sábado

YO EL PROTECTOR / MEMORIAL PERSONAL DE PEPE ARTIGAS





CUARTA ENTREGA (CAPÍTULOS 16 AL 20 DE UNO)

16 / NIÑOS

Lo malo de los amores fue que en un redepente me empecé a sentir el cacique que se emporraba a la tierra en Casupá.

Y tamaño entreverijo me estragó pior que el reuma.

Cuando la exorbitancia no es generosidad aborrece a lo humano que pretende favorecer a la naturaleza.

Y yo nací protector y no podía denunciar los entuertos con gacetas a lo Moreno ni alancear los molinos como los godos empavorrealados que se creen Don Quijote y usan de Sancho al pueblo.

Me costó ochenta y seis años entender que mi Dulcinea eterna es la costilla con inmaculación que me fulge en este catre.

¿A qué más?

El guirigay se armó cuando Martina y Manuel Francisco me noticiaron de que acababan de apadrinar en Las Piedras a un párvulo que alguien le había tirado a Garafales. Ahí sentí que la Celeste y el buonarrotista no punteaban sin hilo.

Pedro Mónico Artigas.

Cuando lo conocí en Casupá ya caminaba y no tuvo más madre ni padre que mi hermana, que había quedado viuda a los diecisiete años.

Ahora pienso que andarán enzarzados con los Villagrán por la herencia del kilombo, y yo no le firmé nada a Josef María pues hallo que el verdadero motivo de su viaje fue envolverme.

Ansiedades que matan.

Isabel vivía preñada y después de tener a Juan Manuel perdimos una niña atrás de otra y no pude asistir al entierro de ninguna porque ya circulaban órdenes de captura pal bandido Pepe Ortiga y me refugiaba mucho en el lejano Norte.

La que yo llamaba Bilú quedó hecha una mera Alba de facas venenosas, y hasta me parecía oírle el mismo cascabeleo de la bicha que moché aquella tarde en la cañada.

Ellas matan así, sin explicar el odio.

Manuel era tan felino en la suavidá y el ashé que a los cinco años ya lo llamábamos el Caciquillo y se tornó un amigo de puro guacambú como Ansina y Andresito y Bartolo y Blas Basualdo, sin despreciar a Yegros.

Yo seguía empantanado con mi propio gualiche, y se hace triste pisarle la edad al nazareno sin entender ni quién es uno mismo.

Y un día me acordé del perro que fecundó a la Niki por pura devoción y volví a llorar solo.

Otro Pepe alucinado.

¿Pero qué coño hacer? ¿Ordenar los paisajes? ¿Ordenar los amores que luego son barriales batidos por matungos? Siempre escuché decir que San Ignacio de Loyola asesinó a un conejo y su horror campaneará en las nubes hasta el Apocalipsis.

Los niños son felices mientras juegan a los bandidos.

El problema es acabar colgando a lo Iscariote.


17 / CONFESIÓN


Un día estábamos en la estancia que tenía mi suegro en el Paso del Yapeyú y me enteré que Garafales iba a pasar por el Rincón del Chatre, de camino a Misiones.

Decidí confesarme.

Ahora el cura apolíneo y piojoso ya encanecía, y empecé dándoles la razón a la Celeste y a Lanzarote por haber denunciado mi forzamiento indino de un Artigas en el hostal Las rosas.

Él sólo retrucó que seguía conservando aquella alfombrita hurtada a quien había sabido rezumar el Triclinio y acabó siendo un triste bizcocho verbenero.

Entonces desembuché que mi concubinato con Isabel Velázquez Muriñigo obedecía a la vigencia del lazo conyugal que la uncía a un facineroso purgador de homicidio en Montevideo y protesté intención de santo matrimonio con la moza chaná y él me creyó sonriendo.

Yo todavía inoraba que los sobresaltos exigidos por el vasallaje a la vocación de luchador libertario que elegí siendo feto iba a impedirle a cualquier compañera aguantarme para siempre.

Melchora casi pudo, pero el sino es terrible.

Claro que el trozo trágico era mucho más largo y terminé leyéndole la defensa de la Villa sorianense que hizo Gregorio Espinosa ante el Cabildo en el 72: La pobreza es general; acá todos son esclavos nombrados vecinos, porque penden del poder de la usurpación y tiranía; por eso en tantos años no ha podido aumentarse este pueblo, mientras el poderoso aumenta su caudal.

Garafales iba asintiendo con sacudimientos de la melena que aprovechaba para triturarse piojos y al final desvió el tema hacia el acta de los faeneros apresados por Agustín de la Rosa en el 94 y la declaración del paraguay Scorza de que yo lideraba tropas de changadores junto con el indio Matachina, Francisco el Portugués y Manuel Cané.

