LOS CRÍMENES DE LA SECTAY EL GRAN HERMANO
RICARDO AROCENA
Los francmasones y activistas de la Logia Lautaro, Manuel de Sarratea y Carlos de Alvear, intentaron asesinar a José Artigas luego de que regresara con su pueblo del Ayuí y en momentos en que apremiaba la consolidación del Segundo Sitio de Montevideo. "Paisano y amigo: su vida y la de sus oficiales dista solo en que se descuiden", alertará el fiel patriota Santiago Felipe Caldoso al Jefe Oriental, inquieto ante los rumores del posible magnicidio.
"Hablo a Ud. con todo mi corazón, siento su vida más que la mía propia, así suplico a Ud. por Dios, por todos los Santos y por lo que más ama e idolatra, que no se fíe de nadie; mire que tratan de sacarle la vida por varios estilos", insistirá encarecidamente aquel compadre, que por haber vivido en Buenos Aires conocía muy de cerca los complots y manejos de los integrantes de las cofradías.
Quien primero conspira con tales fines es Carlos de Alvear, que había sido instruido por las autoridades porteñas "sobre la conducta doble y suspicaz del General Artigas" y de los medios de "que se vale el gobierno", para reducirlo a un estado de "obediencia ciega de las órdenes de V. E".
Fue enviado con instrucciones precisas de subyugarlo "del modo más insinuante e impreciso", para que entrara en confianza. "Hay que convencerlo de la buena fe y tiernos sentimientos que nos animan" y de nuestra "consideración y aprecio", le habían dicho.
Y una vez logrado el objetivo, vendría el golpe letal.
Un sacerdote, de apellido Rivarola, probablemente también francmasón, se había sumado a la maquinación, recomendándole a Artigas que recibiera a Alvear. Refiriéndose al conflicto que lo enfrentaba con el gobierno porteño, explicará que el enviado iba "perfectamente bien instruido... ya precisamente va a acabarse todo".
Precisamente ese era el cebo con el que querían engañar a Artigas. Solucionados los problemas podría avanzar sobre el poder español, que permanecía en la amurallada Montevideo. Pero el delegado porteño nunca llega al destino prefijado y el 25 de octubre de 1812 escribe una carta desde el Arroyo de la China al Jefe oriental en la que explica que "hallándome impedido por una rodada que di ayer, de marchar a la brevedad que exige mi comisión, suplico a V. S. tenga la dignación de venir al pueblo de Paysandú, donde me haré conducir como pueda". La trampa era bastante grosera: quería que Artigas abandonara el resguardo de sus tropas.
El conductor oriental responderá diciendo que siempre había deseado la "llegada de este instante", pero que el encuentro le parecía "inesperado", porque hasta entonces nunca antes había logrado que el gobierno porteño tratara con él, desde que fue "abandonado con el mayor desprecio". El tono de la primera parte de la respuesta entremezcla cierto simulado candor, con un toque de animosidad.
Aunque con campechana "inocencia" agregará: "Empersónese mi apreciable paisano a concordarnos, acérquese Vd.; tomará los informes que guste y las notas que crea necesarias sobre el particular y hagamos conocer al mundo entero que cuando los americanos rompieron sus cadenas hicieron el alarde más digno de la unión, apoyándola en el sentimiento noble de hombres compañeros".
Y aparentando no haberse dado cuenta del ardid sobrará al porteño: "Hago un deber mío tributarle mis más afectuosos respetos, deseando con el ansia mayor el momento de conocerle para honrarme con el abrazo de una amistad debida a conocimientos recíprocos de nuestros sentimientos, con lo que deseo su completo restablecimiento".
Ante la actitud de Artigas, que evadía el artero convite, interviene el inefable Sarratea. Con las potestades que le otorgaba su cargo de General en Jefe, ordena al conductor oriental, que viaje a entrevistarse con el enviado de Buenos Aires. El 2 de noviembre le escribe que Alvear, ya restablecido, se dirigía "con esta fecha al Salto", adonde Artigas debería encontrarse "la mañana del 4..."
El porteño debería "esperar sentado", porque su interlocutor no concurrió a la cita. El episodio culminaría con una misiva del "Capitán General" Sarratea, que haciéndose el distraído comentaría que su compinche "había esperado más del tiempo necesario". La cómplice coordinación entre los dos logistas había quedado en evidencia.
