sábado

ORTEGA Y GASSET / LA REBELIÓN DE LAS MASAS



VIGESIMOPRIMERA ENTREGA

SEGUNDA PARTE


XIV / ¿QUIÉN MANDA EN EL MUNDO?


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“Tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; haber hecho juntos grandes cosas, querer hacer otras más; he aquí las condiciones esenciales para ser un pueblo… En el pasado, una herencia de glorias y remordimientos; en el porvenir, un mismo programa que realizar… La existencia de una nación es un plebiscito cotidiano.”

Tal es la conocidísima sentencia de Renan. ¿Cómo se explica su excepcional fortuna? Sin duda, por la gracia de la coletilla. Esa idea de que la nación consiste en un plebiscito cotidiano y opera sobre nosotros como una liberación. Sangre, lengua y pasado comunes son principios estáticos, fatales, rígidos, inertes; son prisiones. Si la nación consistiese en eso y nada más, la nación sería una cosa situada a nuestra espalda, con la cual no tendríamos nada que hacer. La nación sería algo que se es, pero no algo que se hace. Ni siquiera tendría sentido defenderla cuando alguien la ataca.

Quiérase o no, la vida humana es constante ocupación con algo futuro. Desde el instante actual nos ocupamos del que sobreviene. Por eso vivir es siempre, siempre, sin pausa ni descanso, hacer. ¿Por qué no se ha reparado en que hacer, todo hacer, significa realizar un futuro? Inclusive cuando nos entregamos a recordar. Hacemos memoria en este segundo para lograr algo en el inmediato, aunque no sea más que el placer de revivir el pasado. Este modesto placer solitario se nos presentó hace un momento como un futuro deseable; por eso lo hacemos. Conste, pues: nada tiene sentido para el hombre, sino en función del porvenir (1).

Si la nación consistiese nada más que en pasado y presente, nadie se ocuparía de defenderla contra un ataque. Los que afirman lo contrario son hipócritas o mentecatos. Mas acaece que el pasado nacional proyecta alicientes -reales o imaginarios- en el futuro. Nos parece deseable un porvenir en el cual nuestra nación continúe existiendo. Por eso nos movilizamos en su defensa; no por la sangre, ni el idioma, ni el común pasado. Al defender la nación defendemos nuestro mañana, no nuestro ayer.

Esto es lo que reverbera en la frase de Renan: la nación como excelente programa para mañana. El plebiscito decide un futuro. Que en este caso el futuro consista en una perduración del pasado no modifica en lo más mínimo la cuestión; únicamente revela que también la definición de Renan es arcaizante.

Por tanto, el Estado nacional representaría un principio estatal más próximo a la pura idea de Estado que la antigua polis o que la “tribu” de los árabes, circunscrita por la sangre. De hecho, la idea nacional conserva no poco lastre de adscripción al pasado, al territorio, a la raza; mas por lo mismo es sorprendente notar cómo en ella triunfa siempre el puro principio de unificación humana en torno a un incitante programa de vida. Es más: yo diría que ese lastre de pretérito y esa relativa limitación dentro de principios materiales no han sido ni son por completo espontáneos en las almas de Occidente, sino que proceden de la interpretación erudita dada por el romanticismo a la idea de nación. De haber existido en la Edad Media ese concepto diecinuevesco de nacionalidad, Inglaterra, Francia, España, Alemania habrían quedado nonatas (2). Porque esa interpretación confunde lo que impulsa y constituye a una nación con lo que meramente la consolida y conserva. No es el patriotismo -dígase de una vez- quien ha hecho las naciones. Creer lo contrario es la gedeonada a que ya he aludido y que el propio Renan admite en su famosa definición. Si para que exista una nación es preciso que un grupo de hombres cuente con un pasado común, yo me pregunto cómo llamaremos a ese mismo grupo de hombres mientras vivía en presente eso que visto desde hoy es un pasado. Por lo visto era forzoso que esa existencia común feneciese, pasase, para que pudiesen decir: somos una nación. ¿No se advierte aquí el vicio germinal del filólogo, del archivero, su óptica profesional que le impide ver la realidad cuando no es pretérita? El filólogo es quien necesita para ser filólogo que, ante todo, exista un pasado; pero la nación, antes de poseer un pasado común, tuvo que crear esta comunidad, y antes de crearla tuvo que soñarla, que quererla, que proyectarla. Y basta que tenga el proyecto de sí misma para que la nación exista, aunque no se logre, aunque fracase la ejecución, como ha pasado tantas veces. Hablaríamos en tal caso de una nación malograda (por ejemplo, Borgoña).

