DECIMOTERCERA ENTREGA
2 / LOS MITOS ANTIGUOS Y EL HOMBRE MODERNO (III)
Joseph L. Henderson
El arquetipo de iniciación
En sentido psicológico, la imagen del héroe no debe considerarse idéntica al ego propiamente dicho. Se describe mejor como los medios simbólicos por los cuales el ego se separa de los arquetipos evocados por las imágenes paternas de la infancia. El Dr. Jung ha dicho que cada ser humano tiene originariamente una sensación de totalidad, una sensación poderosa y completa del “sí-mismo”. Y del “sí-mismo” -la totalidad de la psique- el individualizado ego-consciencia emerge cuando se desarrolla el individuo.
Desde hace unos pocos años, las obras de los seguidores de Jung han empezado a documentar la serie de hechos por los cual el ego individual surge durante la transición de la infancia a la niñez. La separación no puede llegar a ser definitiva sin grave perjuicio de la sensación originaria de totalidad. Y el ego tiene que volver continuamente a restablecer su relación con el “sí-mismo” a fin de mantener unas condiciones de salud psíquica.
Por mis explicaciones, podría parecer que el mito del héroe es la primera etapa en la diferenciación de la psique. He indicado que parece cruzar un ciclo cuádruple por el cual el ego parece buscar la consecución de su autonomía relativa respecto a las condiciones originarias de totalidad. A menos que se consiga cierto grado de autonomía, el individuo es incapaz de insertarse en su ambiente de adulto. Pero el mito del héroe no asegura que se produzca esa liberación. Sólo muestra cómo es posible que se produzca para que el ego pueda alcanzar la consciencia. Queda el problema de mantener y desarrollar esa consciencia de una forma significativa para que el individuo pueda llevar una vida útil y conseguir la necesaria sensación de autodistinción en la sociedad.
La historia antigua y los rituales de las sociedades primitivas contemporáneas nos proporcionan abundante material acerca de los mitos y los ritos de iniciación, por los cuales a los jóvenes, varones y hembras, se les acostumbra a separarse de sus padres y se les fuerza a convertirse en medios de su clan o tribu. Pero al hacerse esta separación respecto al mundo de la niñez, el originario arquetipo paternal será perjudicado, y el daño ha de hacerse beneficioso mediante un proceso saludable de asimilación en la vida del grupo. (La identidad entre el grupo y el individuo se simboliza, con frecuencia, con un animal totémico.) Así, el grupo satisface las demandas del perjudicado arquetipo y se convierte en una especie de segundos padres, a los cuales se sacrifican primero simbólicamente los jóvenes para resurgir a una nueva vida.
En esta “ceremonia drástica que se parece mucho a un sacrificio a los poderes que pueden retener al joven” como lo expresa el doctor Jung, vemos cómo el poder del arquetipo originario no puede vencerse permanentemente, como sucede en la lucha héroe-dragón, sin una sensación dañosa de pérdida de los fructíferos poderes del inconsciente. Vimos en el mito de los gemelos, cómo su hybris, que expresaba excesiva separación entre el ego y el “sí-mismo”, se enmendaba con el propio miedo a las consecuencias, que les hacían volver a unas relaciones armoniosas entre el ego y el “sí mismo”.
En las sociedades tribuales, es el rito de iniciación el que resuelve con mayor eficacia este problema. El rito retrotrae al novicio al más profundo nivel de la originaria identidad madre-hijo o identidad ego “sí-mismo” forzándole a experimentar de ese modo una muerte simbólica. En otras palabras, su identidad se desmiembra o disuelve temporalmente en el inconsciente colectivo. Después es rescatado de esa situación mediante el rito del nuevo nacimiento. Este es el primer acto de la verdadera consolidación del ego con el grupo mayor, expresado como totem, clan, tribu o la combinación de los tres.
El ritual, ya se encuentre en grupos tribuales o en sociedades más complejas, insiste invariable en ese mito de muerte y resurrección que proporciona al novicio un “rito de paso” de una etapa de la vida a otra siguiente, ya sea desde la infancia a la niñez o de la primera a la última adolescencia y de esta a la madurez.
