PARA LEER DEBAJO DE UN SICOMORO
QUINTA ENTREGA
2 / ÁRBOL INCORREGIBLEMENTE REPLETO DE DESCUBRIMIENTOS (1)
Lezama, ¿ha pensado en el árbol? ¿Qué opinión le merece?
Cada árbol es una catedral de hojas y cada hoja una catedral de estancias. Un animal tiene cuatro patas porque no puede tener dos, porque es un mamífero todavía de poca alcurnia. El hombre tiene dos, porque otras dos ya logró convertirlas en manos. El árbol, sin embargo, amigo, se sostiene cómodamente sobre una sola extremidad y así de paso no se deja arrastrar por exabruptos y otras velocidades.
El árbol, como yo, como usted ahora, es un viajero inmóvil, alguien que tiene prisa por estarse quieto, por serenarse bajo un cielo en movimiento. El árbol se traslada con expansión y es fiel a su paisaje. Es el único sujeto leal al horizonte: no juega con él, no intenta acercarlo ni alejarlo.
El árbol es un misterio inicial y el misterio en franca reducción. El árbol es el esbozo invertido de una campana sin sonidos, es el pasado de la cruz. Y cualquier árbol es el árbol de la vida, el traficante en oxígenos. Cualquier árbol da pan y da manzanas, cualquiera descorcha vinos y pare azahares. Un solo pájaro llegando a la hoja anfitriona, a la amplia rama hotelera, fue suficiente razón para que Dios emprendiera el proyecto del árbol. A ese mismo proyecto multiplicado por el infinito, lo llamó, excitado, divertido, con el nombre altisonante de bosque.
El bosque es, pues, la altisonancia, el abolengo vegetal, el delirio de la creación, el frenesí de jugar con un dedo creativo e instantáneo. Dios puso el dedo, su dedo de Dios, y lo iluminó a usted y me puso luz a mí y lanzó la iniciativa de los bosques, de donde debíamos tomar la fruta y la sombra y la flecha y la silla y la mesa y la cama, para hacer un tránsito relativamente seguro y confortable.
Dígame algo verde de los árboles.
¿Verde sin que yo sea un viejo verde? Pues le informaré que de niño yo orinaba detrás de un árbol verde. Y que si de mayor no lo hago, es porque carezco de árbol íntimo, al fondo del patio, donde desahogar mi humedad. Bueno, ¿y qué hay de verde en esa confesión? ¿Orinar es una acción verde por el simple hecho de que orinamos con el mismo órgano de fornicar? Y, bueno, ¿fornicar es una acometida verde, porque el color del diablo es de un verde azufre y corrompido? No. Nada es verde en ese sentido satánico, ni el propio Satán, que me han dicho que se tiñe el cabello.
No hay perversidad en el verde ni nada vegetal en la perversidad. La perversidad es puramente cerebral e incolora, totalmente animal y sutilmente reptil. Y lo que tiene que ver con el sexo, de insecto o de elefante, de pulga o de camello, e incluyendo al viejo verde, enseña los mejores colores y es cándidamente infantil y alegre. ¿Algo verde del árbol? Su fruto antes de madurar.
¿Qué es lo que más le sorprende del árbol?
El árbol es un conjunto de sorpresas, como diría con brillo cualquier buen diccionario. Usted camina por El Prado, mira, ve, comprende, y todo sorprende. ¿Verde? Una copa verde, un follaje verde, un mango verde o una guayaba verde o un aguacate verde. ¿Por qué tal insistencia verde, por qué esa recurrente y porfiada obstinación? Ayer verde, verde hoy y seguramente verde mañana en la mañana. ¿Falta de imaginación, un estilo reiterado, una preferencia incorregible, una tozudez de Dios omnipotente? Cada respuesta puede ser.
Pero, ¿y qué me dice de la flor? ¿Insistir en el verde o será un recurso para luego deslumbrar con las veleidades del pétalo? Flor roja, flor amarilla, si tienes vergüenza no me hables más, flor azul, flor lila, flor morada. ¡Caracoles! ¿Sorprende, no? Cuando el labio no decía aun sorpresa, decía flor. La flor es vanguardia de la sorpresa y el premio a la virtud de vivir. El Creador mismo se sorprendió con el advenimiento sorpresivo de la flor y la misma flor se sorprendió coqueteando con el espejo de las aguas. Todavía hoy, un millón de años después, usted regala una flor, a la ninfa, a la amante, y ella se desbarata y se endiosa rápidamente con la sorpresa.
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