jueves

LEON CHESTOV



KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL
(Vox clamantis in deserto)

traducción de José Ferrater Mora

DECIMOQUINTA ENTREGA

VI

LA FE Y EL PECADO (1)

Lo contrario del pecado no es la virtud, sino la fe; todo lo que no procede de la fe es pecado (Rom, XIV, 23). Y aquí radica uno de los principios más esenciales del cristianismo.
KIERKEGAARD

Dos hechos se nos hacen, espero, cada vez más evidentes. Por una parte, Kierkegaard se decidió a suspender la ética, expresión de la “sumisión”. Kierkegaard lo consiguió hasta cierto punto. No sólo Job y Abraham, sino también el pobre adolescente que amó a la princesa, rechazan las “consolaciones engañosas” que les brindan la razón y Sócrates, y no sienten temor por el juicio de la ética. Les es indiferente saber si la ética los considera laudabilis vituperabilis. Buscan algo muy distinto: Job exige la restauración del pasado, Abraham pide a su Isaac; el pobre adolescente quiere la princesa. Puede la ética lanzar sus rayos y sus anatemas, puede Sócrates ironizar todo lo que guste y demostrar que “una pasión infinita por lo finito implica una contradicción”. Ni Job, ni Abraham ni Kierkegaard se preocupan de ello. Frente a la indignación respondería con la cólera, y, si es necesario, sus sarcasmos sobrepasarán inclusive los de Sócrates. Pero la ética no permanece sola: tras sus mofas y su indignación se levanta la Necesidad. Esta es invisible. No discute, no hace burla, no amonesta. Ni siquiera se puede indicar dónde se halla, se diría que en ninguna parte. Evidentemente ni siquiera sospecha la existencia de la indignación, de la cólera y los terrores de Job, de Abraham y de Kierkegaard, y, por lo tanto, no cuenta en absoluto con ellos.
¿Qué puede oponerse a la necesidad? ¿Cómo vencerla? No sólo la razón no se atreve a luchar contra la Necesidad, sino que la sostiene. La razón ha conducido al propio divino Platón hacia la Necesidad. Es también ella la que ha atraído a la ética a su lado, y esta última se ha puesto a cantar las alabanzas de la Necesidad y a exigir de los hombres que se sometan con amor a lo inevitable. El hombre debe no sólo aceptar, sino inclusive bendecir el destino que la Necesidad le reserva, ver en él su suprema tarea. Nosotros no debemos aspirar a los bienes finitos -a los rebaños y las tierras de Job, a Isaac, a la posesión de la princesa-, pues todo lo finito es perecedero. He aquí una ley fundamental, eterna e inmutable del ser, establecido no se sabe por quién ni cuándo. Todo lo finito, en tanto que finito, tiene un comienzo y todo lo que tiene un comienzo debe tener un fin. He aquí, repito, la ley indiscutible del ser. Y aun cuando no se sepa de dónde procede y por qué existe, nuestra razón sabe con entera certidumbre que jamás será derogada. La Necesidad posee, además, otros dos guardianes, igualmente descubiertos por nuestra visión intelectual: la Eternidad y su hermano, la Infinitud. Acaso le sea posible a la audacia humana vencer a la ética, pero ¿existe una fuerza capaz de sobrepujar la Eternidad? La Eternidad lo devora todo y jamás devuelve su presa. No admite la “repetición”, y siempre con la misma calma arrebata al hombre lo más precioso que posee: su honor, su orgullo, su Isaac, su Regina Olsen. Los más audaces se ven obligados a doblegarse y se han doblegado ante la Eternidad. Ante ellas todas las audacias se quitan el velo y aparecen tal como en realidad son -como una rebelión, como una revuelta, para colmo de males condenada de antemano al fracaso. Casi desde sus comienzos el pensamiento griego descubrió en todo lo que existe el “nacimiento” y la “destrucción” como realidades indefectiblemente vinculadas a la sustancia misma de la existencia. ¿Pueden los Job, los Abraham, los Kierkegaard, introducir en esto algún cambio? ¿Podrían hacerlo los propios dioses?