Desde luego que los acontecimientos de iniciación no se limitan a la psicología de la juventud. Toda nueva fase en el desarrollo de la vida individual va acompañada del conflicto originario entre las exigencias del “sí-mismo” y las del ego. De hecho, este conflicto puede expresarse con mayor fuerza en el período de transición entre la primera madurez y una edad intermedia (entre los treinta y cinco y los cuarenta años en nuestra sociedad) que en ningún otro momento de la vida. Y la transición entre la edad intermedia y la vejez vuelve a crear la necesidad de afirmar la diferencia entre el ego y la totalidad de la psique; el héroe recibe su última llamada para actuar en defensa del ego-consciencia contra la cercana disolución de la vida por la muerte.
En esos períodos críticos, el arquetipo de iniciación se activa fuertemente para proporcionar una transición significativa que ofrezca algo más satisfactorio espiritualmente que los ritos de adolescencia con su fuerte aroma secular. Los modelos arquetípicos de iniciación en este sentido religioso -conocidos desde los tiempos antiguos como “misterios”- se insertan en la contextura de todos los rituales eclesiásticos que requieren una modalidad especial de adoración en el momento del nacimiento, el matrimonio o la muerte.
Al igual que en nuestro estudio del mito del héroe, en el estudio de la iniciación debemos buscar ejemplos en las experiencias subjetivas de la gente moderna y, en especial, de quienes han sufrido análisis. No es sorprendente que aparezcan, en el inconsciente de alguien que busca ayuda en un médico especializado en desórdenes psíquicos, imágenes que duplican los antiguos modelos de iniciación tal como los conocemos por la historia.
Quizá el más común de esos temas que pueda encontrarse en los jóvenes sea la ordalía o prueba de fuerza. Este puede parecer idéntico a lo que ya hemos visto en los sueños modernos que ilustran el mito del héroe, como el del marinero que tenía que someterse al temporal y a los golpes, o esa prueba de adaptación representada en la excursión por la India de un hombre sin sombrero impermeable. También podemos ver este tema de sufrimiento físico llevado hasta su fin lógico en el primer sueño estudiado, cuando el joven de buen parecer se convierte en sacrificio humano en un altar. Este sacrificio se asemeja al acercamiento a la iniciación, pero su final estaba borroso. Parecía rodear el mito del héroe para dar paso a un nuevo tema.
Hay una diferencia chocante entre el mito del héroe y el rito de iniciación. Las figuras típicas del héroe agotan sus esfuerzos para alcanzar la meta de sus ambiciones; en resumen, llegan a triunfar aunque inmediatamente después puedan ser castigados o matados a causa de su hybris. En contraste con esto, en la iniciación, se pide al novicio que abandone toda ambición intencionada y todo deseo y se someta a prueba. Tiene que estar dispuesto a sufrir esa prueba sin esperanza de triunfo. De hecho, tiene que estar dispuesto a morir; y aunque la señal representativa de esa prueba pueda ser moderada (las heridas de la circuncisión, incisiones profundas, o diversas mutilaciones), la intención siempre es la misma; crearla sensación simbólica de la muerte de la que surgirá la sensación simbólica del renacimiento.
Un joven de 25 años soñó que escalaba una montaña en cuya cima había una especie de altar. Cerca del altar vio un sarcófago que tenía encima una estatua de él mismo. Después, se acercó un sacerdote cubierto con un velo y portando un báculo sobre el que relucía un disco del sol vivo. (Al examinar posteriormente el sueño, el joven dijo que el ascenso por la montaña le recordaba los esfuerzos que estaba haciendo en su análisis para conseguir el dominio de sí mismo.) Para sorpresa se encontró a sí mismo muerto y en vez de una sensación de haber conseguido algo, sentía privación y miedo. Luego vino una sensación de fortaleza y rejuvenecimiento al sentirse bañado en los rayos cálidos del disco del sol.
