Y qué si fueras vos, y qué si fuera tuyo el carrito de bebé con el que Fernanda recorre las plazas y los tachos de basura, donde va amontonando las porquerías que después le robarán en la pieza sombría, qué si fuera tu voz esa que entra en las panaderías para pedir los restos y la que anda atrás de los autos como persiguiendo una presa de ciudad, qué si fuera en tu cuarto donde se aloja el olor de la carne podrida y la ropa húmeda, qué pasaría si entraras en el baño de tu casa semidormida y te miraras al espejo y vieras, y si vieras que a tu boca le faltan los dientes de adelante y que tu rostro se ve tan sórdido que no querés volver a verlo, y qué si esa manera de ver las cosas que te parece tan simple fuera en realidad mucho más honda y más vacía, qué si ese dolor que apenas podés imaginar, sin caer en una compasión que te hace sentir una basura, fuera mucho más tuyo y más real y sobre todo menos simple, pero más que todo eso, mucho más, qué pasaría si te quedaras sin palabras, balbuceando cosas sobre los trapos de piso y diciéndole a tu hija que le vas a pegar cuando tal vez quisieras decirle otras cosas que sentís alborotarse adentro, adentro de tus pechos de los que solo te sale leche y más leche aunque ya tenés cuarenta y cinco años, qué si de tus pechos no salieran las palabras blancas y líquidas y no entraran en el cuerpo de esa niña diciéndole esas cosas que no sabés decir, qué si te sangraran los pezones y se te volvieran rojos e irreconocibles, y si no fuera una boca suave y tierna la que te mordisquea los pechos jugando mientras te dice esas cosas que tanto te gustan, qué si sólo hubiera la boca de tu hija que ya tiene dientes y te lastima como te lastimaban los pechos esos hombres diciéndote yegua, o puta, o diciendo te amo.
11
Todavía me despierto a media noche, sobresaltada con el llanto persistente de Julián y los hacé callar a ese botija de mis compañeras de pieza, creo que es mi propio llanto, que soy yo misma hace exactamente veinticinco años, qué se iba a imaginar mi padre que muriéndose como se murió iba a marcar el comienzo de la ruta que me trajo hasta acá para olvidarlo, hay que irse así, sin avisar siquiera, sin tener la cortesía de decirnos que se iba, como todas las veces que salía y nos dejaba durante semanas y mi madre le decía a mi hermana allá se va tu padre con la mugrienta esa, y yo ahí, con mis tres años sin entender, asociando mugrienta con muñecas y quién sabe qué otras palabras, y eso que había pocas palabras en mi casa, palabras mugrientas, muñecas rotas, allá se iba mi padre a cuidar a esa muñeca, pero un día no volvió, y mi padre era eso que iba y venía, esa sombra que se movía cerrando y abriendo mi infancia con los golpes de la puerta, era el olor del vino que me envolvía cuando besaba mi frente, y después se fue mi madre, no se fue al cielo como nos decían a mi hermana y a mí, se fue al país de los locos, no nos dábamos cuenta que cada día nos hablaba menos, aunque mi hermana creo que entendía más de la locura que yo, una tarde me estaba tironeando del pelo por algo que yo le había robado, lo hacía en frente de mamá, como queriéndole tocar el pelo a través del mío, mamá venía y nos agarraba fuerte de los brazos, y nos acostaba a dormir como hacen las madres de acá, todavía me acuerdo de la presión de esa mano, del calor y los colores que iba tomando en el correr de los días, me divertía ver cómo mi brazo podía ser verde y después negro y después volver a ser bien blanquito, sos una muñeca, tan blanquita y linda, me decían las monjas antes de apagar la luz, y a mí me aterraban las siluetas de las otras niñas cuando todo quedaba oscuro y en silencio, me parece que Julián siente lo mismo, por eso no quiero que sepa que estuvo acá, pero yo sé que cada día va entendiendo más cosas, es como mi hermana, como yo, como todos, que vamos entendiéndonos y después no hay cómo defenderse, una vez que te diste cuenta estás en otro lado, como cuando cumplí los dieciocho aunque no quería, entonces voy y me apuro por encontrar la guardería y tener tiempo de lavarme el pelo y volver a ser blanquita y linda y agarrar todas mis cosas y mandarme a mudar, de la misma manera imprevista y repentina en que se fue mi madre a ese país, cuando mi hermana se dio cuenta ya no había retorno, volvió a tirarme del pelo como si toda su alma estuviera puesta en eso, era la única manera que conocía de despertar a mamá, puta que es como si estuviéramos condenados a tirarnos del pelo y llorar en la madrugada para despertar a mamá, pero a veces no hay nadie, mi madre no se despertó más, hacé callar a ese botija me grita la de al lado, si supiera cómo.