Tiempo después el frustrado delegado porteño reconocerá abiertamente que el doblez y la falta de principios eran su norma. Desde su punto de vista el "disimulo", el cinismo, la hipocresía, eran "laudables y gloriosas" de acuerdo a los objetivos. El historiador Bauzá concluirá sobre el tan frustrado como torpe manejo, que "ni el tono zalamero de la carta, ni el cebo de las ofertas, influyeron en que Artigas difiriese el pedido, pues como intriga para separarlo de su campo, era harto burda".
EL COMPLOT SARRATEA
Pero Sarratea no renunciará al magnicidio. Antes de ser expulsado del Ejército sitiador intenta nuevamente asesinar a Artigas, en momentos en que los orientales acampaban en Paso de la Arena. "Yo he tenido en mis manos las ricas pistolas que Sarratea mandó a Otorgués para este fin", concluirá el militar Ramón de Cáceres, para que no quedara sombra de dudas.
De acuerdo a su tortuosa opinión, el lugarteniente no había actuado por ser "pariente" del Jefe oriental, aunque los hechos demostrarían que aquel comandante era de sólidos principios. La denuncia de Cáceres se conoce recién unos cuantos años después de los hechos. No obstante, según sus propias palabras, mientras contaba la anécdota de las pistolas, en Montevideo "aún existía la persona que anduvo encargada de este negocio".
"Muy pocos fucilazos bastarán para lanzar al caudillo más allá de las márgenes del Cuareim", repetía Sarratea por aquel entonces. Y un lacónico Artigas le responderá: "Tal vez V. E. en mis apuros y con mis recursos habría hecho sucumbir su constancia y se habría prostituído ya...". Y agregará: "Un lance funesto podrá arrancarme la vida pero no envilecerme".
Desde la llegada del porteño al Ayuí las provocaciones contra el Jefe oriental habían menudeado. No había terminado de establecerse cuando Sarratea acusa a Artigas de "trastornar el orden" y a su ejército de ser "un grupo informe". Pocos días después recibe órdenes de arrestarlo y remitirlo a Buenos Aires, pero no estaban dadas las condiciones y el "Capitán General" se lo hará saber a sus superiores: primero había que "conquistar los ánimos enajenados de la multitud". Es que los mejores custodias del Jefe de los libres, eran la gente que lo seguía.
Luego Sarratea ordena que Manuel Artigas traslade sus tropas, pero una voz se levanta en toda la división: nadie caminaba "a menos que caminase el Jefe, Don José...". Entonces el porteño intenta que el conductor oriental los obligue a acatar sus órdenes. Pero el General responderá presentando su renuncia al mando militar concedido por Buenos Aires, porque no pensaba reprimir a sus compañeros. "Ahora siento el gozo de verme como ciudadano libre", contestará.
Ante las presiones, Otorgués responderá que "si el gobierno de Buenos Aires trata de subyugarnos y esclavizarme, yo me hallo en distinto parecer, pues me es imposible que después de haber sacudido un yugo, me vuelva a meter en otro que es quizás peor". Por su parte el capitán artiguista Bartolomé Ramírez responderá los intentos de captación de Sarratea: "Yo me hallo en distinto modo de pensar y solo obligado según los sentimientos que me animan a seguir a mi inmediato jefe Don José Artigas.
La firmeza oriental provocará la reacción del gobierno porteño, que exigirá que "se castigue con la pena de muerte todo acto de insubordinación". Pero... ¿quién le ponía el cascabel al gato? En entonces que Sarratea recurre a dinero destinado a las familias emigradas en el Ayuí, para sobornar a los más débiles. La permanente provocación empujará a los orientales a espontáneas asambleas de repudio y confrontación que se efectivizarán los días 23 y 24 de agosto de 1812.
La escalada de arrestos, provocaciones, sobornos, amenazas, chantajes e intentos de homicidio continuará hasta las propias puertas de Montevideo. El militar De Vedia, que para nada puede ser considerado un "radical", pero que fue un privilegiado testigo de cuanto ocurría, consideraba que la elección de Sarratea al mando de las tropas había sido un desaire contra Artigas.
Agregaba: "fue una falta imperdonable por el complot amalgamado por una cuadrilla de bribones (...), que se proponían regimentar los destinos de América". Conocía muy bien a los "pícaros francmasones", como los había llamado el patriota Cardoso, porque había alternado con ellos y se había alejado con repulsión de su entorno. Por eso comentará: "el ser montevideano y el ser demasiado íntegro, eran cualidades que me alejaban de lo que ellos llamaban Sociedad Masónica. Hablaba sin rebozo, criticaba sin cordura y me hacía aborrecible de la farsa masónica".
