(EDITORIAL LETRAS CUBANAS / 1998)
Para leer debajo de un sicomoro reúne dieciséis entrevistas José Lezama Lima realizadas por el periodista Félix Guerra en el curso de encuentros que se prolongaron por más de una década. El propósito que animó al entrevistador fue el de conducir al escritor cubano hacia territorios no frecuentados en otros diálogos, y revelarnos así a un Lezama desconocido e incluso sorprendente. Viajero inmóvil a bordo de su mítico sillón, el autor de Paradiso se asoma en estas páginas a los más disímiles temas: Martí, el árbol, el mar, la degradación del medio, el río, el libro y la lectura, los descubrimientos, la literatura infantil, las frutas tropicales, los símbolos, la imagen, la novela, evocaciones de Juan Ramón Jiménez, Darío, Lorca, Cortázar, y muchos otros tópicos. El carácter inédito de gran parte de las opiniones y juicios que aquí aparecen, unido al alto vuelo intelectual y poético de las intervenciones lezamianas, hacen de este volumen un texto de imprescindible lectura para los que se interesan por el ámbito creativo y biográfico del autor mayor de la generación de Orígenes.
Félix Guerra es autor de varios volúmenes de testimonio, periodismo, narrativa y poesía: El sueño del yaguar (poesía, 1985) y El amor de los pupitres (1992, Premio de la Crítica) entre otros.
PRIMERA ENTREGA
INTRODUCCIÓN AL PASADO: SABER SER DIGNAMENTE (1)
Estas entrevistas se prolongaron por más de un decenio: entre finales de 1965 y mediados de 1976, año en que el poeta sucumbe a la acción simultánea de una obesidad creciente y el quebranto milenario de sus pulmones. Algunas suertes, incluso el azar concurrente, me fueron llevando hacia José Lezama Lima. ¿Cómo lo recuerdo? Muy gordo, por supuesto: una especie de hipopótamo lírico que rema siempre a bordo del sillón. Dueño incansable de aquel verbo delirante y barroco que finalmente se derramaba como café olvidado en la hornilla. En itinerarios de zunzún y vuelos de zigzag entre las diferentes ramas de la cultura. Armando y desarmando su calidoscopio de imágenes. Candoroso y gentil, flotando en la penumbra sobrecargada de una salita repleta del humo azul del mejor tabaco del mundo.
Dos sucesos (noviembre del 65) sin aparente conexión. 1) Me topo en Carlos III, por la acera del Instituto de Lingüística, a un colega de la prensa que lee Dador. ¿De Lezama? Muestro interés y me presta el libro. Una semana después, 2) Amanda, condiscípula de la Escuela de Periodismo, solicita quedarse con unos poemas míos para -explica- “poderlos leer con más calma”.
El lunes la pequeña me suelta: “Lezama quiere conocerte.” ¿Lezama Lima? ¿Para qué asunto? “Leyó tus poemas.” ¿Qué, pequeña traidora? “Traidora no -refunfuñó con la abultada carne de sus labios-: le llevé los poemas a un poeta.” Sí, está bien, pero le recordé una de las leyendas negras en boga: Lezama es un cuchillo afilado y sobre todo para los jóvenes. “Ay, Félix, tú me perdonas -dijo, mostrando desdén por mis temores y prejuicios-, a mí me parece una persona encantadora. Olvídate de lo que digan.” Me rasco los pelos con un dedo de uña carcomida. ¿A dónde hay que ir a verlo? “A su trabajo, por supuesto. ¿Sabes dónde está el Instituto de Lingüística? Por las mañanas preferiblemente.”
El martes subía por Oquendo con los huevos en el pescuezo. Al cruzar Carlos III, se produce un encuentro con el colega de la prensa, que me apura por Dador. Digo que mañana lo llevo a su casa. Sigo. ¿Qué hace este aquí leyendo siempre a Dador o pidiendo que le devuelvan a Dador? ¿Algún presagio? Sigo, con la boca, reseca. Voy dando vueltas a lo que me pueden decir y a lo que debo responder.