Kierkegaard lo sabe tan bien como Hegel. (1) Y justamente porque lo sabe, opone su Absurdo bíblico a la razón griega, y los pensamientos de Job y de Abraham a la especulación filosófica. He aquí el punto más difícil de su filosofía “existencial”, pero también el más importante, el más significativo y el más notable. Y, más aun que para las demás ideas de Kierkegaard, es menester aquí estar dispuesto a comprender su pensamiento esencial o, si se prefiere, su principio metodológico, su “O lo Uno o lo otro”. O el pensamiento de Abraham de Job, de los profetas y de los apóstoles, o el pensamiento de Sócrates. O la filosofía especulativa que comienza con la admiración e intenta “comprender”, o la filosofía existencial, que brota de la desesperación (lo repito: del de profundi ad te, Domine, clamavi bíblico) y conduce a la revelación de la Escritura. En esto, y sólo en esto, reside el sentido de las oposiciones de Kierkegaard: Job-Hegel, Abraham-Sócrates, la razón-lo Absurdo. Y sería falso creer que lo Absurdo significa el fin del pensamiento. No es una falta de cuidado lo que le hizo decir a Kierkegaard que abandonó a Hegel para acercarse al pensador privado Job. Hegel, que, según Kierkegaard, “divinizó lo real” (IX, 73), no era para él un “pensador, sino un profesor”. No sólo el pensamiento resulta conservado en lo Absurdo, sino que adquiere en él una tensión hasta entonces insospechada; recibe, por así decirlo, una tercera dimensión totalmente desconocida para Hegel y para la filosofía especulativa, y en ella radica el carácter distintivo de la filosofía existencial. Según Hegel, el hombre piensa mal si no se abandona enteramente al objeto y prescinde de agregar a él la menor partícula de sí mismo. El hombre se ve obligado a aceptar el ser tal como le ha sido dado, pues todo lo que ha sido dado o, como él prefiere decir, todo lo que es real es racional. Al decir esto, Hegel no revela ninguna originalidad: se apoya en una cultura filosófica milenaria. Spinoza ha formulado esta idea de un modo mucho más significativo y profundo en su non ridere, non lugere, neque destetari, sed intelligere. Esta fórmula conserva todavía las huellas, totalmente borradas en Hegel, de la lucha contra la verdad que nos ha sido impuesta desde fuera. Pero Kierkegaard aprendió otra cosa de Job: el hombre piensa mal si acepta lo que le ha sido dado, por terrible que sea, como algo definitivo, irremediable y para siempre irrevocable. Comprende perfectamente que oponer Job a Hegel, Abraham a Sócrates es el mayor escándalo y la peor locura posible a los ojos de la conciencia cotidiana. Pero su tarea estriba justamente en desembarazarse del poder ejercido por lo cotidiano. No en vano nos dice que el comienzo de la filosofía no fue la admiración, sino la desesperación, la cual le descubre al hombre una nueva fuente de verdad.
Sin embargo, Kierkegaard no olvida jamás que la filosofía especulativa, la cual se apoya en lo dado y en lo real, es un enemigo temible e implacable. No olvida que no ha sido de buen grado que los más grandes pensadores han retrocedido, se han inclinado ante lo dado y hasta han obligado a los dioses a retroceder y a inclinarse ante él. No obstante, se atreve a enfrentarse con las manos vacías con ese adversario armado de punta en blanco. A la argumentación y a las evidencias de la filosofía opone los llantos y las maldiciones de Job, la fe de Abraham, “que no se apoya en nada”. Ni siquiera intenta ya “demostrar”: ¿se puede demostrar algo allí donde todo ha terminado, todo está perdido?  