9
Caminás por una calle que te parece tan amplia como improbable, bañada por un sol distinto aunque vos seguís caminando igual que siempre, sin pensar en cuántas cuadras faltan, olvidarte siempre te resulta un milagro, un pequeño secreto que casi no te atrevés a compartir, al principio jugás con tus gestos, la forma de tu cara, la carta de presentación, movés tu cara como si fuera una ficha de ajedrez, la vas deslizando y superponiendo a las caras de la gente, ahora tenés la cara de esa muchacha que se viste de negro como si quisiera ser un hueco o ir rasgando el día cuando pasa, como si también estuviera en contra del verano artificial que estás viviendo, ahora imaginás que tocás tu cara y la sentís pequeña, indefensa y arrugada pero poderosa, sos la mueca de la anciana que solo puede mirar el piso, que tiene un horizonte estrecho, escaso, pero ahora sos la cara que tenías a los siete años, el mismo corte de pelo, ese cerquillo inmóvil, o también sos la cara que tenía tu madre cuando era mucho más joven que vos y ni se imaginaba que los rasgos de su cara iban a sobrevivirle, deformándola, volviéndola una niña en la que apenas reconocía sus propias muecas, la separación de las cejas, la cara que era tan joven y que sin embargo ya estaba engendrando tu propio rostro, oculto a veces, apenas visible los días de sol como este, después te empezás a olvidar del tono de voz, ensayás otras voces, decís hola con la boca de tu padre, mentalmente vas recorriendo ese bigote, sabés que tenés los labios finos que besaban a tu madre hace ya cuántos años, y entonces la besás y te quedás con los labios de tu madre puestos como si te los hubieras pintado sin querer cuando le robabas el labial para mirarte al espejo y sentirte más grande, más mujer, todavía más cerca de tu madre, siempre te gustó la pequeña traición de la cara, te fascinaba mirar en el espejo las muecas que hacías cuando no entendías algo, descubrías con alegría y temor que lo que veías no se parecía a la imagen que te hiciste de ese gesto, que lo que veían los otros no era eso sino lo que estabas viendo ahora, entonces volvías a pensar en esa extraña cualidad de la cara, ese lugar donde resumías el hondo sentimiento de extrañeza que te sobrevenía por la calle muchas veces, y que tenías que espantar casi levantando las manos como quien aleja a un bicho molesto, porque alguien te había dicho que así empieza la locura, y vos conocías casi tan bien como tu propia casa la cara de los locos, esas muecas, esa forma de poner los ojos, de dejarlos ahí, mirando simplemente, como quien deja un perro en el jardín para irse de vacaciones a un lugar soleado, te fascinaba la cualidad de las caras, la inexplicable posibilidad de que fueran otras y sin embargo eran así, tan precisas y tan únicas, tan definitivas en sus minúsculos detalles, cuando podrían haber sido absolutamente diferentes, y pensabas si eso no le quitaba peso a las cosas, el hecho de que fueran lo que son pero que al mismo tiempo tuvieran esa fuerza subterránea que mostraba todo lo que estaba afuera y las infinitas posibilidades, todo lo que podrían haber sido, eso que hacía que te parecieran lo mismo los embarazos de las mujeres maquilladas que los de las mujeres sin dientes, porque vos también podías olvidarte de quien eras, pero no podías, no querías inventarte otra cosa, venir a sentarte al escritorio y transformarte, vivir con esa otra cara o imaginar una nueva, una sucesión de caras que se cruzaban y después morían, ibas cubriendo tu propia cara con la de los otros solamente para olvidarla, para deleitarte con ese ínfimo instante en que conocías la muerte y seguías caminando, invisible hasta para vos misma, sin saber adónde te dirigías ni cómo te llamabas.