Con los pueblos de Centro y Sudamérica tiene España un pasado común, raza común, lengua común, y, sin embargo, no forma con ellos una nación. ¿Por qué? Falta sólo una cosa, que, por lo visto, es la esencial: el futuro común. España no supo inventar un programa de porvenir colectivo que atrajese a esos grupos zoológicamente afines. El plebiscito futuro fue adverso a España, y nada valieron entonces los archivos, las memorias, los antepasados, la “patria”. Cuando hay aquello, todo eso sirve como fuerzas de conservación; pero nada más (3).

Veo, pues, en el Estado nacional una estructura histórica de carácter plebiscitario. Todo lo que además de eso parezca ser, tiene un valor transitorio y cambiante, representa el contenido, o la forma, o la consolidación que en cada momento requiere el plebiscito. Renan encontró la mágica palabra, que revienta de luz. Ello nos permite vislumbrar catódicamente el entresijo esencial de una nación, que se compone de estos dos ingredientes: primero, un proyecto de convivencia total en una empresa común; segundo, la adhesión de los hombres a ese proyecto incitativo. Esta adhesión de todos engendra la interna solidez que distingue al Estado nacional de todos los antiguos, en los cuales la unión se produce y mantiene por presión externa del Estado sobre los grupos dispares, en tanto que aquí nace el vigor estatal de la cohesión espontánea y profunda entre los “súbditos”. En realidad, los súbditos son ya el Estado y no lo pueden sentir -esto es lo nuevo, lo maravilloso de la nacionalidad- como algo extraño a ellos.

Y, sin embargo, Renan anula o poco menos su acierto, dando al plebiscito un contenido retrospectivo, que se refiere a una nación ya hecha, cuya perpetuación decide. Yo preferiría cambiarle el signo y hacerle valer para la nación in statu nascendi. Esta es la óptica decisiva. Porque en verdad, una nación no está nunca hecha. En esto se diferencia de otros tipos de Estado. La nación está siempre o haciéndose o deshaciéndose. Tertium non datur. O está ganando adhesiones o las está perdiendo, según que su Estado represente o no a la fecha una empresa vivaz.

Por eso lo más instructivo fuera reconstruir la serie de empresas unitivas que sucesivamente han inflamado a los grupos humanos de Occidente. Entonces se vería cómo de ellas han vivido los europeos, no sólo en lo público sino hasta en su existencia más privada; como se han “entrenado” o se han desmoralizado, según que hubiese o no empresa a la vista.

Otra cosa mostraría claramente este estudio. Las empresas estatales de los antiguos, por lo mismo que no implicaban la adhesión fundente de los grupos humanos sobre los que se intentaban, por lo mismo que el Estado, propiamente tal, quedaba siempre inscrito en una limitación fatal -tribu o urbe-, eran prácticamente ilimitadas. Un pueblo -el persa, el macedón o el romano- podía someter a unidad de soberanía cualesquiera porciones del planeta. Como la unidad no era auténtica, interna ni definitiva, no estaba sujeta a otras condiciones que la eficacia bélica y administrativa del conquistador. Mas en Occidente la unificación nacional ha tenido que seguir una serie inexorable de etapas. Debiera extrañarnos más el hecho de que en Europa no haya sido posible ningún imperio del tamaño que alcanzaron el persa, el de Alejandro o el de Augusto.

El proceso creador de naciones ha llevado siempre en Europa este ritmo: Primer momento. El peculiar instinto occidental, que hace sentir el Estado como fusión de varios pueblos en una unidad de convivencia política o moral, comienza a actuar sobre los grupos más próximos geográfica, étnica y lingüísticamente. No porque esta proximidad funde la nación, sino porque la diversidad entre próximos es más fácil que dominar. Segundo momento. Período de consolidación, en que siente a los otros pueblos más allá del nuevo Estado como extraños y más o menos enemigos. Es el período en que el proceso nacional toma un carácter de exclusivismo, de cerrarse hacia adentro del Estado; en suma, lo que hoy llamamos nacionalismo. Pero el hecho es que mientras se siente políticamente a los otros como extraños y contrincantes, se convive económica, intelectual y moralmente con ellos. Las guerras nacionalistas sirven para nivelar las diferencias de técnica y de espíritu. Los enemigos habituales se van haciendo históricamente homogéneos (4). Poco a poco se va destacando en el horizonte la conciencia de que esos pueblos enemigos pertenecen al mismo círculo humano que el Estado nuestro. No obstante, se les sigue considerando como extraños y hostiles. Tercer momento. El Estado goza de plena consolidación. Entonces surge la nueva empresa: unirse a los pueblos que hasta ayer eran enemigos. Crece la convicción de que son afines con el nuestro en moral e intereses, y que juntos formamos un círculo nacional frente a otros grupos más distantes y aun más extranjeros. He aquí madura la nueva idea nacional.