Paradiso en la calle
Cuatro o cinco meses después (abril o mayo del 66), vuelvo a cruzar Carlos III. Al final de un pasillo a la derecha, divido a José distraído con un legajo de papeles. “Ah, un joven poeta se adelanta -exclama- y deja oír sus resonancias.” Manos que se estrechan. Siéntese aquí. Tira de una silla. Sobre el buró de caoba un gran tomo todavía tibio de Paradiso, que recién salía a la calle y andaba provocando crujidos en los cimientos. Yo poseía un ejemplar idéntico, pero para ocupar las manos arrastré hacia mí la novela y comencé a hojearla. Lezama, viendo el interés, pregunta si ya tengo la mía o hace falta que me la obsequie. “No, no, ya compré su novela y -aquí ¿inexplicablemente? Intercalé una mentira- hasta la leí.”
-¿La leyó? ¿Completa? ¿Hasta el capítulo XIV? Honor que me hace. Y ¿qué le ha parecido?
Yo había logrado en realidad disciplinarme sobre los capítulos I y II. Luego sin poder resistir, salté al VIII (en la página 264 de aquella edición de la colección Contemporáneos de la Unión, febrero de 1966). Hasta ahí mi inquietante botín de lecturas. Había chocado sí con algunas amistades de los mundos de la prensa y la literatura que juraban no haberse dejado tentar por el diablo y leyeron cronológicamente Paradiso desde el instante en que la mano de Baldovina separa los tules, hasta el segundo en que Cemí corporiza a Oppiano Licario y vuelve a oír su voz modulada en otro registro. Pero de bien poco me servía aquello, aparte de ser experiencia ajena, porque unos se iban en elogios desmesurados e imprecisos o muy generales y otros confesaban no haber entendido absolutamente nada, ni por dónde le entraba el agua al pescado frito.
La mirada intensa del interlocutor no dejaba lugar a dudas. Resulta imposible evadir una respuesta. A esa altura no se podía recoger pita y confesar que apenas había hecho un quinto de la lectura ni optar por una opinión de las ambiguas, solución a veces aceptable para no verse en el trance de rechazar o aprobar sin más comentarios. En materia de mentiras yo cojeaba fácilmente y supuse que Lezama era todo un sólido hueso que roer. Intuí incluso que si no superaba el lamentable percance, aquella amistad incipiente podía irse directo al fondo de la bahía. Opté por mi única verdad a mano, rogando que eso fuera suficiente.
-Ejem, creo que su novela puede ser leída ahora pero solo será comprendida en el futuro.
El intenso mirar de Lezama se aflojó y fue disolviéndose parejo a las espirales de humo azul. Una bocanada de complacencia inaudible agitó la luz entre nosotros y creo que pudimos sonreír aliviados, al unísono, atrapados brevemente en la íntima comprensión. Sin embargo, mis apuros no terminaban ahí. Lezama deslizó con serenidad y casi con indiferencia una segunda interrogante.
-¿Le resultó muy perturbador el famoso capítulo VIII?
Apuros de un aprendiz
Bajo la tensión del minuto anterior, estuve a punto de negar. “No. Nada me perturbó en lo absoluto.” Cualquier cosa, con tal de zafarme del agobio. Deseé respirar otro aire, correr por el pasillo y las aceras y quedarme a solas un minuto para sofocar el apuro. Y luego, irremediablemente, caminar hacia el vacío, donde ya nunca volvería a estar Lezama con sus risotadas y sus humos y su aparente ingenuidad durante los interrogatorios. No me moví, sin embargo. Otra parte de mí se enervaba con una plática tan difícil. ¿Podría yo sortear el tremendo escollo, lograr el equilibrio entre los varios abismos del desfiladero y salir airoso, aun cuando el adversario era el cubano más cercano a una enciclopedia de veinte tomos y la plática versaba sobre un libro que él demoró décadas en redactar y sobre el que mis ojos no habían gastado más que un par de horas de su tiempo?