Lo que él llamaba una "farsa", se había transformado en un activo partido pro oligárquico y pro inglés, que tenía por objetivo el control geopolítico de la región. "Cualquier potencia, que posea la Banda Oriental y Montevideo, puede cuando quiera, cerrar o abrir a los otros el Río de la Plata", comentaría el agente británico Ponsomby, años después. Y en otro momento profundizará: "Por el Plata y los grandes ríos que desembocan en él, alimentados por las corrientes más pequeñas, que cruzan el territorio, todos esos productos podrían ser obtenidos por Inglaterra, a precios mucho más reducidos..."
Las propias leyes internas del incipiente capital monopólico empujaban a la colonización de las regiones "atrasadas", por lo que la ofensiva era global. Similares intereses convertirían, por ejemplo, al continente africano en "botín del hombre blanco", mientras que aventureros como Cecil Rodhes fundaban países que serían bautizados con su nombre.
"Quisiera anexar los planetas. Si pudiera, a menudo pienso en ello. Me entristece verlos tan claros y sin embargo tan distantes...", diría. Y ante reclamos de auxilio para las poblaciones saqueadas, en forma pretendidamente burlesca responderá: "pura filantropía está muy bien en el camino, pero la filantropía más un cinco por ciento, es una oferta mejor".
Tal era el pensamiento de aquel hombre, pero también de las clases dominantes británicas, que muy pronto consagrarían el denominado "siglo imperial" a escala planetaria, apoyadas en estrategias geopolíticas y en alianzas con los sectores poderosos de las regiones que se proponía someter. La alta burguesía bonaerense, que había acompañado a la revolución de mayo, acabaría plegándose a la ofensiva imperialista, negociando su propio "5 por ciento". El entrelazamiento de estos poderosos intereses establecerá en estos "oscuros rincones del mundo", en lo económico, distorsiones mono-productoras, erigidas a partir de la ratificación de las estructuras precapitalistas.
MITONES DE LUTO
Entretejida en los circuitos del poder económico y político, la misteriosa Logia Lautaro operará a favor de tales intereses. Sarratea y Alvear, eran incondicionales de aquella secta exaltada y fanática que operaba al servicio de Londres. Todo lo que hacían, lo consultaban antes con la congregación: tenían expresamente prohibido impulsar cualquier cosa de importancia, sin su consentimiento. Violar tal juramento implicaba "riesgo de vida".
Los propios reglamentos logistas así lo exigían:
"Art. 9. Siempre que alguno de los hermanos sea elegido para el Supremo Gobierno, no podrá deliberar cosa alguna de grave importancia, sin haber consultado el parecer de la Logia".
"Art. 10. No podrá dar empleo alguno principal y de influjo en el Estado, ni en la Capital, ni fuera de ella, sin acuerdo de la Logia".
"Art. 14. Será una de las primeras obligaciones de los hermanos, en virtud del objeto de la institución, auxiliarse en cualesquiera conflictos de la vida civil y sostenerse la opinión unos de otros; pero cuando esta se opusiera a la pública, deberá por lo menos guardar silencio".
"Art. 15. Todo hermano, deberá sostener, a riesgo de su vida, las determinaciones de la Logia".
Esta se movería en aquel panorama político como un grupo sectario, inaccesible, intolerante y elitista, que perseguía en forma incansable a quien no se acoplaba a sus disposiciones. Objetaban que el pueblo interviniera en política y cuando de cualquier manera lo hacía, como en el caso de los orientales, no vacilaron en traicionarlo. Justificaban tal actitud definiéndose ideológicamente como "moderados", que preferían los cambios "graduales", antes que los "repentinos". Y, como ya lo hemos señalado, no vacilaron en recurrir al crimen, cuando se los contradijo.
Un ritual no es más que una cadena de acciones de valor alegórico. Cobra un sentido establecido en el contexto de la tradición de una colectividad, corporación o grupo determinado. Por eso en entornos normales recibir guantes o mitones negros en forma anónima, poco o nada implica, a lo sumo la sorpresa por el inesperado obsequio. Pero los hechos indican que recibirlos en determinadas circunstancias, puede ser augurio de muerte.