Un ejemplo esclarecerá lo que intento decir. Suele afirmarse que en tiempos del Cid era ya España -Spania- una idea nacional, y para superfetar la tesis se añade que siglos antes ya San Isidoro hablaba de la “madre España”. A mi juicio, esto es un error craso de perspectiva histórica. En tiempos del Cid se estaba empezando a urdir el Estado León-Castilla, y esta unidad leonesa-castellana era la idea nacional del tiempo, la idea políticamente eficaz. Spania, en cambio, era una idea principalmente erudita; en todo caso, una de tantas ideas fecundas que dejó sembradas en Occidente el Imperio romano. Los “españoles” se habían acostumbrado a ser reunidos por Roma en una unidad administrativa, en una diócesis del Bajo Imperio. Pero esta noción geográfico-administrativa era pura recepción, no íntima inspiración, y en modo alguno aspiración.

Por mucha realidad que se quiera dar a esa idea en el siglo XI, se reconocerá que no llega siquiera al vigor y precisión que tiene ya para los griegos del IV la idea de la Hélade. Y, sin embargo, la Hélade no fue nunca verdadera idea nacional. La efectiva correspondencia histórica sería más bien esta: Hélade fue para los griegos del siglo IV, y Spania para los “españoles” del XI y aun del XIV, lo que Europa fue para los europeos en el siglo XIX.

Muestra esto cómo las empresas de unidad nacional van llegando a su hora del modo que los sones en una melodía. La mera afinidad de ayer tendrá que esperar hasta mañana para entrar en erupción de inspiraciones nacionales. Pero, en cambio, es casi seguro que le llegará su hora.

Ahora llega para los europeos la sazón de que Europa puede convertirse en idea nacional. Y es mucho menos utópico creerlo hoy así que lo hubiera sido vaticinar en el siglo XI la unidad de España y de Francia. El Estado nacional de Occidente, cuanto más fiel permanezca a su auténtica sustancia, más derecho va a depurarse en un gigantesco Estado continental.

Notas

(1) Según esto, el ser humano tiene irremediablemente una constitución futurista; es decir, vive, ante todo, en el futuro y del futuro. No obstante, he contrapuesto el hombre antiguo al europeo diciendo que aquel es relativamente cerrado al futuro, y este, relativamente abierto. Hay, pues, aparente contradicción entre una y otra tesis. Surge esa apariencia cuando se olvida que el hombre es un ente de dos pisos; por un lado es lo que es; por otro tienen ideas sobre sí mismo que coinciden más o menos con su auténtica realidad. Evidentemente, nuestras ideas, preferencias, deseos, no pueden anular nuestro verdadero ser, pero sí complicarlo y modularlo. El antiguo y el europeo están igualmente preocupados del porvenir; pero aquel somete el futuro al régimen del pasado, en tanto que nosotros dejamos mayor autonomía al porvenir, a lo nuevo como tal. Este antagonismo, no en el ser, sino en el preferir, justifica que califiquemos al europeo de futurista y al antiguo de arcaizante. Es revelador que apenas el europeo despierta y toma posesión de sí, empieza a llamar a su vida “época moderna”. Como es sabido, “moderno” quiere decir lo nuevo, lo que niega el uso antiguo. Ya a fines del siglo XIV se empieza a subrayar la modernidad, precisamente en las cuestiones que más agudamente interesan al tiempo, y se habla, por ejemplo, de devotio moderna, una especie de vanguardismo en la “mística teología”.
(2) El principio de las nacionalidades es, cronológicamente, uno de los primeros síntomas del romanticismo -fines del siglo XVIII.
(3) Ahora vamos a asistir a un ejemplo gigantesco y claro, como de laboratorio; vamos a ver si Inglaterra acierta a mantener en unidad soberana de convivencia las distintas porciones de su Imperio, proponiéndoles un programa atractivo.
(4) Si bien esa homogeneidad respeta y no anula la pluralidad de condiciones originarias.

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