En ese momento (de la vida, no de la conversación) mis mayores esfuerzos existenciales se concentraban en realizar y modificar múltiples concepciones y creencias. Comprendía que algunas de mis formas al contemplar el mundo todavía se sujetaban demasiado a las influencias hogareñas y de entorno de la niñez y la adolescencia, transcurridas en una sosegada atmósfera municipal, al cuido de los abuelos, padres, tíos, no muy ilustrados y nada liberales (con sus excepciones), que fluctuaban sociopsicológicamente entre el campesino pobre y obstinado, que nada pide ni aguarda, salvo lo que rinda su faena, y el obrero con apetencias culturales y económicas muy limitadas y gran estima de su decencia: en casa se inculcaba sobre todo laboriosidad, honestidad, modestia. Cualquier accidente en la vida de una persona se calificaba de mal paso. A eso se debía sumar un ajetreo de joven rebelde y joven comunista, hasta 1963, en una racha de tiempos en que, mientras una parte de nuestros cosmos se expandían, la moral encogía hasta parecer sólo una alusión a asuntos o conflictos del sexo o una admonición contra cualquier eventual o ligero desliz de los apetitos. Recuerdo una ocasión, en esa época de los 60, que paseaba por el parque Almendares y ocupé un banco en compañía de una dama a la que hacía con éxito la corte. Al intentar besarla, ella se apartó y señaló un cartel de aviso sobre nuestras cabezas. Este es un banco moral, rezaba. Se debe sumar además mi afición a los comics y filmes de aventuras, con héroes de una visible virilidad muscular, al estilo de Superman, Tarzán, Trucutú, El Zorro, que sin embargo nunca temblaban de amor, ni concretaban ciertos velados flirteos ni osaban besar a sus espléndidas Luisa Lane, Juana, Ulanita, etcétera: las escenas de esos erotismos quedaban en la tinta, mientras los lectores pocos avisados nos adentrábamos en la convicción de que la hombría radicaba más en la fuerza y destreza de los puños que en cualquier otra absurda reacción biológica de los héroes. A esa suma se debe agregar el peso de determinada tradición religiosa que soslayaba la sensualidad y sexualidad del cuerpo y procuraba cubrir con abundantes telas y trapos ese territorio oscuro (y aplazado hasta el último segundo y culpable de tantos males) que confluye anatómicamente en el delta pluvial entre las extremidades no inferiores sino posteriores. Los prejuicios acerca de la homosexualidad (tolerada, explicada y en trance de ser comprendida sólo treinta años después) no se deben tratar sólo como sumatorias más de igual valor. Semejantes transgresiones de la naturaleza, por añadidura, se vinculaban a perversos deseos o irritantes exhibicionismos. Se trataba de una variedad de peste que arruinaba a posibles magníficos mancebos y doncellas, lanzándolos incluso fuera de los círculos del infierno. La homosexualidad, junto a la religiosidad, constituían en aquella primavera de 1966 dos infranqueables escollos para acceder a una plena integración política y social.
-Si digo que no -respondí-, miento. La moral católica, aunque nunca fui católico, era y es el viento predominante. Resulta paradójico pero muy reconfortante que sea un libro escrito por un católico lo que rompa el celofán. Ese capítulo VIII, por encima de cualquier virtud o defecto literarios, es una apertura para nuevas eras imaginarias. (¡Puf!)
Soy incapaz seguramente de recordar textual y ciento por ciento algo que deslicé hace casi tres décadas. No obstante, fue la esencia. Respiré profundo. Yo mismo me empujaba constantemente en direcciones que iba descubriendo durante la marcha. Comprobaba una vez más los flujos y reflujos de una era fulminante y contradictoria, en que a veces la gran ventisca renovadora movía gruesas corrientes paralizantes o retrógradas, en tanto antiguos soplos nos impulsaban inopinadamente hacia horizontes de estreno.
La historia que antecede debió ser contada para explicar en síntesis los vericuetos de una amistad, qué suerte de dialéctica sorpresiva consolida y hace larga la relación entre un docto y barbado maestro y algo así como un lampiño aprendiz bajo protesta y a la expectativa. Algunas suertes, muchas, incluido el inesquivable azar concurrente, incluidas ciertas irrefrenables mentiras y una habilidad ocasional para improvisar una verdad y salir del hueco, más la tolerancia martiana y de límites amplios de anfitrión, más su vocación de domine candoroso y ansioso de escuchas, están a montones detrás de las largas pláticas que son el fundamento de eta recua de entrevistas.
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