SEXTA ENTREGA
ACERCAMIENTO AL INCONSCIENTE (V)
C. G. Jung
El problema de los tipos
En todas demás ramas de la ciencia, es legítimo aplicar una hipótesis a un tema impersonal. Sin embargo, la psicología nos enfrenta inevitablemente con las relaciones vivas entre dos individuos, ninguno de los cuales puede ser despojado de personalidad subjetiva ni, por supuesto, despersonalizado de cualquier otra forma. El analista y su paciente pueden comenzar acordando tratar un tema elegido, de una manera impersonal y objetiva; pero una vez que hayan comenzado, su respectiva y total personalidad se verá envuelta en el estudio del problema. En ese momento, sólo será posible avanzar si pueden llegar a un acuerdo mutuo. ¿Podemos hacer cualquier juicio objetivo acerca del resultado final? Sólo si hacemos una comparación entre nuestras conclusiones y las normas generales que son válidas en el medio social a que pertenecen los individuos. Aun entonces, hemos de tener en cuenta el equilibrio mental (o “cordura”) del individuo en cuestión. Porque el resultado no puede ser un total nivelamiento colectivo del individuo para adaptarlo a las “normas” de la sociedad. Esto llevaría a la situación menos natural. Una sociedad sana y normal es aquella en que la gente está habitualmente en desacuerdo porque un acuerdo general es relativamente raro fuera de las esfera de las cualidades humanas instintivas. El desacuerdo funciona como un vehículo de la vida mental en sociedad, pero no es una meta; el acuerdo es igualmente importante. Como la psicología depende básicamente del equilibrio de opuestos, ningún juicio puede considerarse definitivo si no se ha tenido en cuenta su reversibilidad. La causa de esa peculiaridad reside en el hecho de que no hay punto de vista por encima o fuera de la psicología que nos permita formar un juicio definitivo acerca de lo que es la psique. A pesar del hecho de que los sueños requieren tratamiento individual, son necesarias ciertas generalidades con el fin de clasificar y aclarar el material que recoge el psicólogo al estudiar muchos individuos. Es evidente que sería imposible formular teoría psicológica alguna, o enseñarla, describiendo grandes cantidades de casos aislados sin ningún esfuerzo por ver lo que tuvieran en común y en qué diferían. Puede elegirse como base toda característica general. Se puede, por ejemplo, hacer una distinción relativamente sencilla entre individuos que tienen personalidad “extravertida” y otros que son “introvertidos”. Esta es sólo una de las muchas generalizaciones posibles, pero permite ver inmediatamente las dificultades que pueden surgir si el analista fuera de un tipo y su paciente del otro. Puesto que todo análisis profundo de un sueño lleva a la confrontación de dos individuos, será muy distinto si su tipo de actitud son los mismos o no lo son. Si ambos pertenecen al mismo tipo, pueden seguir adelante con toda felicidad por mucho tiempo. Pero si uno es extravertido y el otro introvertido, sus puntos de vista distintos y contradictorios pueden chocar de plano, en especial cuando desconocen su propio tipo de personalidad o cuando están convencidos de que el suyo es el único tipo justo. El extravertido, por ejemplo, elegirá el punto de vista de la mayoría; el introvertido lo rechazará simplemente por considerarlo de moda. Tal desavenencia es fácil porque el valor del uno no es valor para el otro. El propio Freud, por ejemplo, interpretaba al tipo introvertido como un individuo mórbidamente concernido consigo mismo. Pero la introspección y el autoconocimiento también pueden ser de grandísimo valor e importancia. Es de necesidad vital tener en cuenta tales diferencias de personalidad en la interpretación de sueños. No se puede suponer que el analista es un superhombre que está por encima de tales diferencias, precisamente porque es un médico que adquirió una teoría psicológica y su correspondiente técnica. Él solo puede imaginarse que es superior mientras supone que su teoría y su técnica son por entero verdaderas, capaces de abarcar la totalidad de la psique humana. Puesto que tal suposición es más que dudosa, realmente no puede estar seguro de ella. En consecuencia, se verá asaltado por dudas secretas si confronta la totalidad humana de su paciente con una teoría o técnica (que es meramente una hipótesis o un intento) en vez de confrontarla con su propia totalidad viva. La total personalidad del analista es el único equivalente adecuado de la personalidad de su paciente. La experiencia psicológica y el saber no son más que meras ventajas por parte del analista. Pero no le mantienen al margen de la contienda en que se verá puesto a prueba tanto como su paciente. Por lo cual interesa mucho si sus personalidades están en armonía, en conflicto o se complementan. La extraversión y la introversión son sólo dos particularidades entre las muchas de la conducta humana. Pero con frecuencia son lo bastante evidentes y fáciles de reconocer. Si, por