sábado

ORTEGA Y GASSET / LA REBELIÓN DE LAS MASAS


DUODÉCIMA ENTREGA

PRIMERA PARTE

IX / PRIMITIVISMO Y TÉCNICA


Me importa mucho recordar aquí que estamos sumergidos en el análisis de una situación -la del presente- sustancialmente equívoca. Por eso insinué al principio que todos los rasgos actuales y, en especie, la rebelión de las masas, presentan doble vertiente. Cualquiera de ellos no sólo tolera, sino que reclama una doble interpretación, favorable y peyorativa. Y este equívoco no reside en nuestro juicio, sino en la realidad misma. No es que pueda parecernos por un lado bien, por otro mal, sino que en sí misma la situación presente es potencia bifronte de triunfo o de muerte.

No es cosa de lastrar este ensayo con toda una metafísica de la historia. Pero claro es que lo voy construyendo sobre el cimiento subterráneo de mis convicciones filosóficas, expuestas o aludidas en otros lugares. No creo en la absoluta determinación de la historia. Al contrario, pienso que toda vida y, por tanto, la histórica, se compone de puros instantes, cada uno de los cuales está relativamente indeterminado con respecto al anterior, de suerte que en él la realidad vacila, piétine sur place, y no sabe bien si decidirse por una u otra entre varias posibilidades. Este titubeo metafísico proporciona a todo lo vital esa inconfundible cualidad de vibración y estremecimiento.

La rebelión de las masas puede, en efecto, ser tránsito a una nueva y sin par organización de la humanidad, pero también puede ser una catástrofe en el destino humano. No hay razón para negar la realidad del progreso, pero es preciso corregir la noción que cree seguro este progreso. Más congruente con los hechos es pensar que no hay ningún proceso seguro, ninguna evolución, sin la amenaza de involución y retroceso. Todo, todo es posible en la historia -lo mismo el progreso triunfal e indefinido que la periódica regresión. Porque la vida, individual o colectiva, personal o histórica, es la única entidad del universo cuya sustancia es peligro. Se compone de peripecias. Es, rigorosamente hablando, drama (1).

Esto, que es verdad en general, adquiere mayor intensidad en los “momentos críticos”, como es el presente. Y así los síntomas de nueva conducta que bajo el imperio actual de las masas van apareciendo y agrupábamos bajo el título “acción directa”, pueden anunciar también futuras perfecciones. Es claro que toda vieja cultura arrastra en su avance tejidos caducos y no parva cargazón de materia córnea, estorbo a la vida y tóxico residuo. Hay instituciones muertas, valoraciones y respetos supervivientes y ya sin sentido, soluciones indebidamente complicadas, normas que han probado su insustancialidad. Todos estos elementos de la acción indirecta, de la civilización, demandan una época de frenesí simplificador. La levita y el plastrón romántico solicitan una venganza por medio del actual deshabillé y el “en mangas de camisa”. Aquí la simplificación es higiene y mejor gusto; por tanto, una solución más perfecta, como siempre que con menos medios se consigue más. El árbol del amor romántico exigía también una poda para que cayeran las demasiadas magnolias falsas zurcidas a sus ramas y el furor de lianas, volutas, retorcimientos e intrincaciones que no lo dejaban solearse.

En general, la vida pública, sobre todo la política, requería urgentemente una reducción a lo auténtico, y la humanidad europea no podría dar el salto elástico que el optimista reclama de ella si no se pone antes desnuda, si no se aligera hasta su pura esencialidad, hasta coincidir consigo misma. El entusiasmo que siento por esta disciplina de nudificación, de autenticidad, la conciencia de que es imprescindible para franquear el paso a un futuro estimable, me hace reivindicar plena libertad de ideador frente a todo el pasado. Es el porvenir quien debe imperar sobre el pretérito, y de él recibimos la orden para nuestra conducta frente a cuanto fue (2).

Pero es preciso evitar el pecado mayor de los que dirigieron el siglo XIX: la defectuosa conciencia de su responsabilidad, que les hizo no mantenerse alertas y en vigilancia. Dejarse deslizar por la pendiente favorable que presenta el curso de los acontecimientos y embotarse para la dirección de peligro y mal cariz que aun la hora más jocunda posee, es precisamente faltar a la misión del responsable. Hoy se hace menester suscitar una hiperestesia de responsabilidad de los que sean capaces de sentirla, y parece más urgente subrayar el lado palmariamente funesto de los síntomas actuales.

Es indudable que en un balance diagnóstico de nuestra vida pública los factores adversos superan con mucho a los favorables, si el cálculo se hace no tanto pensando en el presente como en lo que anuncian y prometen.