Este sueño muestra muy resumidamente la distinción que tenemos que hacer entre la iniciación y el mito del héroe. La acción de escalar la montaña parece indicar una prueba de fuerza: es la decisión de alcanzar la consciencia del ego en la fase heroica del desarrollo de la adolescencia. El paciente había pensado, evidentemente, que su cercanía al tratamiento médico sería análoga a su acercamiento a otras pruebas de virilidad a las que él había llegado en la característica formal competitiva de la juventud en nuestra sociedad. Pero la escena del altar corrige esta suposición equivocada, demostrándole que su tarea era, más bien, someterse a un poder mayor que el suyo. Tuvo que verse como si estuviera muerto y enterrado en forma simbólica (el sarcófago) que le recordaba la arquetípica madre simbólica como el recipiente originario de toda vida. Sólo por tal acto de sumisión podía experimentar el renacimiento. Un ritual de vigorización le devolvió a la vida como hijo simbólico del Padre Sol.
Nuevamente aquí, podríamos confundirnos con el mito del héroe, con el de los gemelos “hijos del Sol”. Pero en este caso no tenemos indicación de que el iniciado se superara a sí mismo. En vez de eso, aprendió una lección de humildad al pasar por un rito de muerte y renacimiento que marca la transición de la juventud a la madurez.
Según esa edad cronológica, él ya tendría que haber pasado por esa transición, pero un largo período de desarrollo detenido le mantuvo retrasado. Este retraso le había sumergido en una neurosis por la cual vino en busca de tratamiento, y el sueño le ofrece el mismo sabio consejo que podía haberle dado cualquier buen hechicero tribual: que dejara de escalar montañas para demostrar su fortaleza y se sometiera al significativo ritual de un cambio iniciatorio que podría adaptarle para las nuevas responsabilidades morales de la virilidad.
El tema de la sumisión como actitud esencial hacia la promoción de un rito de iniciación eficaz puede verse claramente en el caso de muchachas o mujeres. Su rito de paso subraya inicialmente su pasividad esencial y esto se refuerza con la limitación psicológica sobre su autonomía impuesta por el ciclo menstrual. Se ha dicho que el ciclo menstrual puede ser, en realidad, la mayor parte de la iniciación desde el punto de vista de la mujer, ya que tiene el poder de despertar el más profundo sentido de obediencia al poder creador de la vida sobre ella. De ese modo, se da voluntariamente a su función femenina análogamente a como el hombre se consagra al papel que se le asigna en la vida comunal de su grupo.
Por otra, la mujer, no menos que el hombre, tiene sus pruebas iniciales de fuerza que conducen a un sacrificio final para poder experimentar un nuevo nacimiento. Este sacrificio capacita a la mujer para librarse del enredo de las relaciones personales y adaptarse a un papel más consciente como persona con sus derechos propios. Por el contrario, el sacrificio del hombre es una rendición de su sagrada independencia: queda más conscientemente relacionado con la mujer.
Aquí llegamos a ese aspecto de la iniciación que pone al hombre en relación con la mujer y a la mujer con el hombre de tal forma que enmienda una especie de oposición originaria macho-hembra. El conocimiento del hombre (Logos) encuentra entonces la relación con las mujeres (Eros) y su unión se representa como ese ritual simbólico de un matrimonio sagrado que ha estado en el fondo de la iniciación desde sus orígenes en los misterios religiosos de la antigüedad. Pero esto es muy difícil de captar para la gente moderna y, con frecuencia, para que lo llegue a comprender, tiene que producirse en su vida una crisis especial.
Muchos pacientes nos han contado sueños en los que el motivo del sacrificio se mezclaba con el motivo del matrimonio sagrado. Uno de esos lo tuvo un joven enamorado pero que no estaba dispuesto a casarse por temor a que el matrimonio se convirtiera en una especie de prisión gobernada por una poderosa figura materna. Su propia madre había ejercido poderosa influencia en su niñez y su futura suegra representaba una amenaza análoga. ¿No podría dominarle su esposa de la misma forma que esas madres habían dominado a sus hijos?
En su sueño, se vio mezclado en una danza ritual junto con otro hombre y dos mujeres, una de las cuales era su novia. Los otros eran un hombre mayor y su esposa que impresionaron al soñante porque, a pesar de su mutua intimidad, parecían tener espacio para sus diferencias individuales y no parecían ser opresivas. Por tanto, esos dos representaban para este joven un estado matrimonial que no imponía restricción injusta en el desarrollo de la naturaleza individual de los dos cónyuges. Si fuera posible para él alcanzar esa situación, entonces el matrimonio le resultaría aceptable.
