LA CONFESIÓN DE STAVROGUIN
(El capítulo censurado de Demonios)
Traducción directa del ruso y prólogo de RAFAEL CANSINOS ASSENS
QUINTA ENTREGA
CON TIJON
11 (3)
“Finalmente, decidí retirarme. No me encontré con nadie en la escalera. Tres horas después estábamos todos sentados, de tertulia, en la pensión, en mangas de camisa, tomando té y jugando a las cartas con una baraja vieja y escuchando los versos de Lebiadkin, los cuales versaban sobre cosas no deliberadamente estúpidas, como siempre, sino regocijadas y alegres. Kirillov también era de la partida. Nadie bebía, no obstante haber una botella de ron encima de la mesa. Salvo Lebiadkin. Prójor Malov observó: “Cuando Stavroguin está contento y no le entra murria todos estamos alegres y hablamos con sentido.”
“Aquello hubo de chocarme. Luego estaba yo alegre y contento y no tenia murria. Eso era por fuera. Pero yo sabía, en medio de mi alegría por mi liberación, que era un ruin, un vil cobarde; sabía que nunca más volvería a ser persona decente.
“Pero a eso de las once vino corriendo la hija del patrón a comunicarme, de parte de la patrona de Gorojóvaya, que Matrioscha se había ahorcado. Yo fui allá, y vi que la patrona ignoraba por qué me mandara aquel recado, que no hacía más que gritar y alborotar, y que había allí mucha gente, y la Policía. Estuve allí un rato, y luego me fui.
“Apenas si en todo ese tiempo me molestaron, aunque me hicieron las preguntas de rigor. Pero, salvo que la muchacha había estado enferma y delirando, por lo que yo me había ofrecido a costearle un médico, nada dije. Que yo hubiera estado allí aquella tarde, nadie lo sabía.
“Una semana me abstuve de ir por allí. Fue cuando ya la habían enterrado, con objeto de despedir la habitación. La patrona seguía llorando; pero andaba ya, como antes, ocupada con sus trabajos y su costura. “¡Por su cortaplumas la reñí yo tanto!”, me dijo, pero sin acento de especial reproche.
“Con el pretexto de que en aquel cuarto no podía recibir a Nina Sabélievna, lo despedí. Al despedirme volvió ella a hacerme elogios, una vez más, de Nina Savélievna. Al irme le regalé cinco rublos.
“Ante todo, sentía yo un gran empacho de la vida. Pasado el peligro, habría olvidado ya el suceso de la Gorojóvaya, como todo lo de aquella época, si por algún tiempo no me hubiese acordado, con rabia, de mi miedo.
“Desfogué mi rabia como pude. Por entonces se me ocurrió la idea de poner término a mi vida del modo más repugnante. Un año hacía ya que meditaba pegarme un tiro; pero había algo mejor.
“Una vez hubo de mirarme María Timoféyevna, la coja, que andaba por allí, y que entonces aun no había perdido del todo el juicio, siendo, sencillamente, una idiota. Estaba locamente enamorada en secreto de mí (lo que todos sabían), y yo decidí de pronto casarme con ella. La idea de la boda de un Stavroguin con tan menguada criatura ponía mis nervios en tensión. Cosa más horrible no me podía imaginar. Pero aun así y todo, sólo me casé por una apuesta, estando borracho, después de una comilona. Testigos de la boda fueron Kirillov y Piotr Verjovenski, que a la sazón se hallaba casualmente en Petersburgo, y, por último, el propio Lebiadkin, Prójor Malov, que ya mutió. Nadie más estaba enterado de la cosa, y ésos habían prometido guardar silencio. Ese silencio pareciome siempre una ruindad; pero hasta ahora se ha mantenido, no obstante tener yo la intención de romperlo. Pero ahora lo publico con todo lo demás.
“Después de la boda me fui con mi madre a la provincia para distraerme. En nuestra población creían que yo estaba loco; una idea inextirpable, que sin duda alguna me perjudicaba mucho, según después explicaré. Luego hice un viaje al extranjero, y por allá me estuve cuatro años.