María Guadalupe Cuenca enviudaría luego de recibir el imprevisto presente. No transcurrirían muchas horas desde la sorpresiva ofrenda y su esposo, Mariano Moreno, fallecería intoxicado. Si la utilización de veneno y de prendas de luto apuntan a que se trata de un ritual sectario y a la Logia como la responsable del crimen, el entorno político lo ratifica. Es que el revolucionario los había confrontado.
En agosto de 1810 Lord Strangford, embajador inglés y alta autoridad masónica destinada al continente, en connivencia con sus cofrades de Buenos Aires, había ordenado frenar la lucha armada en la Banda Oriental, pero Moreno, lejos de acatar tal disposición, con independencia de criterio, dispone proseguir con los esfuerzos revolucionarios. Desde hacía tiempo venía clamando por el concurso de Artigas, para la causa independentista.
Ante tal actitud el poderoso gringo reitera la orden, enviando un auténtico ultimátum. Los británicos no querían montoneras levantiscas por estas regiones, a las que desde muy temprano habían destinado a ser apenas una "cuña" entre dos futuros grandes Estados.
En la carta confiesa que la posible insurgencia oriental ponía nervioso al gobierno portugués, su principal aliado, por lo que Moreno debía decidir si no era perjudicial para sus intereses y los de quienes representaba, dar "un pretexto... a aquellos que en apariencia, sin esa excusa no osarían nunca inquietaros".
Entonces lo presiona con que el tema estaba entre sus prioridades: "la cosa merece toda vuestra atención y os aseguro que ha interesado mucho la mía". Que se combatiera al colonialismo hispano, era "muy desagradable al Rey mi soberano", por lo cual ordenaba: "quiero, pues, creer que mientras yo trabajo a favor de la armonía entre ambos gobiernos, vosotros no haréis nada que pueda turbarla o pueda producir inquietudes o alarmas".
La intimación es del 17 de noviembre. No había trascurrido un mes y Moreno era obligado a abandonar su cargo de Secretario y la redacción del periódico La Gaceta. Había cometido el terrible "delito" de contradecir a la Logia. Finalmente lo engañan enviándolo con un cargo diplomático a Londres. Durante el viaje una extraña descompostura lo conducirá a la muerte. Fue el 4 de marzo de 1811, apenas unos meses después de que con dignidad contradijera al "Gran Hermano".
RICARDO AROCENA
Los francmasones y activistas de la Logia Lautaro, Manuel de Sarratea y Carlos de Alvear, intentaron asesinar a José Artigas luego de que regresara con su pueblo del Ayuí y en momentos en que apremiaba la consolidación del Segundo Sitio de Montevideo. "Paisano y amigo: su vida y la de sus oficiales dista solo en que se descuiden", alertará el fiel patriota Santiago Felipe Caldoso al Jefe Oriental, inquieto ante los rumores del posible magnicidio.
"Hablo a Ud. con todo mi corazón, siento su vida más que la mía propia, así suplico a Ud. por Dios, por todos los Santos y por lo que más ama e idolatra, que no se fíe de nadie; mire que tratan de sacarle la vida por varios estilos", insistirá encarecidamente aquel compadre, que por haber vivido en Buenos Aires conocía muy de cerca los complots y manejos de los integrantes de las cofradías.
Quien primero conspira con tales fines es Carlos de Alvear, que había sido instruido por las autoridades porteñas "sobre la conducta doble y suspicaz del General Artigas" y de los medios de "que se vale el gobierno", para reducirlo a un estado de "obediencia ciega de las órdenes de V. E".
Fue enviado con instrucciones precisas de subyugarlo "del modo más insinuante e impreciso", para que entrara en confianza. "Hay que convencerlo de la buena fe y tiernos sentimientos que nos animan" y de nuestra "consideración y aprecio", le habían dicho.
Y una vez logrado el objetivo, vendría el golpe letal.
Un sacerdote, de apellido Rivarola, probablemente también francmasón, se había sumado a la maquinación, recomendándole a Artigas que recibiera a Alvear. Refiriéndose al conflicto que lo enfrentaba con el gobierno porteño, explicará que el enviado iba "perfectamente bien instruido... ya precisamente va a acabarse todo".