Me sentí mal pillado.

Hubo un silencio tórrido y terminé balbuciendo que a mi humilde entender la única que no pecaba en este tole-tole era la madre tierra que saqueábamos todos.

Garafales me absolvió rascándome los rulos como cuando era un crío y me pidió que evitara contraer amor al lucro.

Eso me trastornó.

Y mientras volvía cruzando los corralones y las canchas de faena y las mangueras atajadoras que parecían murallitas se me hizo un nudo negro en la ánima y sentí que lo único que me importaba en la vida era la libertad.

Repartir libertad.

Y me acordé del cielo que olí la primera noche que el portugo charruizado me condujo a su toldo.

Repartir ese cielo de allende las estrellas.

Ser valiente a lo indio.


18 / TUCHO

Y al poco tiempo presencié una trifulca filosófica cuereada en lo del Chatre que me cambió la vida, porque nos visitó un sabio entrerriano amigo de Candiotti que apodaban el Tucho y platicamos días del fomes levantisco.

Yo más bien escuchaba, como hice con Azara cuando el sino dispuso que lo asistiera y vale.

El Tucho Arrieta era un hombrón tartamudo y de precioso humor que se graduó en la universidad de Córdoba junto con Pérez Castellano, en épocas jesuíticas.

Y el despelote se armó una noche que le musiqué en la guitarra una copla pasquinera circulante en el Cuzco que él recitó trancándose especialmente en las a: Si vence Tupac Amaro / malo malo malo / si vence el Visitador / pior pior pior.

El Chatre aplaudió, borracho.

Pero cuando Arrieta se definió como un tomista silvestre y elogió el revoltijo americanista mixturado y fundado en la tradición política jurídica española, el vasco eructó un Merde como si lo injuriaran.

Y yo cogí pluma y pliegos después de añares y terminé apuntando perlas que babeó el tarta y todavía me giran en la sesera igual que jaculatorias.

De la primera nunca supe la autoría, aunque fue claritamente mi espada de fundamento en los congresos tórridos: Al no poder ser ejercida la soberanía por el Rey o por quien legítimamente le represente, el pueblo subroga su lugar y reasume la soberanía. Esto no supone una novedá ni una regolución en el derecho público español, sino que es aplicación lógica de los principios que lo inspiran.

Y la otra es de Covarruvias: Cuantas veces la familia gentilicia a la cual por envite de los pueblos fue trasladado el derecho de reinar por derecho de sangre, faltara totalmente, puede la misma república por elección instituir para sí un príncipe del reino o de la provincia.

Y supe que Francisco Suárez abrevó en Santo Tomás para calificar al pacto originario de llave sacrosanta en la producción de primicias de la Civitas Dei, aunque en su momento usé más el contrato de Juan Jacobo por razones de astucia.

Pero nunca odié a la España en calidá de fonte.

Y en lo único que coincidió el Chatre con el sabio entrerriano fue en la consideración de la Contrarreforma como una derrota santa.

Entonces el Tucho Arrieta me invitó a acompañarlo a presenciar el paso de una pueblada de Candiotti en su ruta al Perú y auguró que el futuro del barroco se construiría en la América sin sequedá francesa ni protestante.

Ahí el vasco volvió a saltar y esta vez con razón, porque no correspondía desestimar a la revolución madre comandada por Washington.

A lo que el tartamudo bufó que esa confederación se podía transfigurar con el tiempo en un imperio más tiburónico que el inglés porque había un solo ejército forjador de centralismo y una logia que sustituía al Espíritu Santo.

Y me pidió que le guitarreara otra vez la copla pasquinera.


19 / FOGÓN

Y la vida me fue cambiando sin detención a partir de aquel iris, porque durante el viaje a Entre Ríos hicimos noche con Tucho allende el Uruguay y tenté que me explicara el tema de las logias y el hombre de cabezota que empezaba a platearse tajeó fiero el churrasco y antes de echar mordisco sentenció que ese trozo era un arcano de digestión difícil.

Y nos quedamos un rato escuchando el fragor del Hervidero que me apañaría tanto en mis propias rumiadas, veinte años después.

Solo.

Ahora me estoy ahogando en un catre donde me sobra el tiempo para coser las cosas, y cuando Joaquín se lleva el último cirio siento que la verdá entra en el mosquitero a besarme.

Y sonrío.