“Estuve en Oriente, en Athos; oí en pie una misa de Navidad, de ocho horas; recorrí Egipto, viví en Suiza, hasta me alargué a Islandia, y asistí durante un año a las conferencias de Gotinga. El último hice conocimiento con una distinguida familia rusa, en parís, y con dos señoras rusas en Suiza. En Francfort habíame llamado la atención, al pasar, en un escaparate de una librería, entre otros retratos, uno pequeñito de una joven que, aunque lujosamente ataviada, parecíase notablemente a Matrioscha. Compré enseguida el retrato y lo puse en mi cuarto del hotel, sobre la chimenea. Allí llevaba una semana intacto, sin que yo lo mirase. Al venirme de Francfort me olvidé de traérmelo.
“Menciono este detalle para demostrar hasta qué grado soy dueño de mis recuerdos y qué indiferentes se me habían hecho. Los ahuyentaba a todos, y ellos, dóciles, se alejaban, desaparecían en cuanto quería yo. Siempre me habían cargado los recuerdos, así como hablar del pasado, según hace casi todo el mundo, tanto más cuanto que el pasado y todo lo concerniente a mí mismo resultábame odioso. Por lo que se refiera Matrioscha, hasta dejé olvidado el retrato encima de la chimenea. En primavera, hace un año, viajando por Alemania, por distracción, dejé pasar la estación de ferrocarril en que debía transbordar y seguí adelante un buen trecho. Me dejaron apearme en la estación siguiente. Eran las tres de la tarde; el día, hermoso. Era aquél un mezquino lugarón, alemán. Me indicaron una fonda. Tenía que aguardar. El tren más próximo llegaba a las once de la noche. A mí hasta me alegró mucho mi aventura, ya que no tenía prisa. La fonda era pequeña y mísera, pero estaba enteramente en pleno campo verde, rodeada de planteles de flores. Me destinaron un cuarto reducido. Comí bien, y como había pasado la noche en el tren y estaba cansado, me dormí, con un sueño profundo, a eso de las cuatro de la tarde.
“Tuve un sueño muy raro, pues nunca había visto antes nada parecido. En la Galería de Dresde hay un cuadro, de Claudio Lorrain, que creo figura en el catálogo con el título de Alis y Galatea, pero al que siempre he llamado La edad de oro, ignoro por qué. Ya lo conocía yo antes, pero hacía tres días que al pasar por allí había vuelto a chocarme. Había ido allá con la intención de verlo, y puede que con es único objeto. Pues ese cuadro precisamente fue el que vi en mi sueño, sólo que no el mismo cuadro, sino en forma de cierto acontecimiento.
“Era… una islita del archipiélago helénico; olas azules, ondulantes; islas y rocas, orillas floridas, perspectivas encantadoras, un amable sol en su ocaso: con palabras no es posible escribirlo. Allí creen haber tenido los europeos su cuna, allí se desarrollaron las primeras escenas de la Mitología, allí estuvo su paraíso terrenal… Allí vivieron unos hombres maravillosos.
“Crecían y se extinguían felices, inocentes; sus festivas canciones resonaban en los cercados; su poderoso exceso de sanas energías transformándose en amor y alegría cordial. El sol bañaba con sus destellos las islas y el mar; recreábase en aquellos sus magníficos hijos. Un sueño prodigioso, un hermoso sueño. Un sueño, una ilusión más verosímil que todas, pero a la que entonces se aferra con todos sus bríos la Humanidad, por la que todo se sacrifica, por la que sus profetas se han dejado matar, crucificar, sin la cual los pueblos no querrían vivir ni morir tampoco. Esta sensación la experimenté en el sueño. Lo que a punto fijo soñara, lo ignoro; pero aquellas rocas, el mar, los oblicuos destellos del sol poniente, todo eso vivía en mí al despertarme, al abrir los ojos, que por primera vez en mi vida tenía empapados en fluyentes lágrimas. La sensación de una felicidad inesperada henchía mi corazón hasta una plenitud dolorosa. Había oscurecido. El sol poniente lanzaba por entre el verdor de las flores de la ventana todo un haz de oblicuos rayos; yo estaba enteramente anegado en luz del sol. Cerré aprisa los ojos para llamar de nuevo al sueño; pero de repente, en medio de unas luz clara, distinguí un puntito
.