En la danza ritual cada hombre estaba frente a su pareja femenina y los cuatro ocupaban los ángulos de la pista cuadrada. Cuando bailaban, se veía claramente que también era una especie de danza de las espadas. Cada danzante tenía en la mano una espada corta con la que realizaba complicados arabescos, moviendo brazos y piernas en series de movimientos que sugerían, alternativamente, impulsos de agresión y sumisión mutuos. En la escena final de la danza, los cuatro danzantes tenían que hundirse la espada en el pecho y morir. Sólo el soñante rehusó llevar a cabo el suicidio final y quedó de pie y solo después de que los otros cayeron. Se sintió profundamente avergonzado de su cobardía para sacrificarse con los otros.
Este sueño convenció a nuestro paciente de que estaba más que dispuesto a cambiar su actitud respecto a la vida. Había estado centrado en sí mismo, buscando la ilusoria seguridad de su independencia personal, pero dominado interiormente por los temores producidos por la sujeción de su infancia a su madre. Necesitaba un reto a su hombría, para ver que, a menos que sacrificara su mental estado infantil, quedaría aislado y avergonzado. El sueño, y el consecutivo examen de su significado, despejaron sus dudas. Había pasado por el rito simbólico con el cual un joven prescinde de su autonomía exclusiva y acepta su vida compartida en una forma de relación no precisamente heroica.
Y se casó y encontró la plenitud adecuada en sus relaciones con su mujer. Lejos de dañar su eficacia en el mundo, en realidad, la acrecentó.
Independientemente de que el miedo neurótico a que madres o padres invisibles pudieran acechar tras el velo del matrimonio, hasta el joven normal tiene justa razón a sentir aprensión acerca del rito matrimonial. Esencialmente, es un rito de iniciación de la mujer en el que el hombre puede sentirse cualquier cosa menos un héroe conquistador. No es sorprendente que encontremos, en las sociedades tribuales, tales ritos compensadores del temor como el rapto o violación de la novia. Estos ritos capacitan al hombre para aferrarse a las reliquias de su papel heroico en el preciso momento en que tiene que someterse a su novia y asumir las responsabilidades del matrimonio.
Pero el tema del matrimonio de tal universalidad que también tiene un significado más profundo. Es un descubrimiento simbólico, aceptable y hasta necesario, del componente femenino de la propia psique del hombre, del mismo modo que es la adquisición de una verdadera esposa. Así es que podemos dar con este arquetipo en un hombre ya de cierta edad como respuesta a un estímulo apropiado.
Sin embargo, no todas las mujeres reaccionan confiadamente al estado matrimonial. Cierta paciente que sentía deseos insatisfechos por tener una profesión a la que había renunciado a causa de su difícil y breve matrimonio, soñó que estaba arrodillada frente a un hombre que también estaba de rodillas. Él tenía dispuesto un anillo para ponérselo a ella en el dedo, pero ella extendió el dedo anular de la mano derecha en forma tensa, con evidente resistencia a ese ritual de unión marital.
Fue fácil señalar su significativo error. En vez de ofrecer el dedo anular de la mano izquierda (con el cual ella podía aceptar una relación equilibrada y natural con el principio masculino) supuso equivocadamente que tenía que poner toda su identidad consciente (es decir, el lado derecho) al servicio del hombre. De hecho, el matrimonio requería de ella que compartiera con él sólo esa parte de sí misma, subliminal y natural (es decir, el lado izquierdo) en el que el principio de unión tendría un significado simbólico, no literal o absoluto. Su miedo era el de la mujer que teme perder su identidad en un fuerte matrimonio patriarcal al que esta mujer se resistía con justa razón.
No obstante, el matrimonio sagrado, como forma arquetípica, tiene un significado particularmente importante para la psicología de las mujeres, y para la que se preparan durante la adolescencia con muchos acontecimientos preliminares de carácter iniciatorio.
