sábado

ORTEGA Y GASSET / LA REBELIÓN DE LAS MASAS





DECIMOCUARTA ENTREGA

PRIMERA PARTE

XI / LA ÉPOCA DEL “SEÑORITO SATISFECHO”

Resumen: El nuevo hecho social que aquí se analiza es este: la historia europea parece, por vez primera, entregada a la decisión del hombre vulgar como tal. O dicho en voz activa: el hombre vulgar, antes dirigido, ha resuelto gobernar el mundo. Esta resolución de adelantarse al primer plano social se ha producido en él, automáticamente, apenas llegó a madurar el nuevo tipo de hombre que él representa. Si atendiendo a los efectos de vida pública se estudia la estructura psicológica de este nuevo tipo de hombre-masa, se encuentra lo siguiente: 1º, una impresión nativa y radical de que la vida es fácil, sobrada, sin limitaciones trágicas; por tanto, cada individuo medio encuentra en sí una sensación de dominio y triunfo que, 2º, le invita a afirmarse a sí mismo tal cual es, a dar por bueno y completo su haber moral e intelectual. Este contentamiento consigo le lleva a cerrarse para toda instancia exterior, a no escuchar, a no poner en tela de juicio sus opiniones y a no contar con los demás. Su sensación íntima de dominio le incita constantemente a ejercer predominio. Actuará, pues, como si sólo él y sus congéneres existieran en el mundo; por tanto, 3º, intervendrá en todo imponiendo su vulgar opinión, sin miramientos, contemplaciones, trámites ni reservas, es decir, según un régimen de “acción directa”.

Este repertorio de facciones nos hizo pensar en ciertos modos deficientes de ser hombre, como el “niño mimado” y el primitivo rebelde; es decir, el bárbaro. (El primitivo normal, por el contrario, es el hombre más dócil a instancias superiores que ha existido nunca -religión, tabús, tradición social, costumbres.) No es necesario extrañarse de que yo acumule dicterios sobre esta figura de ser humano. El presente ensayo no es más que un primer ensayo de ataque a ese hombre triunfante, y el anuncio de que unos cuantos europeos van a revolver enérgicamente contra su pretensión de tiranía. Por ahora se trata de un ensayo de ataque nada más: el ataque a fondo vendrá luego, tal vez muy pronto, en forma muy distinta de la que este ensayo reviste. El ataque a fondo tiene que venir en forma que el hombre-masa no pueda precaverse contra él, lo vea ante sí y no sospeche que aquello, precisamente aquello, es el ataque a fondo.

Este personaje, que ahora anda por todas partes y dondequiera impone su barbarie íntima, es, en efecto, el niño mimado de la historia humana. El niño mimado es el heredero que se comporta exclusivamente como heredero. Ahora la herencia es la civilización -las comodidades, la seguridad; en suma, las ventajas de la civilización. Como hemos visto, sólo dentro de la holgura vital que esta ha fabricado en el mundo, puede surgir un hombre constituido por aquel repertorio de facciones, inspirado por tal carácter. Es una de tantas deformaciones como el lujo produce en la materia humana. Tenderíamos ilusoriamente a creer que una vida nacida en un mundo sobrado sería mejor, más vida y de superior calidad a la que consiste, precisamente, en luchar con la escasez. Pero no hay tal. Por razones muy rigorosas y archifundamentales que no es ahora ocasión de enunciar. Ahora, en vez de esas razones, basta con recordar el hecho siempre repetido que constituye la tragedia de toda aristocracia hereditaria. El aristócrata hereda, es decir, encuentra atribuidas a su persona unas condiciones de vida que él no ha creado, por tanto, que no se producen orgánicamente unidas a su vida personal y propia. Se halla al nacer instalado, de pronto y sin saber cómo, en medio de su riqueza y de sus prerrogativas. Él no tiene, íntimamente, nada que ver con ellas, porque no vienen de él. Son el caparazón gigantesco de otra persona, de otro ser viviente, su antepasado. Y tiene que vivir como heredero, esto es, tiene que usar el caparazón de otra vida. ¿En qué quedamos? ¿Qué vida va a vivir el “aristócrata” de herencia, la suya o del prócer inicial? Ni la una ni la otra. Está condenado a representar al otro, por tanto, a no ser ni el otro ni él mismo. Su vida pierde, inexorablemente, autenticidad, y se convierte en pura representación o ficción de otra vida. La sobra de medios que está obligado a manejar no le dejan vivir su propio y personal destino, atrofia su vida. Toda vida es la lucha, el esfuerzo para ser sí misma. Las dificultades con que tropiezo para realizar mi vida son, precisamente, lo que despierta y moviliza mis actividades, mis capacidades. Si mi cuerpo no me pesase, yo no podría andar. Si la atmósfera no me oprimiese, sentiría mi cuerpo como una cosa vaga, fofa, fantasmática. Así, en el “aristócrata” heredero toda su persona se va envagueciendo, por falta de uso y esfuerzo vital. El resultado es esa específica bobería de las viejas noblezas, que no se parece y que, en rigor, nadie ha descrito todavía en su interno y trágico mecanismo -el interno y trágico mecanismo que conduce toda aristocracia hereditaria a su irremediable degeneración.

