LA VIDA, LA MUERTE Y LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE (3)
En primer lugar, la mitad de los casos de experiencias en el umbral de la muerte que hemos recogido, son el resultado de accidentes brutales, e inesperados, en los que las personas no podían prever lo que les iba a suceder. Por no hablar más que de un caso, citaré el de uno de nuestros enfermos que perdió sus dos piernas a consecuencia de un accidente en el que fue atropellado y el conductor se dio a la fuga. Mientras se encontraba fuera de su cuerpo físico incluso vio una de sus piernas en el suelo, y fue perfectamente consciente de encontrarse en un cuerpo etérico absolutamente perfecto y tener sus dos piernas. No podemos suponer que este hombre sabía de antemano que perdería las dos piernas y que su visión era sólo la proyección del deseo de andar de nuevo.
También hay una segunda prueba para eliminar la tesis de una proyección del deseo y nos llega por parte de los ciegos que a lo largo de este estado de muerte aparente dejan de serlo. Les pedimos que compartieran con nosotros sus experiencias. Si sólo se hubiera tratado en ellos de una proyección del deseo, no estarían capacitados para precisar el color de un jersey, el dibujo de una corbata o el detalle de los dibujos, colores y cortes de prendas que llevaban los presentes. Interrogamos a una serie de personas con ceguera total y fueron capaces de decirnos no solamente quién entró primero en la habitación para reanimarlo sino describir con precisión el aspecto y la ropa que llevaban los que estaban presentes, y en ningún caso los ciegos disponen de esta capacidad.
Además de la ausencia de dolor y la percepción de integridad corporal, en un cuerpo simulado perfecto que podemos llamar cuerpo etérico, los hombres toman conciencia de que nadie llega a morir solo. Hay tres razones que lo afirman, y cuando digo «nadie» entiendo igualmente el que muere de sed en el desierto a algunos centenares de kilómetros de la persona más cercana, como el astronauta que atraviesa sin meta el espacio en su cápsula, después de haber fracasado la misión, hasta finalmente llegar a morir.
Cuando nosotros preparamos para la muerte -y esto es frecuente con niños que tienen cáncer-, nos damos cuenta de que todos tenemos la posibilidad de abandonar nuestro cuerpo físico y llegar a lo que llamamos una experiencia extracorporal.
Todos tenemos estas experiencias a lo largo de ciertas fases del sueño, pero son pocos los que se dan cuenta de ello. Los niños que mueren, y sobre todo los que están preparados interiormente, tienen una espiritualidad mayor que los niños sanos de su misma edad, y toman mejor conciencia de sus breves experiencias extracorporales. Esto los ayuda en el momento de su tránsito porque se familiarizarán más pronto con su nuevo entorno.
Los niños y adultos nos hablan de la presencia de seres que les rodean, les guían y les ayudan en el momento de su salida del cuerpo. Los niños pequeños les llaman con frecuencia «compañeros de viaje». Las iglesias les han llamado «ángeles de la guarda», mientras que la mayoría de los investigadores les llaman «guías espirituales». No tiene ninguna importancia la designación que les demos, pero es importante saber que cada ser humano, desde el primer soplo hasta la transición que pone fin a su existencia terrestre, está rodeado de guías espirituales y de ángeles de la guarda que le esperan y le ayudan en el momento del paso al más allá. Somos siempre recibidos por aquellos que nos precedieron en la muerte y que en otro tiempo amamos.
Entre aquellos que nos acogen pueden encontrarse, por ejemplo, los hijos que perdimos precozmente, o los abuelos, o el padre o la madre u otras personas muy cercanas a nosotros en la tierra.
La tercera razón por la que no estamos solos en el momento de nuestra transición es porque después de abandonar nuestro cuerpo físico (lo que puede ocurrir antes de la muerte verdadera) nos encontramos en una existencia en la que no hay ni tiempo ni espacio y podemos desplazarnos instantáneamente donde queramos.
La pequeña Susy, que muere de leucemia en un hospital, está acompañada permanentemente por su madre. La pequeña se da cuenta de que cada vez le será más difícil dejarla pues ella se inclina a veces sobre su cama y murmura: «No te mueras, querida, no me puedes hacer esto. No podré vivir sin ti».
Esta madre -y se parece a muchos de nosotros- culpabiliza al moribundo. Susy, que ha abandonado su cuerpo durante el sueño y también en estado de vigilia para ir allá donde tenía ganas, tiene la certeza de una existencia después de la muerte y pide sencillamente a su madre que se vaya del hospital.
En estas situaciones los niños suelen decir: «Mamá, tienes aire de cansada. ¿Por qué no te vas a casa para ducharte y descansar? De verdad, yo estoy muy bien». Quizá media hora después suena el teléfono de casa y alguien del hospital dice: «Señora Schmidt, estamos desolados al tener que informarle que su hija acaba de morir». Desgraciadamente, estos padres se culpabilizan después. Se avergüenzan y se reprochan por no haberse quedado media hora más y haber podido estar presentes en el momento de la muerte de su hijo. Estos padres no saben generalmente que nadie muere solo. Nuestra pequeña Susy había deshecho ya sus contactos terrestres, había adquirido la capacidad de abandonar su envoltura y liberarse de ella rápidamente para volver con la velocidad del pensamiento cerca de su mamá o su papá o hacia cualquier persona que la atrajese. Como ya lo dije anteriormente, todos llevamos el sello divino. Recibimos ese don hace millones de años y además del libre albedrío, también recibimos la capacidad de abandonar nuestro cuerpo y no sólo en el momento de la muerte, sino también en momentos de crisis después de un agotamiento, en circunstancias extraordinarias, así como en diferentes fases del sueño.
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