8
Había algo de esas vidas que me atraía y me repulsaba a un mismo tiempo, como si estuviera viendo una cosa de mí misma que se volvía borrosa, toda mi vida, las rutinas diarias, los pensamientos absurdos de rebeldía que me asaltaban en la cama, todo lo que me hacía llegar a las citas con las piernas flojas y la sonrisa impostada, las casas que había dejado y sobre todo los sueños, el refugio de los sueños, de los viajes y la vida que tenía por delante en los gestos de hijos que ni siquiera tendría, la frágil convicción que se instaló desde niña, ese hay otra cosa, hay otra cosa que no es un lugar, que no es ni siquiera una casa de infancia adonde volver ni un cuarto preciso que la mente guarda, hay otra manera de estar y de moverse, otra mirada hay y sobre todo hay una manera de vivir que consiste en estar sujeta a ese deseo, abstracto y transparente, como cuando Fernanda se pone al sol, y el sol le da directo en la cara y le acentúa todavía un poco más las arrugas, entonces el pelo que es negro en realidad aunque se oculta detrás de ese rubio manchado y sórdido, avejentado como los párpados, vuelve a mostrar su negro con una furia y una belleza inimaginable y esa mujer con el vientre ajado, flojo y cansado de parir y embarazarse en las plazas y volver a parir en hospitales tapizados con pedazos de vientres, placentas destruidas, gritos ahogados o quejas o murmullos, saliendo de caras desdentadas que se tragan el blanco de las sábanas como una estampida de ratas, esa mujer quebrada por donde se la mire, vuelve a brillar como si fuera la única mujer, la única imagen de la belleza ante la que nos arrodillamos y damos gracias y decimos dios te salve, el único gesto de mujer al sol que nos aturde en su esplendor y hondura, la única mujer sobre la tierra, que nos parió a todos para que siguiéramos admirando su vientre interminable.
5
Pero cuántos libros había que hablaban de lo mismo, de lo contrario, de esto o aquello. Tenía un siglo atrás que me habilitaba, si me daba la gana, a escribir cien páginas con esas tres palabras, lo del trapo y el te pego, podía hacerlo, podía borrar la biblia entera y publicarla como ese italiano de los sesenta que dábamos en la facultad, discutiendo acaloradamente sobre la vanguardia y los post y los neo y todo eso que de a ratos para mí era tan fascinante y hasta levantaba la mano para decir la primera estupidez que se me pasara por la mente y de a ratos una basura y cuando me parecía una basura era cuando todos los libros se reunían a gritar que no podía ser tan ingenua. Pero no se puede leer y no sentirse mal. No preguntarse cosas. No quedarse paralizado. Sentir eso, que no hay por qué moverse, que hay que quedarse quieto. Qué personaje iba a crear si solo podía decir te voy a pegar. Me quedaba sin palabras. Y todo el murmullo de la biblioteca se me olvidaba de repente. Estaba rodeada, como si fuera gente hablando idiomas incomprensibles. Buscaba una palabra, la combinación, la comparación que alguien alguna vez admiraría. Alrededor de la página estaban todos, como mirando hacia una fosa donde yo misma me enterraba. A la izquierda esos libros de historia del arte que habré robado alguna vez porque no recuerdo el momento de comprarlos. Siempre me acuerdo el momento en que compré un libro, cómo era el tipo de la librería, qué dijimos, de dónde venía y adónde fui después y el momento en que lo leí, si en la cama, en un banco en una plaza o en el sillón de la casa de mi madre. Como cuando leí a Proust y mi madre me hacía la comida. De hecho podría escribir un libro sobre eso. Pero no, no podía. A la izquierda el estante de poesía que había organizado después de la mudanza con tanto esmero y atrás de la silla el estante de Faulkner, el de Borges, las primeras ediciones de Onetti y Felisberto, Proust, Piglia, Cervantes y qué sé yo. Todos mirándome pero sin decir nada. Sin dignarse a mover un dedo ni a decirme adónde estaba yendo. Pero iba a trabajar. Y ahí estaban las mujeres, los niños y los viejos para decirme que sí, que estaba bien ser ingenuo, que lo más cierto que podía decir es que no hay nada, no hay nadie que te cuide al botija, y más allá de eso tres palabras, el trapo, la ropa que no se seca, y que si seguís así vas a cobrar.