Vaya esto tan sólo para contrarrestar nuestra ingenua tendencia a creer que la sobra de medios favorece la vida. Todo lo contrario. Un mundo sobrado (1) de posibilidades produce, automáticamente, graves deformaciones y viciosos tipos de existencia humana -los que se pueden reunir en la clase general “hombre-heredero”, de que el “aristócrata” no es sino un caso particular, y otro el niño mimado, y otro, mucho más amplio y radical, el hombre-masa de nuestro tiempo. (Por otra parte, cabría aprovechar más detalladamente la anterior alusión al “aristócrata”, mostrando cómo muchos de los rasgos característicos de éste, en todos los pueblos y tiempos, se dan, de manera germinal, en el hombre-masa. Por ejemplo: la propensión a hacer ocupación central de la vida los juegos y los deportes; el cultivo de su cuerpo -régimen higiénico y atención a la belleza del traje-; falta de romanticismo en la relación con la mujer; divertirse con el intelectual, pero, en el fondo, no estimarlo y mandar que los lacayos o los esbirros le azoten; preferir la vida bajo la autoridad absoluta a un régimen de discusión (2), etc., etc.)

Insisto, pues, con leal pesadumbre en hacer ver que este hombre lleno de tendencias inciviles, que este novísimo bárbaro es un producto automático de la civilización moderna, especialmente de la forma que esta civilización adoptó en el siglo XIX. No ha venido de fuera al mundo civilizado como los “grandes bárbaros blancos” del siglo V; no ha nacido tampoco dentro de él por generación espontánea y misteriosa, como, según Aristóteles, los renacuajos en la alberca, sino que es su fruto natural. Cabe formular esta ley que la paleontología y la biogeografía confirman: la vida humana ha surgido y ha progresado sólo cuando los medios con que contaba estaban equilibrados por los problemas que sentía. Eso es verdad, lo mismo en el orden espiritual que en el físico. Así, para referirme a una dimensión muy concreta de la vida corporal, recordaré que la especie humana ha brotado en zonas del planeta donde la estación caliente quedaba compensada por una estación de frío intenso. En los trópicos, el animal-hombre degenera, y viceversa, las razas inferiores -por ejemplo, los pigmeos- han sido empujadas hacia los trópicos por razas nacidas después de ella y superiores en la escala de la evolución (3).