Precisamente ese era el cebo con el que querían engañar a Artigas. Solucionados los problemas podría avanzar sobre el poder español, que permanecía en la amurallada Montevideo. Pero el delegado porteño nunca llega al destino prefijado y el 25 de octubre de 1812 escribe una carta desde el Arroyo de la China al Jefe oriental en la que explica que "hallándome impedido por una rodada que di ayer, de marchar a la brevedad que exige mi comisión, suplico a V. S. tenga la dignación de venir al pueblo de Paysandú, donde me haré conducir como pueda". La trampa era bastante grosera: quería que Artigas abandonara el resguardo de sus tropas.
El conductor oriental responderá diciendo que siempre había deseado la "llegada de este instante", pero que el encuentro le parecía "inesperado", porque hasta entonces nunca antes había logrado que el gobierno porteño tratara con él, desde que fue "abandonado con el mayor desprecio". El tono de la primera parte de la respuesta entremezcla cierto simulado candor, con un toque de animosidad.
Aunque con campechana "inocencia" agregará: "Empersónese mi apreciable paisano a concordarnos, acérquese Vd.; tomará los informes que guste y las notas que crea necesarias sobre el particular y hagamos conocer al mundo entero que cuando los americanos rompieron sus cadenas hicieron el alarde más digno de la unión, apoyándola en el sentimiento noble de hombres compañeros".
Y aparentando no haberse dado cuenta del ardid sobrará al porteño: "Hago un deber mío tributarle mis más afectuosos respetos, deseando con el ansia mayor el momento de conocerle para honrarme con el abrazo de una amistad debida a conocimientos recíprocos de nuestros sentimientos, con lo que deseo su completo restablecimiento".
Ante la actitud de Artigas, que evadía el artero convite, interviene el inefable Sarratea. Con las potestades que le otorgaba su cargo de General en Jefe, ordena al conductor oriental, que viaje a entrevistarse con el enviado de Buenos Aires. El 2 de noviembre le escribe que Alvear, ya restablecido, se dirigía "con esta fecha al Salto", adonde Artigas debería encontrarse "la mañana del 4..."
El porteño debería "esperar sentado", porque su interlocutor no concurrió a la cita. El episodio culminaría con una misiva del "Capitán General" Sarratea, que haciéndose el distraído comentaría que su compinche "había esperado más del tiempo necesario". La cómplice coordinación entre los dos logistas había quedado en evidencia.
Tiempo después el frustrado delegado porteño reconocerá abiertamente que el doblez y la falta de principios eran su norma. Desde su punto de vista el "disimulo", el cinismo, la hipocresía, eran "laudables y gloriosas" de acuerdo a los objetivos. El historiador Bauzá concluirá sobre el tan frustrado como torpe manejo, que "ni el tono zalamero de la carta, ni el cebo de las ofertas, influyeron en que Artigas difiriese el pedido, pues como intriga para separarlo de su campo, era harto burda".
EL COMPLOT SARRATEA
Pero Sarratea no renunciará al magnicidio. Antes de ser expulsado del Ejército sitiador intenta nuevamente asesinar a Artigas, en momentos en que los orientales acampaban en Paso de la Arena. "Yo he tenido en mis manos las ricas pistolas que Sarratea mandó a Otorgués para este fin", concluirá el militar Ramón de Cáceres, para que no quedara sombra de dudas.
De acuerdo a su tortuosa opinión, el lugarteniente no había actuado por ser "pariente" del Jefe oriental, aunque los hechos demostrarían que aquel comandante era de sólidos principios. La denuncia de Cáceres se conoce recién unos cuantos años después de los hechos. No obstante, según sus propias palabras, mientras contaba la anécdota de las pistolas, en Montevideo "aún existía la persona que anduvo encargada de este negocio".
"Muy pocos fucilazos bastarán para lanzar al caudillo más allá de las márgenes del Cuareim", repetía Sarratea por aquel entonces. Y un lacónico Artigas le responderá: "Tal vez V. E. en mis apuros y con mis recursos habría hecho sucumbir su constancia y se habría prostituído ya...". Y agregará: "Un lance funesto podrá arrancarme la vida pero no envilecerme".
Desde la llegada del porteño al Ayuí las provocaciones contra el Jefe oriental habían menudeado. No había terminado de establecerse cuando Sarratea acusa a Artigas de "trastornar el orden" y a su ejército de ser "un grupo informe". Pocos días después recibe órdenes de arrestarlo y remitirlo a Buenos Aires, pero no estaban dadas las condiciones y el "Capitán General" se lo hará saber a sus superiores: primero había que "conquistar los ánimos enajenados de la multitud". Es que los mejores custodias del Jefe de los libres, eran la gente que lo seguía.