2 / LOS MITOS ANTIGUOS Y EL HOMBRE MODERNO (III)
Joseph L. Henderson
El arquetipo de iniciación
En sentido psicológico, la imagen del héroe no debe considerarse idéntica al ego propiamente dicho. Se describe mejor como los medios simbólicos por los cuales el ego se separa de los arquetipos evocados por las imágenes paternas de la infancia. El Dr. Jung ha dicho que cada ser humano tiene originariamente una sensación de totalidad, una sensación poderosa y completa del “sí-mismo”. Y del “sí-mismo” -la totalidad de la psique- el individualizado ego-consciencia emerge cuando se desarrolla el individuo.
Desde hace unos pocos años, las obras de los seguidores de Jung han empezado a documentar la serie de hechos por los cual el ego individual surge durante la transición de la infancia a la niñez. La separación no puede llegar a ser definitiva sin grave perjuicio de la sensación originaria de totalidad. Y el ego tiene que volver continuamente a restablecer su relación con el “sí-mismo” a fin de mantener unas condiciones de salud psíquica.
Por mis explicaciones, podría parecer que el mito del héroe es la primera etapa en la diferenciación de la psique. He indicado que parece cruzar un ciclo cuádruple por el cual el ego parece buscar la consecución de su autonomía relativa respecto a las condiciones originarias de totalidad. A menos que se consiga cierto grado de autonomía, el individuo es incapaz de insertarse en su ambiente de adulto. Pero el mito del héroe no asegura que se produzca esa liberación. Sólo muestra cómo es posible que se produzca para que el ego pueda alcanzar la consciencia. Queda el problema de mantener y desarrollar esa consciencia de una forma significativa para que el individuo pueda llevar una vida útil y conseguir la necesaria sensación de autodistinción en la sociedad.
La historia antigua y los rituales de las sociedades primitivas contemporáneas nos proporcionan abundante material acerca de los mitos y los ritos de iniciación, por los cuales a los jóvenes, varones y hembras, se les acostumbra a separarse de sus padres y se les fuerza a convertirse en medios de su clan o tribu. Pero al hacerse esta separación respecto al mundo de la niñez, el originario arquetipo paternal será perjudicado, y el daño ha de hacerse beneficioso mediante un proceso saludable de asimilación en la vida del grupo. (La identidad entre el grupo y el individuo se simboliza, con frecuencia, con un animal totémico.) Así, el grupo satisface las demandas del perjudicado arquetipo y se convierte en una especie de segundos padres, a los cuales se sacrifican primero simbólicamente los jóvenes para resurgir a una nueva vida.
En esta “ceremonia drástica que se parece mucho a un sacrificio a los poderes que pueden retener al joven” como lo expresa el doctor Jung, vemos cómo el poder del arquetipo originario no puede vencerse permanentemente, como sucede en la lucha héroe-dragón, sin una sensación dañosa de pérdida de los fructíferos poderes del inconsciente. Vimos en el mito de los gemelos, cómo su hybris, que expresaba excesiva separación entre el ego y el “sí-mismo”, se enmendaba con el propio miedo a las consecuencias, que les hacían volver a unas relaciones armoniosas entre el ego y el “sí mismo”.
En las sociedades tribuales, es el rito de iniciación el que resuelve con mayor eficacia este problema. El rito retrotrae al novicio al más profundo nivel de la originaria identidad madre-hijo o identidad ego “sí-mismo” forzándole a experimentar de ese modo una muerte simbólica. En otras palabras, su identidad se desmiembra o disuelve temporalmente en el inconsciente colectivo. Después es rescatado de esa situación mediante el rito del nuevo nacimiento. Este es el primer acto de la verdadera consolidación del ego con el grupo mayor, expresado como totem, clan, tribu o la combinación de los tres.
El ritual, ya se encuentre en grupos tribuales o en sociedades más complejas, insiste invariable en ese mito de muerte y resurrección que proporciona al novicio un “rito de paso” de una etapa de la vida a otra siguiente, ya sea desde la infancia a la niñez o de la primera a la última adolescencia y de esta a la madurez.