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“Este punto cobró forma, y de repente vi con toda claridad una arañita roja. La otra vez habíala visto encima de la hoja del geranio; pero entonces la vi en medio de los líquidos rayos del sol poniente. Pasó por mí no sé qué; me incorporé y me sentí en la cama… ¡Eso fue lo que entonces sentí!
“La vi delante de mí (¡oh, no despierto; entonces sólo hubiera sido una visión!); vi a Matrioscha, postrada y con ojos de fiebre, exactamente como aquella vez en el umbral, y movía la cabeza y alzaba, amenazándome, su puñito.
“Nunca hasta entonces había sufrido yo tal suplicio. Las lastimera desesperación de la desamparada criaturita que me amenazaba (¿con qué?) ¡Oh, Dios!, ¿qué podía ella hacerme?, pero que, naturalmente, se echaba a sí misma toda la culpa. Estuve sentado así hasta la noche, inmóvil, y olvidé el tiempo. No sé si serían remordimientos de conciencia o contrición; hoy mismo no podría decirlo. Pero aquella figura llegó a hacérseme insoportable; aquella figura, sólo en pie en el umbral, con el puñito levantado y amenazante, sólo su apariencia de entonces, sólo aquel momento de antaño, sólo aquel meneo de cabeza. Eso precisamente no lo puedo soportar, porque casi todos los días se me aparece. No se me aparece espontáneamente, sino que soy yo quien lo provoco y no puedo menos que hacerlo así, aunque eso me haga la vida imposible. ¡Oh, si lo viera una sola vez despierto, aunque fuese en forma de alucinación!
“¿Por qué no despertará en mí ningún otro recuerdo nada semejante, y eso que ha habido en mi vida cosas que la opinión acaso juzgase más severamente? ¿Será sólo el odio, pero también el inspirado por mi actual situación? Antaño podía yo olvidar u sacudírmelo todo con absoluta sangre fría.
“He andado todo este año de acá para allá e intentado emprender algún trabajo. Sé que podría ahuyentar a Matrioscha en cuanto quisiese. Soy en absoluto dueño de mi voluntad, como en otro tiempo. Pero es el caso que nunca lo he querido, que yo mismo no quiero ni querré. Así que eso seguirá hasta mi locura.
“Hace dos meses sufrí en Suiza un ataque de la misma pasión, acompañado de uno de los rabiosos arrerruchos que sólo al principio tuviera. Me entró el furioso deseo de cometer una nueva acción bochornosa, o sea incurrir en bigamia (yo estoy ya casado); pero desistí gracias al consejo de otra muchacha, a la que yo me revelé casi del todo, diciéndole cómo a aquellas que deseaba no las amaba, y que nunca podría amar a nadie. Además, ese nuevo crimen no me libró en absoluto de Matrioscha.
“Así que decidí mandar imprimir esta hojas y distribuir trescientos ejemplares por Rusia. A sui tiempo debido las repartiré entre la Policía y las autoridades, así como entre los periódicos, con el ruego de que las publiquen, y entre mis amigos de Petersburgo y de toda Rusia. También las haré circular, traducidas, por el extranjero. Ya sé que con ello no he de acarrearme ninguna molestia legal, si acaso muy leve; yo mismo certifico contra mí y no hay quien me demande, sin contar con que no hay ninguno o, por lo menos, muy pocos indicios. Finalmente, la arraigada creencia de mi locura, y de fijo los desvelos de mis parientes, que harán valer esa creencia y sofocarán en germen cualquier persecución legal peligrosa de que me hiciesen objeto; expongo estos datos para demostrar que estoy en el pleno uso de mis facultades mentales y puedo tomar juicio exacto de mi situación.
“Para mí quedan aquellos que todo lo saben y me mirarán con tamaños ojos y yo a ellos. No sé si esto… podría servirme de algo. Me acojo a ello como al recurso último.
“Lo repito: Si la Policía petersburguesa indagara bien, encontraría algo. Los artesanos que digo puede que vivan aun en Petersburgo. Conocerán, naturalmente, la casa. Estaba pintada de azul claro. Pero yo me iré de aquí, y durante una temporada (uno o dos años) continuaré en Skvoréschniki, la finca de mi madre. En cualquier momento que me reclamen, estaré pronto.
Nikolai Stavroguin.”
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