Pues bien: la civilización del siglo XIX es de índole tal que permite al hombre medio instalarse en un mundo sobrado, del cual percibe sólo la superabundancia de medios, pero no las angustias. Se encuentra rodeado de instrumentos prodigiosos, medicinas benéficas, de Estados previsores, de derechos cómodos. Ignora, en cambio, lo difícil que es inventar estas medicinas e instrumentos y asegurar para el futuro su producción; no advierte lo inestable que es la organización del Estado, y apenas si siente dentro de sí obligaciones. Este desequilibrio le falsifica, le vicia en su raíz de ser viviente, haciéndole perder contacto con la sustancia misma de la vida, que es absoluto peligro, radical problematismo. La forma más contradictoria de la vida humana que puede aparecer en la vida humana es el “señorito satisfecho”. Por eso, cuando se hace figura predominante, es preciso dar la voz de alarma y anunciar que la vida se halla amenazada de degeneración; es decir, de relativa muerte. Según esto, el nivel vital, que representa la Europa de hoy es superior a todo el pasado humano; pero si se mira el porvenir, hace temer que ni conserve su altura ni produzca otro nivel más elevado, sino, por el contrario, que retroceda y recaiga en altitudes inferiores.

Esto, pienso, hace ver con suficiente claridad la anormalidad superlativa que representa el “señorito satisfecho”. Porque es un hombre que ha venido a la vida para hacer lo que le dé la gana. En efecto: esta ilusión se hace el “hijo de familia”. Ya sabemos por qué: en el ámbito familiar, todo, hasta los mayores delitos, puede quedar, a la postre, impune. El ámbito familiar es relativamente artificial y tolera dentro de él muchos actos que en la sociedad, en el aire de la calle, traería automáticamente consecuencias desastrosas e ineludibles para su autor. Pero el “señorito” es el que cree poder comportarse fuera de casa como en casa, el que cree que nada es fatal, irremediable e irrevocable. Por eso cree que puede hacer lo que le dé la gana (4). ¡Gran equivocación! Vosa mercê irá a donde o levem, como se dice al loro en el cuento del portugués. No es que no se deba hacer lo que le dé a uno la gana; es que no se puede hacer sino lo que cada cual tiene que hacer, tiene que ser. Lo único que cabe es negarse a hacer eso que hay que hacer; pero eso no nos deja en franquía para hacer otra cosa que nos dé la gana. En este punto poseemos sólo una libertad negativa de albedrío -la noluntad. Podemos perfectamente desertar de nuestro destino más auténtico; pero es para caer prisioneros en los pisos inferiores de nuestro destino. Yo no puedo hacer esto evidente a cada lector en lo que su destino individualísimo tiene de tal, porque no conozco a cada lector; pero sí es posible hacérselo ver en aquellas porciones o facetas de su destino que son idénticas a las de los otros. Por ejemplo: todo europeo actual sabe, con una certidumbre mucho más vigorosa que la de todas sus “ideas” y “opiniones” expresas, que el hombre europeo actual tiene que ser liberal. No discutamos si esta o la otra forma de libertad es la que tiene que ser. Me refiero a que el europeo más reaccionario sabe, en el fondo de su conciencia, que eso que ha intentado Europa en el último siglo con el nombre de liberalismo es, en última instancia, algo ineludible, inexorable, que el hombre occidental de hoy es, quiera o no.

Aunque se demuestra, con plena e incontrastable verdad, que son falsas y funestas todas las maneras concretas en que se ha intentado hasta ahora realizar ese imperativo irremisible de ser políticamente libre inscrito en el destino europeo, queda en pie la última evidencia de que en el siglo último tenía sustancialmente razón. Esta evidencia última actúa lo mismo en el comunista europeo que en el fascista, por muchos gestos que hagan para convencernos y convencerse de lo contrario, como actúa -quiera o no- en el católico que presta más leal adhesión al Syllabus (5). Todos “saben” que más allá de las justas críticas con que se combaten las manifestaciones del liberalismo que la irrevocable verdad de éste, una verdad que no teórica, científica, intelectual, sino de un orden radicalmente distinto y más decisivo que todo eso -a saber, una verdad de destino. Las verdades teóricas no sólo son discutibles, sino que todo su sentido y fuerza están en ser discutidas; nacen de la discusión, viven en tanto se discuten y están hechas exclusivamente para la discusión. Pero el destino -lo que vitalmente se tiene que ser o no se tiene que ser- no se discute, sino que se acepta o no. Si lo aceptamos, somos auténticos; si no lo aceptamos, somos la negación, la falsificación de nosotros mismos (6). El destino no consiste en aquello que tenemos ganas de hacer; más bien se reconoce y muestra su claro, rigoroso perfil en la conciencia de tener que hacer lo que no tenemos ganas.