ejemplo, se estudian los individuos extravertidos, pronto se descubre que difieren en muchas formas uno de otros y que el extravertido es, por tanto, un concepto superficial y demasiado general para ser realmente característico. Por esto, hace ya tiempo traté de encontrar otras particularidades básicas, particularidades que pueden servir para poner cierto orden en las variaciones, aparentemente ilimitadas, de la individualidad humana. Siempre me impresionó el hecho de que hubiera un número sorprendente de individuos que jamás utilizaban la mente, si podían evitarlo, y un número igual que la utilizaban, pero en una forma asombrosamente estúpida. También me sorprendió encontrar muchas personas inteligentes y muy despiertan que vivían (en lo que se podía apreciar) como si nunca hubiesen aprendido a utilizar los sentidos: no veían las cosas que tenían ante los ojos, no oían las palabras dichas ante sus oídos ni sentían las cosas que tocaban o saboreaban. Algunas vivían sin enterarse del estado de su cuerpo. Había otras que parecían vivir en un estado de consciencia más curioso, como si el estado al que habían llegado fuese definitivo, sin posibilidad de cambio, o como si el mundo y la psique fuesen estáticas y hubieran de permanecer así por siempre. Parecían vacías de toda imaginación y que dependieran enteramente de su percepción sensorial. Las ocasiones y las posibilidades no existían en su mundo y en su “hoy” no había verdadero “mañana”. El futuro era exactamente la repetición del pasado. Estoy tratando de dar al lector una vislumbre de mis primeras impresiones cuando comencé a observar la muchísima gente que conocí. Sin embargo, pronto vi con claridad que las personas que utilizaban la inteligencia eran las que pensaban, es decir, que aplicaban su facultad intelectual para tratar de adaptarse a la gente y las circunstancias. Y las personas igualmente inteligentes que no pensaban eran las que buscaban y encontraban su camino por medio del sentimiento. “Sentimiento” es una palabra que requiere cierta explicación, Por ejemplo, “sentimiento” (feeling) corresponde a la palabra francesa sentiment. Pero también se aplica la misma palabra para definir una opinión, por ejemplo, un comunicado de la Casa Blanca puede comenzar: “El Presidente siente (feels)” o “El sentir (la opinión) del Presidente”. Además la palabra puede emplearse para expresar una intuición: “Sentí como si…” Cuando empleo la palabra “sentimiento” (feeling) en contraste con “pensamiento”, me refiero a un juicio de valor, por ejemplo, agradable y desagradable, bueno y malo, etc. El sentimiento, según esta definición, no es una emoción (que, como indica la palabra, es involuntaria). El sentimiento a que me refiero es (como el pensamiento) una función racional (es decir, ordenante), mientras que la intuición es una función irracional (es decir, percibiente). En tanto que la intuición es una “sospecha”, no es el producto de un acto voluntario; es, más bien, un acto involuntario que depende de diversas circunstancias externas o internas y no de un acto de juicio. La intuición se parece más a la percepción sensorial, que también es un acto irracional en tanto que dependa esencialmente de estímulos objetivos que deben su existencia a causas físicas, no a causas mentales. Estos cuatro tipos funcionales corresponden a los medios evidentes por los cuales obtiene la conciencia su orientación hacia la experiencia. La percepción (es decir, la percepción sensorial) nos dice que algo existe; el pensamiento nos dice lo que es; el sentimiento nos dice si es agradable o no lo es; y la intuición nos dice de dónde vienen y adónde van. El lector ha de entender que estos cuatro criterios sobre los tipos de la conducta humana son sólo cuatro puntos de vista entre otros muchos, como fuerza de voluntad, temperamento, imaginación, memoria y demás. No hay nada dogmático en ello, pero su naturaleza básica los abona como criterios adecuados de clasificación. Los encuentro especialmente útiles cuando tengo que dar explicaciones a los padres acerca de sus hijos y a los maridos acerca de sus esposas, y viceversa. También son útiles para comprender los prejuicios propios. Por tanto, si se desea comprender el sueño de otra persona, hay que sacrificar las predilecciones propias y suprimir los prejuicios. Esto no es fácil ni cómodo porque representa un esfuerzo moral que no es del gusto de todos. Pero si el analista no hace el esfuerzo de criticar su propio punto de vista y admitir su relatividad, no conseguirá ni la información ni el suficiente conocimiento profundo de la mente de su paciente. El analista espera, por lo menos, cierta buena voluntad, por parte del paciente, para que escuche su opinión y la tomé en serio; y al paciente hay que concederle el mismo derecho. Aunque tal relación es indispensable para toda comprensión y, por tanto, es de necesidad evidente, debemos recordar una y otra vez que en la terapia es más importante