Todo el crecimiento de posibilidades concretas que ha experimentado la vida corre riesgo de anularse a sí mismo al toparse con el más pavoroso problema sobrevenido en el destino europeo y que de nuevo formulo: se ha apoderado de la dirección social un tipo de hombre a quien no interesan los principios de la civilización. No los de esta o de aquella, sino -a lo que hoy puede juzgarse- los de ninguna. Le interesan evidentemente los anestésicos, los automóviles y algunas cosas más. Pero esto confirma su radical desinterés hacia la civilización. Pues esas cosas son sólo producto de ella, y el fervor que se les dedica hace resaltar más crudamente la insensibilidad para los principios de que nacen. Baste hacer constar este hecho: desde que existen las nuove scienze, las ciencias físicas -por tanto, desde el Renacimiento-, el entusiasmo hacia ellas había aumentado sin colapso, a lo largo del tiempo. Más concretamente: el número de gentes que en preocupación se dedicaban a esas puras investigaciones era mayor en cada generación. El primer caso de retroceso -repito, proporcional- se ha producido en la generación que hoy va de los veinte a los treinta. En los laboratorios de ciencia pura empieza a ser difícil atraer discípulos. Y esto acontece cuando la industria alcanza su mayor desarrollo y cuando las gentes muestran mayor apetito para el uso de aparatos y medicinas creados por la ciencia.

Si no fuera prolijo, podría demostrarse pareja incongruencia en política, en arte, en moral, en religión y en las zonas cotidianas de la vida.

¿Qué nos significa situación tan paradójica? Este ensayo pretende haber preparado la respuesta a tal pregunta. Significa que el hombre hoy dominante es un primitivo, un Naturmensch emergiendo en medio de un mundo civilizado. Lo civilizado es el mundo, pero su habitante no lo es: ni siquiera ve en él la civilización, sino que usa de ella como si fuese naturaleza. El nuevo hombre desea el automóvil y goza de él, pero cree que es fruta espontánea de un árbol edénico. En el fondo de su alma desconoce el carácter artificial, casi inverosímil, de la civilización, y no alargará su entusiasmo por los aparatos hasta los principios que los hacen posibles. Cuando más arriba, trasponiendo unas palabras de Rathenau, decía yo que asistimos a la “invasión vertical de los bárbaros”, pudo juzgarse -como es sólito- que se trataba sólo de una “frase”. Ahora se ve que la expresión podrá enunciar una verdad o un error, pero que es lo contrario de una “frase”, a saber: una definición formal que condensa todo un complicado análisis. El hombre-masa actual es, en efecto, un primitivo, que por los bastidores se ha deslizado en el viejo escenario de la civilización.

A toda hora se habla hoy de los progresos fabulosos de la técnica; pero yo no veo que se hable, ni por los mejores, con una conciencia de su porvenir suficientemente dramática. El mismo Spengler, tan sutil y tan hondo -aunque tan maniático-, me parece en este punto demasiado optimista. Pues cree que a la “cultura” va a suceder una época de “civilización”, bajo la cual entiende sobre todo la técnica. La idea que Spengler tiene de la “cultura”, y en general de la historia, es tan remota de la presupuesta en este ensayo, que no es fácil, ni aun para rectificarlas, traer aquí a comento sus conclusiones. Sólo brincando sobre distancias y precisiones, para reducir ambos puntos de vista a un común denominador, pudiera plantearse así la divergencia: Spengler cree que la técnica puede seguir viviendo cuando ha muerto el interés por los principios de la cultura. Yo no puedo resolverme a creer tal cosa. La técnica es consustancialmente ciencia, y la ciencia no existe si no interesa en su pureza y por ella misma, y no puede interesar si las gentes no continúan entusiasmadas con los principios generales de la cultura. Si se embota este fervor -como parece ocurrir-, la técnica sólo puede pervivir un rato, el que le dure la inercia del impulso cultural que la creó. Se vive con la técnica, pero no de la técnica. Esta no se nutre ni respira a sí misma, no es causa sui, sino precipitado útil, práctico, de preocupaciones superfluas, imprácticas (3).