Luego Sarratea ordena que Manuel Artigas traslade sus tropas, pero una voz se levanta en toda la división: nadie caminaba "a menos que caminase el Jefe, Don José...". Entonces el porteño intenta que el conductor oriental los obligue a acatar sus órdenes. Pero el General responderá presentando su renuncia al mando militar concedido por Buenos Aires, porque no pensaba reprimir a sus compañeros. "Ahora siento el gozo de verme como ciudadano libre", contestará.
Ante las presiones, Otorgués responderá que "si el gobierno de Buenos Aires trata de subyugarnos y esclavizarme, yo me hallo en distinto parecer, pues me es imposible que después de haber sacudido un yugo, me vuelva a meter en otro que es quizás peor". Por su parte el capitán artiguista Bartolomé Ramírez responderá los intentos de captación de Sarratea: "Yo me hallo en distinto modo de pensar y solo obligado según los sentimientos que me animan a seguir a mi inmediato jefe Don José Artigas.
La firmeza oriental provocará la reacción del gobierno porteño, que exigirá que "se castigue con la pena de muerte todo acto de insubordinación". Pero... ¿quién le ponía el cascabel al gato? En entonces que Sarratea recurre a dinero destinado a las familias emigradas en el Ayuí, para sobornar a los más débiles. La permanente provocación empujará a los orientales a espontáneas asambleas de repudio y confrontación que se efectivizarán los días 23 y 24 de agosto de 1812.
La escalada de arrestos, provocaciones, sobornos, amenazas, chantajes e intentos de homicidio continuará hasta las propias puertas de Montevideo. El militar De Vedia, que para nada puede ser considerado un "radical", pero que fue un privilegiado testigo de cuanto ocurría, consideraba que la elección de Sarratea al mando de las tropas había sido un desaire contra Artigas.
Agregaba: "fue una falta imperdonable por el complot amalgamado por una cuadrilla de bribones (...), que se proponían regimentar los destinos de América". Conocía muy bien a los "pícaros francmasones", como los había llamado el patriota Cardoso, porque había alternado con ellos y se había alejado con repulsión de su entorno. Por eso comentará: "el ser montevideano y el ser demasiado íntegro, eran cualidades que me alejaban de lo que ellos llamaban Sociedad Masónica. Hablaba sin rebozo, criticaba sin cordura y me hacía aborrecible de la farsa masónica".
Lo que él llamaba una "farsa", se había transformado en un activo partido pro oligárquico y pro inglés, que tenía por objetivo el control geopolítico de la región. "Cualquier potencia, que posea la Banda Oriental y Montevideo, puede cuando quiera, cerrar o abrir a los otros el Río de la Plata", comentaría el agente británico Ponsomby, años después. Y en otro momento profundizará: "Por el Plata y los grandes ríos que desembocan en él, alimentados por las corrientes más pequeñas, que cruzan el territorio, todos esos productos podrían ser obtenidos por Inglaterra, a precios mucho más reducidos..."
Las propias leyes internas del incipiente capital monopólico empujaban a la colonización de las regiones "atrasadas", por lo que la ofensiva era global. Similares intereses convertirían, por ejemplo, al continente africano en "botín del hombre blanco", mientras que aventureros como Cecil Rodhes fundaban países que serían bautizados con su nombre.
"Quisiera anexar los planetas. Si pudiera, a menudo pienso en ello. Me entristece verlos tan claros y sin embargo tan distantes...", diría. Y ante reclamos de auxilio para las poblaciones saqueadas, en forma pretendidamente burlesca responderá: "pura filantropía está muy bien en el camino, pero la filantropía más un cinco por ciento, es una oferta mejor".
Tal era el pensamiento de aquel hombre, pero también de las clases dominantes británicas, que muy pronto consagrarían el denominado "siglo imperial" a escala planetaria, apoyadas en estrategias geopolíticas y en alianzas con los sectores poderosos de las regiones que se proponía someter. La alta burguesía bonaerense, que había acompañado a la revolución de mayo, acabaría plegándose a la ofensiva imperialista, negociando su propio "5 por ciento". El entrelazamiento de estos poderosos intereses establecerá en estos "oscuros rincones del mundo", en lo económico, distorsiones mono-productoras, erigidas a partir de la ratificación de las estructuras precapitalistas.