Pues bien: el “señorito satisfecho” se caracteriza por “saber” que ciertas cosas no pueden ser y, sin embargo, y por lo mismo. Fingir con sus actos y palabras la convicción contraria. El fascista se movilizará contra la libertad política, precisamente porque sabe que esta no faltará nunca a la postre y en serio, sino que está ahí, irremediablemente, en la sustancia misma de la vida europea, y que en ella se recaerá siempre que la verdad haga falta, a la hora de la seriedad. Porque esta es la tónica de la existencia en el hombre-masa: la insinceridad, la “broma”. Lo que hacen lo hacen sin el carácter de irrevocable, como hace sus travesuras el “hijo de familia”. Toda esa prisa por adoptar en todos los órdenes actitudes aparentemente trágicas, tajantes, es sólo apariencia. Juegan a la tragedia porque creen que no es verosímil la tragedia efectiva en el mundo civilizado.

Bueno fuera que estuviésemos forzados a aceptar como auténtico ser de una persona lo que ella pretendía mostrarnos como tal. Si alguien se obstina en afirmar que cree dos más dos igual a cinco y no hay motivo para suponerlo demente, debemos asegurar que no lo cree, por mucho que grite y aunque se deje matar por sostenerlo.

Un ventarrón de farsa general y omnímoda sopla sobre el terruño europeo. Casi todas las posiciones que se toman y ostentan son internamente falsas. Los únicos esfuerzos que se hacen van dirigidos a huir del propio destino, a cegarse ante su evidencia y su llamada profunda, a evitar cada cual el careo con ese que tiene que ser. Se vive humorísticamente y tanto más cuanto más tragicómica sea la máscara adoptada. Hay humorismo dondequiera que se vive de actitudes revocables en que la persona no se hinca entera y sin reservas. El hombre-masa no afirma el pie sobre la certeza inconmovible de su sino; antes bien, vegeta suspendido ficticiamente en el espacio. De aquí que nunca como ahora estas vidas sin peso y sin raíz -déracineés de su destino- se dejen arrastrar por la más ligera corriente. Es la época de las “corrientes” y del “dejarse arrastrar”. Casi nadie presenta resistencia a los superficiales torbellinos que se forman en arte o en ideas, o en política, o en los usos sociales. Por lo mismo, más que nunca triunfa la retórica. El superrealista cree haber superado toda la historia literaria cuando ha escrito (aquí una palabra que no es necesario escribir) donde otros escribieron “jazmines, cisnes y faunesas”. Pero claro es que con ello no ha hecho sino extraer otra retórica que hasta ahora yacía en las letrinas.

Aclara la situación actual advertir, no obstante la singularidad de su fisonomía, la porción que de común tiene con otras del pasado. Aquí acaece que apenas llega a su máxima altitud la civilización mediterránea -hacia el siglo III antes de Cristo- hace su aparición el cínico. Diógenes patea con sus sandalias hartas de barro las alfombras de Arístipo. El cínico se hizo un personaje pululante que se hallaba tras cada esquina y en todas las alturas. Ahora bien, el cínico no hacía otra cosa que sabotear la civilización aquella. Era el nihilista del helenismo. Jamás creó ni hizo nada. Su papel era deshacer -mejor dicho, intentar deshacer, aunque tampoco consiguió su propósito. El cínico, parásito de la civilización, vive de negarla, por lo mismo que está convencido de que no faltará. ¿Qué haría el cínico en un pueblo salvaje donde todos, naturalmente y en serio, hacen lo que él, en farsa, considera como su papel personal? ¿Qué es un fascista si no habla mal de la libertad y un superrealista si no perjura del arte?

No podía comportarse de otra manera este tipo de hombre nacido en un mundo demasiado bien organizado, del cual sólo persigue las ventajas y no los peligros. El contorno lo mima, porque es “civilización” -esto es, una casa-, y el “hijo de familia” no siente nada que le haga salir de su temple caprichoso, que incite a escuchar instancias externas superiores a él y mucho menos que le obligue a tomar contacto con el fondo inexorable de su propio destino.