Al final el tartamudo me preguntó en qué año había nacido y terminó explicándome que en el 63 llegó al Río de la Plata un abate benedictino que pertenecía a la fraternidad de la Luz y terminó enfrentando al hermano Joaquín de Viana contra los jesuitas, acusados de sobornar a Cevallos para que les facilitara el contrabando. Todo con la aquiescencia unánime de los montevideanos.

Y calculé que en ese tiempo mi padre ya debía estar reclutado por la Hermandad de San José de la Caridad y pregunté si era cierto que la orden franciscana coaligaba con la masonería inglesa.

A veces parecía que Arrieta cargaba un baturrillo excedido de información y que las elucubraciones le hacían zozobrar hasta la hilvanadura del magín, pero yo me fui aturdiendo con la ginebra y no sé cuánto tiempo dormité mientras él tartajeaba algo sobre el Dios Arquitecto que la Gran Logia quería imponerle al Vaticano y el ateísmo disfrazado y la multiplicidá de engañifas con que Espinosa había nutrido a la Ilustración perpetradora de un fariseísmo epidémico que podía llevar al mundo a un completo desbarranque.

Entonces soñé con Ella.

Y caté instantáneamente lo que significaba aquel huevo celeste y gigantesco como una luna que se posaba sobre la sierra y espejaba una especie de Nuestra Sonrisa en la barra del Solís.

Cuando me espabilé el Tucho estaba contemplándome con una paz plateada y le conté que acababa de enamorarme de la Banda Oriental.

Él dijo que eso valía por verdá revelada.

Y de golpe me acorraló preguntándome si yo pensaba que los seguidores de Jesús fueron todos virtuosos y los fariseos todos ponzoñosos.

Yo atiné a contestarle que lo que había aprendido con los negros y los indios era que la divinidá no se olvida de naides.

A lo que él apostilló que eran los blancos los que se estaban olvidando de la divinidá.

Entonces entendí.


20 / CANDIOTTI

Al príncipe de los gauchos no le conocía la estampa, aunque había trabajado con varios de sus capataces acopiándole tropas que también le bajaban a Entre Ríos los contrabandistas de las Misiones Orientales.

Candiotti debió superar hasta la descendencia natural de Frutos, y dizque todos los lugartenientes de las puebladas llevaban su apellido.

Buena gente, sin despreciar.

Robertson me confió en Purificación que el príncipe ideó dende muy joven la famosa ruta que llegaba al Perú sin atravesar Córdoba y que cuando se nos murió reunía medio millón de onzas de oro en bodega.

Pero hallé que ese camello atravesaría sobradamente el ojo de la Aguja Final porque gastaba primor hasta pa servir a los indios, carajo.

El Tucho cabalgaba instruyendo precioso, y en aquellos tres días me desasné por valor de los treinta y dos que el reuma ya me retorcía hasta el enloquecimiento.

Claro que la congoja y la irritación perpetuas son efluvios de la ánima.

Algo que entendí al vuelo mientras nos arrimábamos hasta el punto de arranque de la caravana fue la estrategia trunca del Concilio de Trento de popularizar el privilegio de la noticia del Hombre Nuevo entre los infelices.

Lo único que le importa al salvaje es comer paz.

Y cuando acuñé la enseña de ser ilustrados lo hice pensando en la valentía de creer lo que no vemos para merecer ver aquello que creemos.

Eso lo aderezó San Agustín.

Francisco Candiotti ya era cincuentón y su presencia me totalizó todavía más el refulgir que siempre le escuché de mentas. Cuando un hombre consigue que el caballo y el poncho y el sombrero manen una blancura digna del padre sol ya es crimen calificarlo como cajetilla.

Yo en el Cordón tenía dos uniformes siempre a mano por respeto al impacto que debe producir el porte de una autoridad soberana de vero.

No era por cajetilla.

El príncipe de los gauchos se aureolaba con un perfume que olía más a camelia que a Francia. Y mientras se nos iba acollarando en leguas a la redonda el hormigueo de familias y tribus y soldados y carretas y animales que fluirían hasta el Perú como una procesión jodedora de los arbitrios tributarios del rey me gustó ser bandido.

Churrasquiamos con Teodoro de Larramendi, su suegro. Otro horcón entrerriano de una amistad sin revés.

¿Con qué anteojo columbrar que algún día iba a tocarme ser el protector de todita esa América chapeada en oro astral?

Pepe el irrespetuoso del poder maturrango.

Y cuando nos despedimos el Tucho señaló la pueblada que empezaba a incrustarse en el horizonte rojo donde ya crujía Venus y me dijo que aquello era el theatrum sacrum barroco que merecían las pampas.

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