para el paciente comprender que para el analista ver satisfecha su expectación teórica. La resistencia del paciente a la interpretación del analista no es necesariamente mala; es, más bien, un síntoma seguro de que algo encaja mal. O es que el paciente todavía no alcanzó el punto de comprensión mediante la proyección, es decir, con la suposición de que lo que el analista percibe o piensa es percibido y pensado igualmente por el soñante. Para superar esa fuente de error, siempre insistí en la importancia de aferrarse al contexto del sueño en cuestión y excluir todas las suposiciones teóricas acerca de los sueños en general, excepto de la hipótesis de que los sueños, en cierto modo, tienen sentido. Se desprenderá claramente de todo lo que he dicho que no se pueden dar normas generales para la interpretación de los sueños. Cuando sugerí primeramente que la función primordial de los sueños parece ser la de compensar las deficiencias o falseamientos de la mente consciente, quise decir que esa suposición abría el camino más prometedor hacia la naturaleza de los sueños particulares. En algunos casos, se puede ver esa función claramente demostrada. Uno de mis pacientes tenía un concepto muy elevado de sí mismo y no se daba cuenta de que cuantos le conocían se sentían irritados por sus aires de superioridad moral. Me contó un sueño en el que vio un vagabundo borracho caer en una zanja, lo cual sólo evocó en este paciente el comentario conmiserativo: “Es terrible ver qué bajo puede caer un hombre”. Era evidente que la naturaleza desagradable del sueño era, en parte, un intento de contrapesar su inflada idea acerca de sus propios méritos. Pero había algo más que eso. Resultó que tenía un hermano que era un alcohólico degenerado. Lo que también revelaba el sueño era que su actitud superior estaba compensando al hermano, a la vez como figura exterior e interior. En otro caso que recuerdo, una mujer que estaba orgullosa de su inteligente comprensión de la psicología soñó repetidamente con otra mujer. Cuando en su vida ordinaria se encontraba con esa mujer, no le agradaba porque la consideraba una intrigante vanidosa y desleal. Pero en los sueños, la mujer aparecía casi como una hermana, simpática y amable. Mi paciente no podía comprender por qué soñaría tan favorablemente acerca de una persona que le desagradaba. Pero estos sueños estaban tratando de transmitir la idea de que ella misma era “seguida” por un personaje inconsciente que se parecía a la otra mujer. Resultaba arduo para mi paciente, que tenía ideas muy claras acerca de su propia personalidad, comprender que el sueño le estaba hablando de un poderoso complejo suyo y de sus ocultas motivaciones: influencias inconscientes que la habían llevado más de una vez a riñas desagradables con sus amistades. Pero siempre había culpado de ellas a los demás, no a sí misma. No es simplemente el lado “sombrío” de nuestra personalidad el que descuidamos, desdeñamos y reprimimos. También podemos hacer lo mismo con nuestras cualidades positivas. Un ejemplo que me viene a la memoria es el de un hombre, en apariencia modesto, retraído y de modales agradables. Siempre parecía conformarse con el último sitio, pero insistía discretamente en que se notara su presencia. Cuando se le pedía su opinión daba una bien informada, aunque jamás trataba de imponerla. Pero, a veces, insinuaba que un tema determinado podría tratarse de una forma superior desde un nivel más elevado (aunque nunca explicaba cómo). Sin embargo, en sus sueños, constantemente se encontraba con grandes figuras históricas tales como Napoleón y Alejandro Magno. Estos estaban claramente compensando un complejo de inferioridad. Pero tenían otras secuelas. ¿Qué clase de hombre debo de ser, preguntaba el sueño, para tener tan ilustres visitantes? A este respecto, los sueños apuntaban a una secreta megalomanía que contrapesaba el sentimiento de inferioridad del soñante. Esa inconsciente idea de grandeza le aislaba de la realidad de su ambiente y le capacitaba para permanecer alejado de obligaciones que resultarían imperativas para otras personas. No sentía necesidad de demostrar -a sí mismo o a otros- que su juicio superior se basaba en méritos superiores. De hecho, estaba jugando inconscientemente a un juego insensato y los sueños trataban de llevarlo al plano de la conciencia de una forma particularmente ambigua. Departir con Napoleón y charlar con Alejandro Magno son exactamente el tipo de fantasías producidas por un complejo de inferioridad. Pero ¿por qué -se me dirá- no puede ser el sueño claro y directo acerca de eso y decir sin ambigüedad lo que tuviera que decir? Con frecuencia me han hecho esa pregunta y también me la he hecho yo mismo. A menudo me ha sorprendido la forma atormentadora con que los sueños parecen evadir una información concreta u omitir el punto decisivo. Freud supuso la existencia de una función especial de la psique a la que llamaba el “censor”. Éste, según