Mas, por otro lado, ¿conservan todavía las “pruebas” su fuerza probatoria a los ojos de aquellos para quienes todo está perdido, todo ha terminado? ¿No se desvanecen las mismas pruebas? Allí, en el insondable abismo de la desesperación, se transforma hasta el pensamiento. Y aquí radica el sentido de las enigmáticas palabras del salmista: de profundis, at te, Domine, clamavi. Lo que llamamos “comprensión” ha obrado como si fuese una enorme piedra caída no se sabe de dónde: ha aplastado y ha aplanado nuestra conciencia, la ha hecho entrar en el plano bidimensional de nuestra existencia casi ilusoria y ha hecho impotente nuestra razón. Ya sólo podemos “aceptar”; ya no podemos “clamar”. Estamos persuadidos de que los clamores no hacen sino viciar y pervertir al pensamiento humano. Según nosotros, Job, Abraham, el salmista, pensaban mal. Ahora bien, la filosofía existencial considera, por el contrario, que el más grave vicio de nuestro pensamiento consiste precisamente en haber perdido la facultad de “clamar”, pues así ha perdido también esa tercera dimensión que le permitía esperar a verdad.
De ahí los sarcasmos de Kierkegaard con respecto a la filosofía especulativa. “Me parece extraño -escribe- que se hable constantemente de la especulación como si se tratara de un hombre o como si la especulación fuera un hombre. La especulación lo hace todo: duda de todo, etc. En compensación, el especulador se ha hecho demasiado objetivo para poder hablar de sí mismo. Por eso no dice que él es quien duda de todo, sino la especulación. Lo que la filosofía especulativa considera como su mérito principal -su objetividad y su impasibilidad- es lo que Kierkegaard considera como su mayor defecto, su vicio esencial. “Los hombres -dice en otro lugar- se han hecho demasiado objetivos para obtener la bienaventuranza eterna, pues la bienaventuranza eterna consiste justamente en un interés personal infinitamente apasionado. Y se renuncia a esto con el fin de ser objetivo. La objetividad despoja al alma de su pasión y de su interés personalmente infinito. Esta ilimitada potencia de “la objetividad” es para Kierkegaard algo extravagante, enigmático. Hay aquí, en efecto, materia para reflexionar; sin embargo, ninguno de los numerosos bardos de la objetividad se ha detenido jamás en esta cuestión, jamás se ha preguntado de dónde y cuándo había surgido ese poder  y por qué “el interés infinitamente apasionado” del hombre viviente, de los dioses vivientes, ha retrocedido ante la objetividad indiferente a todo, sin interés para nada. A veces se ha llegado inclusive a creer que, al glorificar la objetividad y al entregar a ella el universo entero, los filosófos utilizaban inconscientemente el método kierkegaardiano de la expresión indirecta, como si preguntaran: ¿hasta cuándo habrá que confundir a los hombres? Pero los hombres son pacientes y, por lo tanto, soportarán la objetividad. Además, la objetividad seducía y seducirá siempre al pensador, porque le permite proclamar con seguridad que sus verdades son verdades generales y obligatorias para todos. Kant lo declara (iba a decir: lo deja escapar) abiertamente en su Crítica a la razón pura: “La experiencia nos enseña lo que es, pero no nos dice que debe ser necesariamente esto o aquello. Tampoco nos proporciona la verdadera generalidad. Por eso la experiencia irrita más que satisface a la razón, la cual aspira ávidamente a esa clase de conocimiento.” Pero si se trata de “aspiración ávida”, de pasión, ¿no ha habido en esto una sustitución? Para emplear el lenguaje de Kierkegaard, ¿no hablaría aquí el especulador colocándose tras la indiferencia de la especulación? Y en este caso, ¿no tendríamos derecho a sospechar que la llamada objetividad del pensamiento especulativo no es más que una enseña, una apariencia, acaso hasta un engaño consciente? Pero entonces, y a ejemplo de Kierkegaard, ¿por qué no oponer el interés subjetivo del hombre por la bienaventuranza eterna a esa ansia de la razón, que aspira ávidamente a los juicios generales y obligatorios para todos?
Notas
1) III, 43: "Concibe, pues, lo imposible y al mismo tiempo cree en lo Absurdo. Pues si se imagina poseer la fe sin haber concebido con toda la pasión de su alma y con todo el vigor de su corazón tal imposibilidad, se engaña a sí mismo, y su testimonio queda colgado en el aire.

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