23
Lo importante en todo este asunto es tu falta de imaginación. Quién dijo que tenías que imaginar, quién, tal vez la mano enorme de tu padre llegando hasta tu infancia desganado para acercarte unos papeles si estabas enferma. Pero no es suficiente. Te gustó el cuento de Rulfo y el tío Celerino. A vos te hubiera encantado tener un tío que contara historias, y que después se hubiera muerto para decir que ya no escribirías. Pero tal vez no hubieras escrito siquiera esas historias. Para qué tantos libros a tu izquierda, estáticos como grandes monumentos, los de tapa dura, los usados, los trueques de la feria, la extraña felicidad del encierro, o arrugados, marcados en ciertos lugares en donde viste algo que no nombrabas de pura superstición, anotaciones, balbuceos, charlas, las horas del reposo en el sillón de tu madre, el viaje por el camino de Swann, las lágrimas por el doctor Rieux, para qué esas horas y esa historia de sensaciones secretas, subterráneas, como si adentro se estuviera construyendo otro país con unas leyes completamente diferentes, y vos te prepararas día y noche para abandonar este lugar y mandarte a mudar y vivir de una manera en la que quisiste creer pero te faltaba fuerza, o imaginación, y ese es el problema. Te faltaba fe, fe en la historia, en la posibilidad de la historia. Pero también te faltaba fe en la posibilidad de dejar de escribir. De repente volvías al patio y mirabas ese suelo descarcarado y esa pileta en donde Sandra fregaba enceguecida, y apenas si te animabas a mirar cara a cara a la desgracia de la gente. Creías que imaginaban otros destinos cuando se quedaban mirando, aburridos, las manchas y la mugre. Pero quién sabe. Quién sabe dónde estaba en realidad esa mirada. Terminaste creyendo que no era posible. Mirando vos también alternativamente la lluvia por la ventana y la estantería de la biblioteca con una rabia delicada, inútil, torpe, y los viajes, los sillones, las camas, sobre todo las camas en la madrugada, y la transpiración y la feria, los secretos que encerraban esos libros, todo se moría en una melancolía tediosa, larga, blanca, esa sensación de haber enterrado al tío Celerino y con él la débil creencia en la posibilidad de una historia, la mirada en las manchas de humedad que se tragaban todo pensamiento, el ir y venir del trabajo pisando sobre otro país pero ignorándolo deliberadamente, con la cara aburrida, descreída a ratos y desesperada en otros, y la suma de gestos miserables donde terminaba todo, o empezaban una serie de recuerdos del verano, de la infancia y de los hijos, de la cárcel, los milicos, la pobreza, las claraboyas y los techos que se llueven, todo estallaba, o se diluía despacio, sin remedio en un mar blanco e inmenso como la memoria, en el que te hundís cada día, sin imaginar la orilla.
20
Vas a encender el televisor y te vas a quedar mirando largamente la vía del tren, y a través del marco negro como en un cuadro, vas a empezar a viajar hasta los días de tu infancia, me nombrarás a tu padre y mientras alguien te grita que vigiles a tu hija, recordándote que no tenés nada para hacer y que pasás sentada mirando las baldosas y hablando de las otras mujeres, mientras ves cómo la tarde se lleva esas conversaciones que a nadie le interesan demasiado, aunque por momentos parece que hay que seguir emitiendo sonidos que luego son juicios y después son quejas, porque si no tenés de quién quejarte de repente puede ser que no existas, como cuando estás a punto de dormirte, y volvés a ver la vía del tren, y mi padre, pobre, mi pobre, pobre padre, la figura de ese hombre borroso como el tren que pasa y deja una huella móvil en el aire tan tenue que apenas la mirás desaparece, sé que estás por dormirte cuando yo me acuesto e insisto en pensarte, en pensar que estás viva como para sostenerte, porque cuando estás callada parece que no estuvieras en el mundo, que no fueras esa mujer avejentada que todavía le ofrece los pechos a una niña para que se los mordisquee, para que te lastime, quizá también se trata de eso, como cuando te quejás de dolor y los pezones te sangran, es la única manera de que alguien verifique tu vida, que es tu cuerpo y son tus quejas, es esta mirada hacia la vía y mi padre, pobre, pobre, el tren de tu memoria que quiere llevarme hasta un lugar muy lejano y muy adentro, pero que no puedo alcanzar más que a mirar a través de la ventana o a través de tus ojos enrarecidos y pequeños que me muestran otras formas de ser mujer, de la belleza amarga, descascarada, brutal, que muestra su mejor cara cuando estás callada y yo puedo jugar con ella como quiera, hacerla cruzar la vía con los ojos apretados o volverla una pequeña niña que corre hacia los brazos de su padre y de repente se le esfuman esos brazos, ese cuerpo, el olor mojado de las vías, el sonido de ser niño y tener a tu padre cerca, mi pobre padre que desaparece por completo cuando alguien te apaga la televisión y te dice que vigiles a tu hija.
