión con que lo jugaban los seres humanos, como antes lo ocuparon los dioses y Brahma.
A veces le llegaba del fondo de su pecho una débil voz, casi moribunda, que le avisaba y se lamentaba; pero era tan endeble que apenas se notaba. Cuando la oía, por una hora tenía conciencia de que llevaba una vida especial, de que hacía cosas que únicamente eran un juego; sí, se sentía sereno y a veces alegre, pero la verdadera vida pasaba de largo y no le tocaba.
Como un jugador de pelota domina su arte, así también Siddharta jugaba con sus negocios, con las personas que había a su alrededor; los observaba, y ellos le alegraban. No obstante, su corazón, la fuente del ser, no participaba. La fuente corría por alguna parte, pero lejos de él, se deslizaba invisible, y ya no pertenecía en nada a su propia vida. Ante tales pensamientos alguna vez se asustó; entonces deseó participar también, en lo posible, en la actividad pueril del día, con ardor y con el corazón: quería vivir de verdad, obrar auténticamente, disfrutar realmente, vivir en vez de permanecer como espectador solitario.
No obstante, continuaba sus visitas a la bella Kamala, aprendía el arte del amor, se entrenaba en el culto al placer, donde más que en ningún otro asunto, el dar y el recibir es una misma cosa.
Charlaba con Kamala, aprendía mejor que Govinda en los tiempos pasados; Kamala se parecía más a Siddharta que el viejo amigo.
En una ocasión manifestó él:
-Tú eres como yo, diferente de la mayoría de los seres humanos. Tú eres Kamala, nada más; y dentro de ti hay un sosiego y un refugio donde puedes retirarte en cualquier momento, como yo puedo hacerlo. Pocas personas lo tienen, y, sin embargo, lo podrían poseer todas.
-No todo el mundo es inteligente -opinó Kamala.
-No -replicó Siddharta-, no es por eso. Kamaswami es tan inteligente como yo, y, sin embargo, no lleva ese refugio en su interior. Otros lo tienen, pero si medimos su inteligencia son igual que chiquillos. La mayoría de los seres humanos, Kamala, son corno las hojas que caen de los árboles, que vuelan y revolotean por el aire, vacilan y por último se precipitan al suelo. Otros, por el contrario, casi son como estrellas: siguen un camino fijo, ningún viento les alcanza, pues llevan en su interior su ley y su meta. Entre todos los samanas y los sabios -y yo he conocido a muchos-, había uno de esos últimos, una persona perfecta. Jamás lo podré olvidar. Se trata del Gotama, el majestuoso, el predicador de aquella doctrina. Diariamente escuchan sus palabras más de mil discípulos, y a todas horas siguen sus consejos; pero los otros son hojas de las que caen, pues no llevan en sí mismos la doctrina y la ley.
Kamala objetó sonriente:
-Otra vez vuelves a hablar de él. Nuevamente tienes pensamientos de samana.
Siddharta no contestó. Continuó con el juego del amor, uno los treinta o cuarenta juegos diferentes que conocía Kamala. El cuerpo de ella era elástico como el de una pantera, como el arco de un cazador; quien aprendía el amor con Kamala, sabía muchos placeres, muchos secretos.
Durante mucho tiempo jugaba con Siddharta: le atraía, le rechazaba, le obligaba, le abrazaba; se alegraba de su maestría hasta que él, vencido y agotado, descansaba junto a Kamala.
La hetera se inclinó sobre Siddharta, observando largamente su cara y los ojos cansados.
-Eres el mejor amante que he conocido -declaró pensativa-. Eres más fuerte que otros, más flexible y espontáneo. Has aprendido mi arte muy bien, Siddharta. Algún día, cuando yo sea mayor, quiero tener un hijo tuyo. Y sin embargo, querido, sé que sigues siendo un samana, que no me quieres, que no amas a nadie. ¿No es eso verdad?
-Puede que lo sea -contestó cansado-. Pero soy como tú: tampoco amas... ¿Cómo podrías ejercer el amor, como un arte? Las personas de nuestra naturaleza quizá no sepan amar. Los seres humanos que no pasan de la edad pueril sí que saben: ése es su secreto.
SANSARA
Durante largo tiempo Siddharta había vivido la vida del mundo y de los placeres, pero sin formar parte de esa existencia. Se le habían despertado los sentidos que adormeció en los ardientes años de samana; había probado la riqueza, la voluptuosidad, el poder; no obstante, durante mucho tiempo permaneció siendo un samana dentro del corazón. Se dio cuenta de ello la misma Kamala, la inteligente. La vida de Siddharta seguía estando presidida por tres cosas: pensar, esperar y ayunar; todavía la gente del mundo, los seres humanos le eran extraños, igual que él lo era para los demás.
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