MITONES DE LUTO
Entretejida en los circuitos del poder económico y político, la misteriosa Logia Lautaro operará a favor de tales intereses. Sarratea y Alvear, eran incondicionales de aquella secta exaltada y fanática que operaba al servicio de Londres. Todo lo que hacían, lo consultaban antes con la congregación: tenían expresamente prohibido impulsar cualquier cosa de importancia, sin su consentimiento. Violar tal juramento implicaba "riesgo de vida".
Los propios reglamentos logistas así lo exigían:
"Art. 9. Siempre que alguno de los hermanos sea elegido para el Supremo Gobierno, no podrá deliberar cosa alguna de grave importancia, sin haber consultado el parecer de la Logia".
"Art. 10. No podrá dar empleo alguno principal y de influjo en el Estado, ni en la Capital, ni fuera de ella, sin acuerdo de la Logia".
"Art. 14. Será una de las primeras obligaciones de los hermanos, en virtud del objeto de la institución, auxiliarse en cualesquiera conflictos de la vida civil y sostenerse la opinión unos de otros; pero cuando esta se opusiera a la pública, deberá por lo menos guardar silencio".
"Art. 15. Todo hermano, deberá sostener, a riesgo de su vida, las determinaciones de la Logia".
Esta se movería en aquel panorama político como un grupo sectario, inaccesible, intolerante y elitista, que perseguía en forma incansable a quien no se acoplaba a sus disposiciones. Objetaban que el pueblo interviniera en política y cuando de cualquier manera lo hacía, como en el caso de los orientales, no vacilaron en traicionarlo. Justificaban tal actitud definiéndose ideológicamente como "moderados", que preferían los cambios "graduales", antes que los "repentinos". Y, como ya lo hemos señalado, no vacilaron en recurrir al crimen, cuando se los contradijo.
Un ritual no es más que una cadena de acciones de valor alegórico. Cobra un sentido establecido en el contexto de la tradición de una colectividad, corporación o grupo determinado. Por eso en entornos normales recibir guantes o mitones negros en forma anónima, poco o nada implica, a lo sumo la sorpresa por el inesperado obsequio. Pero los hechos indican que recibirlos en determinadas circunstancias, puede ser augurio de muerte.
María Guadalupe Cuenca enviudaría luego de recibir el imprevisto presente. No transcurrirían muchas horas desde la sorpresiva ofrenda y su esposo, Mariano Moreno, fallecería intoxicado. Si la utilización de veneno y de prendas de luto apuntan a que se trata de un ritual sectario y a la Logia como la responsable del crimen, el entorno político lo ratifica. Es que el revolucionario los había confrontado.
En agosto de 1810 Lord Strangford, embajador inglés y alta autoridad masónica destinada al continente, en connivencia con sus cofrades de Buenos Aires, había ordenado frenar la lucha armada en la Banda Oriental, pero Moreno, lejos de acatar tal disposición, con independencia de criterio, dispone proseguir con los esfuerzos revolucionarios. Desde hacía tiempo venía clamando por el concurso de Artigas, para la causa independentista.
Ante tal actitud el poderoso gringo reitera la orden, enviando un auténtico ultimátum. Los británicos no querían montoneras levantiscas por estas regiones, a las que desde muy temprano habían destinado a ser apenas una "cuña" entre dos futuros grandes Estados.
En la carta confiesa que la posible insurgencia oriental ponía nervioso al gobierno portugués, su principal aliado, por lo que Moreno debía decidir si no era perjudicial para sus intereses y los de quienes representaba, dar "un pretexto... a aquellos que en apariencia, sin esa excusa no osarían nunca inquietaros".
Entonces lo presiona con que el tema estaba entre sus prioridades: "la cosa merece toda vuestra atención y os aseguro que ha interesado mucho la mía". Que se combatiera al colonialismo hispano, era "muy desagradable al Rey mi soberano", por lo cual ordenaba: "quiero, pues, creer que mientras yo trabajo a favor de la armonía entre ambos gobiernos, vosotros no haréis nada que pueda turbarla o pueda producir inquietudes o alarmas".
La intimación es del 17 de noviembre. No había trascurrido un mes y Moreno era obligado a abandonar su cargo de Secretario y la redacción del periódico La Gaceta. Había cometido el terrible "delito" de contradecir a la Logia. Finalmente lo engañan enviándolo con un cargo diplomático a Londres. Durante el viaje una extraña descompostura lo conducirá a la muerte. Fue el 4 de marzo de 1811, apenas unos meses después de que con dignidad contradijera al "Gran Hermano".
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