LA PELONA TIENE LA PALABRA
Perdonen que irrumpa así, de sopetón, en la exquisita placidez de su domingo. Máxime cuando me consta que mi presencia es non grata. Reclamo el privilegio de un breve turno de revancha. Hace exactamente una semana, los puertorriqueños se las arreglaron para fastidiarme mi domingo. ¡Doce asesinatos en un solo día! Amén de los cinco del viernes y los ocho del sábado. Sin olvidar la ñapa del lunes con las cuatro bajas que cerraron en veintinueve la cuenta cabal del wikén. ¡Ni en el Oriente pendenciero se producen cifras semejantes!
De seguro, viniendo de quien viene, les extrañará mi protesta. Pues sepan que no niego responsabilidad en el asunto. Desde que el mundo es mundo, el trámite del deceso ha sido mi honorable profesión. Pero, señores vivientes y dolientes, ¡hasta la mortandad tiene sus límites! En mi larga carrera como gestora de funerales, pocas veces he visto tal ajetreo exterminador. ¡Y menos en un mico de país como éste! Sólo las guerras requieren servicios tan seguidos. No estoy acostumbrada a la matanza permanente en tiempos de supuesta paz.
Para caracterizar a este horrendo festival mortuorio, me he prohibido recurrir al adjetivo “histórico”. Aquí se aplica a cuanta bobería ocurre y le he cogido una manía rabiosa. Lo que es rutina en otros lados pasa por efemérides en la isla del olvido. Igual se endilga el rimbombante calificativo a un magno tapón o a un aguacero prolongado que a la visita de médico de un presidente ganso. Sí, me ha chocado el megamatarile del 26 de junio, pero no crean que ignoro los cómputos generales del delito. A mediados de año, ya rebasan el medio millar. Me joroba esa morbosa contabilidad que compara homicidios recientes con los registrados en fechas anteriores. La escasa confianza que inspiran las estadísticas oficiales hace sospechar que las víctimas no declaradas son siempre más. La verdad pura y dura es que el crimen no para. Llegará el día en que desplace a las enfermedades cardiovasculares como ruta directa al cementerio.Añoro la época en que las actas de defunción proclamaban que un fulano había estirado la pata “de muerte natural”. Me cuesta aceptar que ese elegante estilo de fallecimiento, tan sabiamente previsto por el cosmos, haya caducado.
Todavía recuerdo la sutileza con que me infiltraba entonces en el cuerpo del moribundo, la suavidad con que apagaba su aliento, la delicadeza con que cerraba sus ojos... Ahora que la vida se arranca y la muerte se inflige, las finas artes de mi oficio se han quedado sin taller.La cantidad de los asesinatos boricuas se mide con la de grandes morgues nacionales como Estados Unidos, Colombia y México. Con este maremoto de sangre, apenas tengo tiempo para atender a otras regiones. Las degollinas territoriales de la narcobrega, el holocausto doméstico de niños y mujeres, la ejecución de homosexuales, el tiroteo de ciudadanos inocentes... Sin excluir los suicidios salvacaras y los infartos colaterales del estrés y el sobresalto. En patios, carreteras, bosques, montes, llanos, ríos y playas, una descomunal mortaja de huesos arropa este arrecife a la deriva entre dos continentes. ¡Que nadie pretenda convencerlos de la normalidad de la tragedia! No es cierto que en todas partes se entrematen a mansalva los humanos.
Lo que sucede en Puerto Rico es insólito y escandaloso. La desigualdad, la ignorancia, el desempleo, las drogas y el mantengo han nutrido el volcán de podredumbre que estalla ahora en el pecho abierto del País. Del pueblo a la ciudad, de la barriada al caserío, del condominio vigilado al encierro urbanizado, que nadie se llame a engaño. Esto es como la loto. A cualquier hora podrían verme llegar con mi capucha negra de yoguear y mi sonrisa congelada. Algunos enrejan balcones, instalan alarmas, contratan guardaespaldas con la vana ilusión de mantenerme a raya. Otros huyen hacia la Florida convencidos de que allá no se cuecen habas tóxicas. El resto se deja arrullar por las sirenas policíacas y las promesas embusteras de otro fabuloso plan anticrimen. Lo único que falta es que esos genios neoliberales, los que reducen el gobierno a una mera transacción bancaria, inauguren dos lucrativas nuevas industrias para zanjar el inzanjable déficit: una que exporte cadáveres a escuelas de medicina en el extranjero y otra que los transforme en combustible para el infame gasoducto.
Mis queridos mortales, ruego excusas por haber abusado de su amable paciencia. No suelo ser tan habladora. Por algo los poetas, siempre tan generosos, me nombran La Parca.