Voy, pues, a la advertencia de que el actual interés por la técnica no garantiza nada, y menos que nada, el progreso mismo o la perduración de la técnica. Bien está que se considere el tecnicismo como uno de los rasgos característicos de la “cultura moderna”, es decir, de una cultura que contiene un género de ciencia, el cual resulta materialmente aprovechable. Por eso, al resumir la filosofía novísima de la vida implantada en el siglo XIX, me quedaba yo con estas dos solas facciones: democracia liberal y técnica (4). Pero repito que me sorprende la ligereza con que al hablar de la técnica se olvida que su víscera cordial es la ciencia pura, y que las condiciones de su perpetuación involucran las que hacen posible el puro ejercicio científico. ¿Se ha pensando en todas las cosas que necesitan seguir vigentes en las almas para que pueda seguir habiendo de verdad “hombres de ciencia”? ¿Se cree en serio que mientras haya dollars habrá ciencia? Esta idea en que muchos se tranquilizan no es sino una prueba más de primitivismo.

¡Ahí es nada la cantidad de ingredientes, los más dispares entre sí, que es menester reunir y agitar para obtener el cocktail de la ciencia fisicoquímica! Aun contentándose con la presión más débil y somera del tema, salta ya el clarísimo hecho de que en toda la amplitud de la tierra y en toda la del tiempo, la fisicoquímica sólo ha logrado constituirse, establecerse plenamente en el breve cuadrilátero que inscriben Londres, Berlín, Viena y París. Y aun dentro de ese cuadrilátero, sólo en el siglo XIX. Esto demuestra que la ciencia experimental es uno de los productos más improbables de la historia. Magos, sacerdotes, guerreros y pastores han pululado donde y como quiera. Pero esta fauna del hombre experimental requiere por lo visto, para producirse, un conjunto de condiciones más insólito que el que engendra el unicornio. Hecho tan sobrio y tan magro debía hacer reflexionar un poco sobre el carácter supervolátil, evaporante, de la inspiración científica (5). ¡Lucido va quien crea que si Europa desapareciese podrían los norteamericanos continuar la ciencia!

Importaría mucho tratar a fondo el asunto y especificar con toda minucia cuáles son los supuestos históricos vitales de la ciencia experimental y, consecuentemente, de la técnica. Pero no se espere que, aun aclarada la cuestión, el hombre-masa se daría por enterado. El hombre-masa no atiende a razones, y sólo aprende en su propia carne.

Una observación me impide hacerme ilusiones sobre la eficacia de tales prédicas, que a fuerza de racionales tendrían que ser sutiles. ¿No es demasiado absurdo que en las circunstancias actuales no sienta el hombre-medio, espontáneamente y sin prédicas, fervor superlativo hacia aquellas ciencias y sus congéneres las biológicas? Porque repárese en cuál es la situación actual: mientras evidentemente todas las demás cosas de la cultura se han vuelto problemáticas -la política, el arte, las normas sociales, la moral misma-, hay una que cada día comprueba, de la manera más indiscutible y más propia para hacer efecto al hombre-masa, su maravillosa eficiencia: la ciencia empírica. Cada día facilita un nuevo invento, que ese hombre medio utiliza. Cada día se produce un nuevo analgésico o vacuna, de que ese hombre medio beneficia. Todo el mundo sabe que, no cediendo la inspiración científica, si se triplicasen o decuplicasen los laboratorios, se multiplicarían automáticamente riqueza, comodidades, salud, bienestar. ¿Puede imaginarse propaganda más formidable y contundente a favor de un principio vital? ¿Cómo, no obstante, no hay sombra de que las masas se pidan a sí mismas un sacrificio de dinero y de atención para dotar mejor a la ciencia? Lejos de esto, la posguerra ha convertido al hombre de ciencia en el nuevo paria social. Y conste que me refiero a físicos, químicos, biólogos -no a los filósofos. La filosofía no necesita protección, ni atención, ni simpatía de la masa. Cuida su aspecto de perfecta inutilidad (6), y con ello se liberta de toda supeditación al hombre medio. Se sabe a sí misma por esencia problemática, y abraza alegre su libre destino de pájaro del buen Dios, sin pedir a nadie que cuente con ella, ni recomendarse, ni defenderse. Si a alguien buenamente le aprovecha para algo, se regocija por simple simpatía humana: pero no vive de ese provecho ajeno, ni lo premedita, ni lo espera. ¿Cómo va a pretender que nadie la tome en serio, si ella comienza por dudar de su propia existencia, si no vive más que en la medida en que se combata a sí misma, en que se desviva a sí misma? Dejemos, pues, a un lado la filosofía, que es aventura de otro rango.

Pero las ciencias experimentales sí necesitan de la masa., como esta necesita de ellas, so pena de sucumbir, ya que en un planeta sin fisicoquímica no puede sustentarse el número de hombres hoy existentes.