Notas

(1) No se confunda el aumento, y aun la abundancia de medios, con la sobra. En el siglo XIX aumentaban las facilidades de vida, y ello produce el prodigioso crecimiento -cuantitativo y cualitativo- de ella que he apuntado más arriba. Pero ha llegado un momento en que el mundo civilizado, puesto en relación con la capacidad del hombre medio, adquiría un cariz sobrado, excesivamente rico, superfluo. Un solo ejemplo de esto: la seguridad que parecía ofrecer el progreso (= aumento siempre creciente de ventajas vitales) desmoralizó al hombre medio, inspirándole una confianza que ya es falsa, atrófica, viciosa.
(2) En esto, como en otras cosas, la aristocracia inglesa parece una excepción de lo dicho. Pero, con ser su caso admirabilísimo, bastaría con dibujar las líneas generales de la historia británica para hacer ver que esta excepción, aun siéndolo, confirma la regla. Contra lo que suele decirse, la nobleza inglesa ha sido la menos “sobrada” de Europa y ha vivido en más constante peligro que ninguna otra. Y porque ha vivido siempre en peligro ha sabido y logrado hacerse siempre respetar -lo cual supone haber permanecido sin descanso en la brecha. Se olvida el dato fundamental de que Inglaterra ha sido, hasta muy dentro del siglo XVIII, el país más pobre de Occidente. La nobleza se salvó por esto mismo. Como no era sobrada en medios, tuvo que aceptar, desde luego, la ocupación comercial e industrial -innoble en el continente-: es decir, se decidió muy pronto a vivir económicamente en forma creadora y a no atenerse a los privilegios.
(3) Véase Olbricht: Klima und Entwicklung, 1923.
(4) Lo que la casa es frente a la sociedad, lo es más en grande la nación frente al conjunto de las naciones. Uno de las manifestaciones a la vez más claras y voluminosas del “señoritismo” vigente es, como veremos, la decisión que algunas naciones han tomado de “hacer lo que les dé la gana” en la convivencia internacional. A esto llaman ingenuamente “nacionalismos”. Y yo, que repugno la supeditación beata a la internacionalidad, encuentro, por otra parte, grotesco, este transitorio “señoritismo” de las naciones menos granadas.
(5) El que cree copernicanamente que el sol no cae en el horizonte, sigue viéndolo caer, y como el ver implica una convicción primaria, sigue creyéndolo. Lo que pasa es que su creencia científica detiene, constantemente, los efectos de su creencia primaria o espontánea. Así, ese católico niega con su creencia dogmática, su propia, auténtica creencia liberal. Esta alusión al caso de ese católico va aquí sólo como ejemplo para aclarar la idea que expongo ahora; pero no se refiere a él la censura radical que dirijo al hombre-masa de nuestro tiempo, al “señorito satisfecho”. Coincide con éste sólo en un punto. Lo que echo en cara al “señorito satisfecho” es la falta de autenticidad en casi todo su ser. El católico no es auténtico en algunos puntos de su ser. Pero aun esta coincidencia parcial es sólo aparente. El católico no es auténtico en una parte de su ser -todo lo que tiene, quiera o no, de hombre moderno- porque quiere ser fiel a otra parte efectiva de su ser, que es su fe religiosa. Esto significa que el destino de ese católico es en sí mismo trágico. Y al aceptar esa porción de inautenticidad cumple con su deber. El “señorito satisfecho”, en cambio, deserta de sí mismo por pura frivolidad y del todo -precisamente para eludir toda tragedia.
(5) Envilecimiento, encanallamiento, no es otra cosa que el modo de vida que le queda al que se ha negado a ser el que tiene que ser. Este su auténtico ser no muere por eso, sino que se convierte en sombra acusadora, en fantasma, lo que le hace sentir constantemente la inferioridad de la existencia que lleva a la que tenía que llevar. El envilecido es el suidida superviviente.

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