Desde luego que los acontecimientos de iniciación no se limitan a la psicología de la juventud. Toda nueva fase en el desarrollo de la vida individual va acompañada del conflicto originario entre las exigencias del “sí-mismo” y las del ego. De hecho, este conflicto puede expresarse con mayor fuerza en el período de transición entre la primera madurez y una edad intermedia (entre los treinta y cinco y los cuarenta años en nuestra sociedad) que en ningún otro momento de la vida. Y la transición entre la edad intermedia y la vejez vuelve a crear la necesidad de afirmar la diferencia entre el ego y la totalidad de la psique; el héroe recibe su última llamada para actuar en defensa del ego-consciencia contra la cercana disolución de la vida por la muerte.
En esos períodos críticos, el arquetipo de iniciación se activa fuertemente para proporcionar una transición significativa que ofrezca algo más satisfactorio espiritualmente que los ritos de adolescencia con su fuerte aroma secular. Los modelos arquetípicos de iniciación en este sentido religioso -conocidos desde los tiempos antiguos como “misterios”- se insertan en la contextura de todos los rituales eclesiásticos que requieren una modalidad especial de adoración en el momento del nacimiento, el matrimonio o la muerte.
Al igual que en nuestro estudio del mito del héroe, en el estudio de la iniciación debemos buscar ejemplos en las experiencias subjetivas de la gente moderna y, en especial, de quienes han sufrido análisis. No es sorprendente que aparezcan, en el inconsciente de alguien que busca ayuda en un médico especializado en desórdenes psíquicos, imágenes que duplican los antiguos modelos de iniciación tal como los conocemos por la historia.
Quizá el más común de esos temas que pueda encontrarse en los jóvenes sea la ordalía o prueba de fuerza. Este puede parecer idéntico a lo que ya hemos visto en los sueños modernos que ilustran el mito del héroe, como el del marinero que tenía que someterse al temporal y a los golpes, o esa prueba de adaptación representada en la excursión por la India de un hombre sin sombrero impermeable. También podemos ver este tema de sufrimiento físico llevado hasta su fin lógico en el primer sueño estudiado, cuando el joven de buen parecer se convierte en sacrificio humano en un altar. Este sacrificio se asemeja al acercamiento a la iniciación, pero su final estaba borroso. Parecía rodear el mito del héroe para dar paso a un nuevo tema.
Hay una diferencia chocante entre el mito del héroe y el rito de iniciación. Las figuras típicas del héroe agotan sus esfuerzos para alcanzar la meta de sus ambiciones; en resumen, llegan a triunfar aunque inmediatamente después puedan ser castigados o matados a causa de su hybris. En contraste con esto, en la iniciación, se pide al novicio que abandone toda ambición intencionada y todo deseo y se someta a prueba. Tiene que estar dispuesto a sufrir esa prueba sin esperanza de triunfo. De hecho, tiene que estar dispuesto a morir; y aunque la señal representativa de esa prueba pueda ser moderada (las heridas de la circuncisión, incisiones profundas, o diversas mutilaciones), la intención siempre es la misma; crearla sensación simbólica de la muerte de la que surgirá la sensación simbólica del renacimiento.
Un joven de 25 años soñó que escalaba una montaña en cuya cima había una especie de altar. Cerca del altar vio un sarcófago que tenía encima una estatua de él mismo. Después, se acercó un sacerdote cubierto con un velo y portando un báculo sobre el que relucía un disco del sol vivo. (Al examinar posteriormente el sueño, el joven dijo que el ascenso por la montaña le recordaba los esfuerzos que estaba haciendo en su análisis para conseguir el dominio de sí mismo.) Para sorpresa se encontró a sí mismo muerto y en vez de una sensación de haber conseguido algo, sentía privación y miedo. Luego vino una sensación de fortaleza y rejuvenecimiento al sentirse bañado en los rayos cálidos del disco del sol.