¿Qué razonamientos pueden conseguir lo que no consigue el automóvil, donde van y viene esos hombres, y la inyección de “pantopón”, que fulmina, milagrosa, sus dolores? La desproporción entre el beneficio constante y patente que la ciencia les procura y el interés que por ella muestran es tal, que no hay modo de sobornarse a sí mismo con ilusorias esperanzas, y esperar más que barbarie de quien así se comporta. Máxime si, según veremos, este despego hacia la ciencia como tal aparece, quizá con mayor claridad que en ninguna otra parte, en la masa de los técnicos mismos -de médicos, ingenieros, etc., los cuales suelen ejercer su profesión en un estado de espíritu idéntico en lo esencial al de quien se contenta con usar del automóvil o comprar un tubo de aspirina, sin la menor solidaridad íntima con el destino de la ciencia, de la civilización.

Habrá quien se sienta más sobrecogido por otros síntomas de barbarie emergente que, siendo de cualidad positiva, de acción, y no de omisión, saltan más a los ojos y se materializan en espectáculo. Para mí es este de la desproporción entre el provecho que el hombre medio recibe de la ciencia y la gratitud que le dedica -que no le dedica- el más aterrador (7). Sólo acierto a explicarme esta ausencia del adecuado reconocimiento si recuerdo que en el centro del África los negros van también en automóvil y se aspirinizan. El europeo que empieza a predominar -esta es mi hipótesis- sería, relativamente a la compleja civilización en que ha nacido, un hombre primitivo, un bárbaro emergiendo por escotillón, un “invasor vertical”.

Notas

(1) Ni que decir tiene que casi nadie tomará en serio estas expresiones, y los mejor intencionados las entenderán como simples metáforas. Tal vez conmovedoras. Sólo algún lector lo bastante ingenuo para no creer que sabe ya definitivamente lo que es la vida o, por lo menos, lo que no es, se dejará ganar por el sentido primario de estas frases y será precisamente el que -verdaderas o falsas- las entienda. Entre los demás reinará la más efusiva unanimidad, con esta única diferencia: los unos pensarán que, hablando en serio, vida es el proceso existencial de un alma, y los otros, que es una sucesión de reacciones químicas. No creo que mejore mi situación ante lectores tan herméticos resumir toda una manera de pensar diciendo que el sentido primario y radical de la palabra vida aparece cuando se la emplea en el sentido de biografía, y no en el de biología. Por la fortísima razón de que toda biología, es, en definitiva, sólo un capítulo de ciertas biografías, es lo que en su vida (biografiable) hacen los biólogos. Otra cosa es abstracción, fantasía y mito.
(2) Esta holgura de movimientos frente al pasado no es, pues, una petulante rebeldía, sino, por el contrario, una clarísima obligación de toda “época crítica”. Si yo defiendo el liberalismo del siglo XIX contra las masas que incivilmente lo atacan, no quiere decir que renuncie a una plena libertad frente a ese propio liberalismo. Viceversa: el primitivismo que en este ensayo aparece bajo su haz peor es, por otra parte, y en cierto sentido, condición de todo gran avance histórico. Véase lo que, hace no pocos años, decía yo sobre esto en el ensayo “Biología y Pedagogía”, capítulo “La paradoja del salvajismo”. El espectador, tomo III.
(3) De aquí que, a mi juicio, no dice nada quien cree haber dicho algo definiendo a Norteamérica por su “técnica”. Una de las cosas que perturban más gravemente la conciencia europea es el conjunto de juicios pueriles sobre Norteamérica que oye uno sustentar aun a las personas más cultas. Es un caso particular de la desproporción que más adelante apunto entre la complejidad de los problemas sociales y la capacidad de las mentes.
(4) En rigor, la democracia liberal y la técnica se implican e intersuponen a su vez tan estrechamente que no es concebible la una sin la otra, y, por tanto, fuera deseable un tercer nombre, más genérico, que incluyese ambas. Ese sería el verdadero nombre, el sustantivo de la última centuria.
(5) No hablemos de cuestiones más internas. La mayor parte de los investigadores mismos no tienen hoy la más ligera sospecha de la gravísima, peligrosísima crisis íntima que hoy atraviesa la ciencia.
(6) Aristóteles, Metafísica. 893 a 10.
(7) Centuplica la monstruosidad del hecho, el que -como he indicado- todos los demás principios vitales -política, derecho, arte, moral, religión- se hallan efectivamente y por sí mismo en crisis, en, por lo menos, transitoria falla. Sólo la ciencia no falla, sino que cada día cumple con fabulosas creces cuanto promete. No tiene, pues, concurrencia, no cabe disculpar el despego hacia ella suponiendo al hombre medio distraído por algún otro entusiasmo de cultura.

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