18
La vas a hacer pasar y entonces le vas a decir sentate, pensarás una manera de volver a decir que no lo vea más, que basta, o que te cuente, que diga algo, vas a tener ganas de verla indefensa, llorando como llora su hijo cuando lo deja solo, en medio del pasillo, rompiéndose como si lo que siente fuera mucho más grande que su cuerpo diminuto, parece que lo dejara olvidado, entonces llora y llora y vos vas y lo ponés en tus brazos como si eso alcanzara, ya sabés que tiene piojos y que al día siguiente estarás en la farmacia otra vez pidiendo ese remedio que te deja los ojos rojos y la cara avergonzada, porque siempre tuviste ese defecto, te contagiás cualquier cosa, piojos, pulgas, tristezas, teorías o esperanzas, no podés separarte, nunca te separaste realmente de alguien, vivías la agonía y estirabas el momento hasta lo insufrible, como cuando parecía que te dormías y tu madre empezaba a tratar de soltarte la mano e irse a la cama, exhausta, pero cuando sentías esa mano deslizándose, aunque quisieras, no podías sino agarrarla con fuerza y decirle no te vayas, luchabas contra el sueño como contra una enfermedad mortal, y entonces vas a volver a oir el mismo relato del viejo, del hijo y de la madre, pero ya no te va a conmover como cuando se lo contás a alguien, ahora también te vas a contagiar de la cara indiferente e inmóvil con que te cuenta esas cosas, vas a escuchar como si no fueras vos, asentís con el gesto y aunque pensás qué horrible y esas cosas que te hacen sentir un animal torpe o una basura, querés que se rompa a llorar para llorar vos también, porque no podés hacer nada sin que te habilite el otro, empezás a escuchar y la cara se te vuelve más consistente, hasta llegás a sentir que si tocás tu piel la encontrarás resquebrajada y dura, pero no duele, no duele la historia del viejo, que es el padre de Juan, ella no entiende lo que pasa y vos tampoco, mi madre le hace cosas a él, aunque después lo niega, cómo cuáles, ayer los vi en la cocina, ella estaba agachada y le abría el cierre del pantalón, entonces dejás de escuchar y empiezan esas escenas, ya sabés que vas a soñar con ese viejo o con otros, están en una escuela y vos vas al baño y le pedís que se baje los pantalones, al tipo se le cae la baba no por la calentura sino por la medicación, has visto eso, sí, y entonces está su viejo y el viejo del sueño, la madre empieza a mover la lengua pero no pasa nada, siente la piel fláccida, fruncida, esa cosa que es pequeña a pesar de los jadeos, intenta una y otra vez hasta que se la mete toda en la boca y ahí sí siente en el paladar lo que va creciendo, como si fuera un pan, siente el calor y la humedad y un gusto apenas agrio que agradece entrecerrando los ojos, pudo hacerlo y no está acabada, el viejo baja la mano izquierda mientras con la derecha disimula el hilo de baba que aparece en la comisura de su boca, la mano toca el pelo de su madre, y empieza a empujarle la cabeza al principio con delicadeza y después con fuerza, hasta que le duele, y le dice dale, y le dice seguí, o lo dice puta o le dice mi amor, te da asco, sí, te da asco, no, seguí, me gusta, cállate, me calienta, dale, no hagas ruido, así, toda la leche para vos, tengo tanta leche para darte, toda para vos, ahí tenés, tomá, la madre contiene las arcadas y simula que está gozando igual que él, después se queda sentada en el suelo de la cocina mientras él se sube el cierre y se pasa la lengua por los labios, mi madre me lo niega pero yo la veo, y no me importa, yo quiero que me pase la plata de Juan, pero no vayas más, sí voy, hago lo que quiero, hacé lo que quieras pero eso te hace mal, aunque no estoy segura, ella no entiende y yo tampoco.
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