Este sueño muestra muy resumidamente la distinción que tenemos que hacer entre la iniciación y el mito del héroe. La acción de escalar la montaña parece indicar una prueba de fuerza: es la decisión de alcanzar la consciencia del ego en la fase heroica del desarrollo de la adolescencia. El paciente había pensado, evidentemente, que su cercanía al tratamiento médico sería análoga a su acercamiento a otras pruebas de virilidad a las que él había llegado en la característica formal competitiva de la juventud en nuestra sociedad. Pero la escena del altar corrige esta suposición equivocada, demostrándole que su tarea era, más bien, someterse a un poder mayor que el suyo. Tuvo que verse como si estuviera muerto y enterrado en forma simbólica (el sarcófago) que le recordaba la arquetípica madre simbólica como el recipiente originario de toda vida. Sólo por tal acto de sumisión podía experimentar el renacimiento. Un ritual de vigorización le devolvió a la vida como hijo simbólico del Padre Sol.
Nuevamente aquí, podríamos confundirnos con el mito del héroe, con el de los gemelos “hijos del Sol”. Pero en este caso no tenemos indicación de que el iniciado se superara a sí mismo. En vez de eso, aprendió una lección de humildad al pasar por un rito de muerte y renacimiento que marca la transición de la juventud a la madurez.
Según esa edad cronológica, él ya tendría que haber pasado por esa transición, pero un largo período de desarrollo detenido le mantuvo retrasado. Este retraso le había sumergido en una neurosis por la cual vino en busca de tratamiento, y el sueño le ofrece el mismo sabio consejo que podía haberle dado cualquier buen hechicero tribual: que dejara de escalar montañas para demostrar su fortaleza y se sometiera al significativo ritual de un cambio iniciatorio que podría adaptarle para las nuevas responsabilidades morales de la virilidad.
El tema de la sumisión como actitud esencial hacia la promoción de un rito de iniciación eficaz puede verse claramente en el caso de muchachas o mujeres. Su rito de paso subraya inicialmente su pasividad esencial y esto se refuerza con la limitación psicológica sobre su autonomía impuesta por el ciclo menstrual. Se ha dicho que el ciclo menstrual puede ser, en realidad, la mayor parte de la iniciación desde el punto de vista de la mujer, ya que tiene el poder de despertar el más profundo sentido de obediencia al poder creador de la vida sobre ella. De ese modo, se da voluntariamente a su función femenina análogamente a como el hombre se consagra al papel que se le asigna en la vida comunal de su grupo.
Por otra, la mujer, no menos que el hombre, tiene sus pruebas iniciales de fuerza que conducen a un sacrificio final para poder experimentar un nuevo nacimiento. Este sacrificio capacita a la mujer para librarse del enredo de las relaciones personales y adaptarse a un papel más consciente como persona con sus derechos propios. Por el contrario, el sacrificio del hombre es una rendición de su sagrada independencia: queda más conscientemente relacionado con la mujer.
Aquí llegamos a ese aspecto de la iniciación que pone al hombre en relación con la mujer y a la mujer con el hombre de tal forma que enmienda una especie de oposición originaria macho-hembra. El conocimiento del hombre (Logos) encuentra entonces la relación con las mujeres (Eros) y su unión se representa como ese ritual simbólico de un matrimonio sagrado que ha estado en el fondo de la iniciación desde sus orígenes en los misterios religiosos de la antigüedad. Pero esto es muy difícil de captar para la gente moderna y, con frecuencia, para que lo llegue a comprender, tiene que producirse en su vida una crisis especial.
Muchos pacientes nos han contado sueños en los que el motivo del sacrificio se mezclaba con el motivo del matrimonio sagrado. Uno de esos lo tuvo un joven enamorado pero que no estaba dispuesto a casarse por temor a que el matrimonio se convirtiera en una especie de prisión gobernada por una poderosa figura materna. Su propia madre había ejercido poderosa influencia en su niñez y su futura suegra representaba una amenaza análoga. ¿No podría dominarle su esposa de la misma forma que esas madres habían dominado a sus hijos?
En su sueño, se vio mezclado en una danza ritual junto con otro hombre y dos mujeres, una de las cuales era su novia. Los otros eran un hombre mayor y su esposa que impresionaron al soñante porque, a pesar de su mutua intimidad, parecían tener espacio para sus diferencias individuales y no parecían ser opresivas. Por tanto, esos dos representaban para este joven un estado matrimonial que no imponía restricción injusta en el desarrollo de la naturaleza individual de los dos cónyuges. Si fuera posible para él alcanzar esa situación, entonces el matrimonio le resultaría aceptable.