Perdonen que irrumpa así, de sopetón, en la exquisita placidez de su domingo. Máxime cuando me consta que mi presencia es non grata. Reclamo el privilegio de un breve turno de revancha. Hace exactamente una semana, los puertorriqueños se las arreglaron para fastidiarme mi domingo. ¡Doce asesinatos en un solo día! Amén de los cinco del viernes y los ocho del sábado. Sin olvidar la ñapa del lunes con las cuatro bajas que cerraron en veintinueve la cuenta cabal del wikén. ¡Ni en el Oriente pendenciero se producen cifras semejantes!
De seguro, viniendo de quien viene, les extrañará mi protesta. Pues sepan que no niego responsabilidad en el asunto. Desde que el mundo es mundo, el trámite del deceso ha sido mi honorable profesión. Pero, señores vivientes y dolientes, ¡hasta la mortandad tiene sus límites! En mi larga carrera como gestora de funerales, pocas veces he visto tal ajetreo exterminador. ¡Y menos en un mico de país como éste! Sólo las guerras requieren servicios tan seguidos. No estoy acostumbrada a la matanza permanente en tiempos de supuesta paz.
Para caracterizar a este horrendo festival mortuorio, me he prohibido recurrir al adjetivo “histórico”. Aquí se aplica a cuanta bobería ocurre y le he cogido una manía rabiosa. Lo que es rutina en otros lados pasa por efemérides en la isla del olvido. Igual se endilga el rimbombante calificativo a un magno tapón o a un aguacero prolongado que a la visita de médico de un presidente ganso. Sí, me ha chocado el megamatarile del 26 de junio, pero no crean que ignoro los cómputos generales del delito. A mediados de año, ya rebasan el medio millar. Me joroba esa morbosa contabilidad que compara homicidios recientes con los registrados en fechas anteriores. La escasa confianza que inspiran las estadísticas oficiales hace sospechar que las víctimas no declaradas son siempre más. La verdad pura y dura es que el crimen no para. Llegará el día en que desplace a las enfermedades cardiovasculares como ruta directa al cementerio.Añoro la época en que las actas de defunción proclamaban que un fulano había estirado la pata “de muerte natural”. Me cuesta aceptar que ese elegante estilo de fallecimiento, tan sabiamente previsto por el cosmos, haya caducado.
Todavía recuerdo la sutileza con que me infiltraba entonces en el cuerpo del moribundo, la suavidad con que apagaba su aliento, la delicadeza con que cerraba sus ojos... Ahora que la vida se arranca y la muerte se inflige, las finas artes de mi oficio se han quedado sin taller.La cantidad de los asesinatos boricuas se mide con la de grandes morgues nacionales como Estados Unidos, Colombia y México. Con este maremoto de sangre, apenas tengo tiempo para atender a otras regiones. Las degollinas territoriales de la narcobrega, el holocausto doméstico de niños y mujeres, la ejecución de homosexuales, el tiroteo de ciudadanos inocentes... Sin excluir los suicidios salvacaras y los infartos colaterales del estrés y el sobresalto. En patios, carreteras, bosques, montes, llanos, ríos y playas, una descomunal mortaja de huesos arropa este arrecife a la deriva entre dos continentes. ¡Que nadie pretenda convencerlos de la normalidad de la tragedia! No es cierto que en todas partes se entrematen a mansalva los humanos.
Lo que sucede en Puerto Rico es insólito y escandaloso. La desigualdad, la ignorancia, el desempleo, las drogas y el mantengo han nutrido el volcán de podredumbre que estalla ahora en el pecho abierto del País. Del pueblo a la ciudad, de la barriada al caserío, del condominio vigilado al encierro urbanizado, que nadie se llame a engaño. Esto es como la loto. A cualquier hora podrían verme llegar con mi capucha negra de yoguear y mi sonrisa congelada. Algunos enrejan balcones, instalan alarmas, contratan guardaespaldas con la vana ilusión de mantenerme a raya. Otros huyen hacia la Florida convencidos de que allá no se cuecen habas tóxicas. El resto se deja arrullar por las sirenas policíacas y las promesas embusteras de otro fabuloso plan anticrimen. Lo único que falta es que esos genios neoliberales, los que reducen el gobierno a una mera transacción bancaria, inauguren dos lucrativas nuevas industrias para zanjar el inzanjable déficit: una que exporte cadáveres a escuelas de medicina en el extranjero y otra que los transforme en combustible para el infame gasoducto.
Mis queridos mortales, ruego excusas por haber abusado de su amable paciencia. No suelo ser tan habladora. Por algo los poetas, siempre tan generosos, me nombran La Parca.
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