En la danza ritual cada hombre estaba frente a su pareja femenina y los cuatro ocupaban los ángulos de la pista cuadrada. Cuando bailaban, se veía claramente que también era una especie de danza de las espadas. Cada danzante tenía en la mano una espada corta con la que realizaba complicados arabescos, moviendo brazos y piernas en series de movimientos que sugerían, alternativamente, impulsos de agresión y sumisión mutuos. En la escena final de la danza, los cuatro danzantes tenían que hundirse la espada en el pecho y morir. Sólo el soñante rehusó llevar a cabo el suicidio final y quedó de pie y solo después de que los otros cayeron. Se sintió profundamente avergonzado de su cobardía para sacrificarse con los otros.
Este sueño convenció a nuestro paciente de que estaba más que dispuesto a cambiar su actitud respecto a la vida. Había estado centrado en sí mismo, buscando la ilusoria seguridad de su independencia personal, pero dominado interiormente por los temores producidos por la sujeción de su infancia a su madre. Necesitaba un reto a su hombría, para ver que, a menos que sacrificara su mental estado infantil, quedaría aislado y avergonzado. El sueño, y el consecutivo examen de su significado, despejaron sus dudas. Había pasado por el rito simbólico con el cual un joven prescinde de su autonomía exclusiva y acepta su vida compartida en una forma de relación no precisamente heroica.
Y se casó y encontró la plenitud adecuada en sus relaciones con su mujer. Lejos de dañar su eficacia en el mundo, en realidad, la acrecentó.
Independientemente de que el miedo neurótico a que madres o padres invisibles pudieran acechar tras el velo del matrimonio, hasta el joven normal tiene justa razón a sentir aprensión acerca del rito matrimonial. Esencialmente, es un rito de iniciación de la mujer en el que el hombre puede sentirse cualquier cosa menos un héroe conquistador. No es sorprendente que encontremos, en las sociedades tribuales, tales ritos compensadores del temor como el rapto o violación de la novia. Estos ritos capacitan al hombre para aferrarse a las reliquias de su papel heroico en el preciso momento en que tiene que someterse a su novia y asumir las responsabilidades del matrimonio.
Pero el tema del matrimonio de tal universalidad que también tiene un significado más profundo. Es un descubrimiento simbólico, aceptable y hasta necesario, del componente femenino de la propia psique del hombre, del mismo modo que es la adquisición de una verdadera esposa. Así es que podemos dar con este arquetipo en un hombre ya de cierta edad como respuesta a un estímulo apropiado.
Sin embargo, no todas las mujeres reaccionan confiadamente al estado matrimonial. Cierta paciente que sentía deseos insatisfechos por tener una profesión a la que había renunciado a causa de su difícil y breve matrimonio, soñó que estaba arrodillada frente a un hombre que también estaba de rodillas. Él tenía dispuesto un anillo para ponérselo a ella en el dedo, pero ella extendió el dedo anular de la mano derecha en forma tensa, con evidente resistencia a ese ritual de unión marital.
Fue fácil señalar su significativo error. En vez de ofrecer el dedo anular de la mano izquierda (con el cual ella podía aceptar una relación equilibrada y natural con el principio masculino) supuso equivocadamente que tenía que poner toda su identidad consciente (es decir, el lado derecho) al servicio del hombre. De hecho, el matrimonio requería de ella que compartiera con él sólo esa parte de sí misma, subliminal y natural (es decir, el lado izquierdo) en el que el principio de unión tendría un significado simbólico, no literal o absoluto. Su miedo era el de la mujer que teme perder su identidad en un fuerte matrimonio patriarcal al que esta mujer se resistía con justa razón.
No obstante, el matrimonio sagrado, como forma arquetípica, tiene un significado particularmente importante para la psicología de las mujeres, y para la que se preparan durante la adolescencia con muchos acontecimientos preliminares de carácter iniciatorio.
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