suponía, retorcía las imágenes oníricas y las dejaba irreconocibles o equívocas con el fin de engañar a la consciencia acerca del verdadero tema del sueño. Ocultando al soñante el pensamiento crítico, el “censor” le protegía, mientras estaba durmiendo, del sobresalto que le produciría un recuerdo desagradable. Pero yo veo con escepticismo la teoría de que el sueño sea un guardián del dormir; lo más frecuente es que los sueños perturben el dormir. Más bien parece como si el aproximamiento a la consciencia tuviera el efecto de “tachar” los contenidos subliminales de la psique. El estado subliminal retiene ideas e imágenes con un nivel de tensión mucho más bajo que el que tienen en la consciencia. En la situación subliminal pierden claridad de líneas; las relaciones entre ellas son menos lógicas y más vagamente análogas, menos raciones y, por tanto, más “incomprensibles”. Esto también se puede observar en todas las situaciones análogas al sueño, ya se deban a la fatiga, a la fiebre o a las toxinas. Pero si ocurre algo que proporcione mayor tensión a cualquiera de esas imágenes, se transforman en menos subliminales y, según se acercan más al umbral de la conciencia, en más rotundamente definidas. Por ese hecho podemos comprender por qué los sueños se expresan frecuentemente en forma de analogías, por qué una imagen onírica se introduce en otra y por qué ni nuestra lógica ni nuestra medida del tiempo de cuando estamos despiertos parecen tener aplicación. La forma que toman los sueños es natural al inconsciente porque el material con el que están construidos está retenido en estado subliminal precisamente de ese modo. Los sueños no defienden el acto de dormir de lo que Freud llamó “deseo incompatible”. Lo que él llamo “enmascaramiento” es, de hecho, la forma natural que adoptan todos los impulsos en el inconsciente. Por tanto, un sueño no puede producir un pensamiento definido. Si comienza a serlo, deja de ser un sueño porque traspasa el umbral de la consciencia. De ahí que los sueños parezcan omitir los puntos que, verdaderamente, son los más importantes para la mente consciente y parecen, más bien, manifestar el “borde de la consciencia”, como el pálido centelleo de las estrellas durante un eclipse total de sol. Hemos de comprender que los símbolos oníricos son, en su mayoría, manifestaciones de una psique que está más allá del dominio de la mente consciente. Significado y propósitos no son prerrogativas de la mente: actúan en la totalidad de la naturaleza viva. En principio, no hay diferencia entre desarrollo orgánico y psíquico. Al igual que una planta produce sus flores, la psique crea sus símbolos. Cada sueño es prueba de ese proceso. Así, por medio de los sueños (más toda clase de intuiciones, impulsos y otros hechos espontáneos) las fuerzas instintivas influyen en la actividad de la conciencia. Que esa influencia sea para bien o para mal depende del contenido efectivo del inconsciente. Si contiene muchas cosas que, normalmente, deberían ser conscientes, entonces su función se retuerce y se perjudica; los motivos no parecen basarse en verdaderos instintos, sino que deben su existencia e importancia psíquica al hecho de que han sido consignados al inconsciente por represión o desdén. Recargan la normal psique inconsciente y desvían su tendencia natural a expresar símbolos y motivos básicos. Por tanto, es razonable que un psicoanalista, ocupado en una alteración mental, comience provocando en su paciente una confesión, más o menos voluntaria, y comprobando todo lo que desagrade o infunda miedo al paciente. Esto es análogo a la mucho más antigua confesión de la Iglesia que, de diversas maneras, se anticipó a las modernas técnicas psicológicas. Al menos esa es la regla general. Sin embargo, en la práctica, puede actuar en forma opuesta; los opresivos sentimientos de inferioridad o la debilidad grave pueden dificultar mucho, incluso imposibilitar, que el paciente se enfrente con nuevas pruebas de su propia insuficiencia. Por eso, hallé con frecuencia que era provechoso comenzar presentando al paciente un panorama positivo; esto le proporcionaba una saludable sensación de seguridad cuando se acercaba a las observaciones más penosas. Pongamos como ejemplo un sueño de “exaltación personal” en el que, digamos, uno toma el té con la reina de Inglaterra o charla íntimamente con el Papa. Si el soñante no es un esquizofrénico, la interpretación práctica del símbolo depende en gran medida de su estado mental presente, es decir, la situación de su ego. Si el soñante sobreestima su propio valor, es fácil demostrar (por el material extraído por asociación de ideas) cuán inadecuadas e infantiles son las intenciones del soñante y cómo proceden, en gran parte, de sus deseos infantiles de ser igual o superior a sus padres. Pero si se trata de un caso de inferioridad, en el que un invasor sentimiento de insignificancia se ha sobrepuesto a todo aspecto positivo de la personalidad del soñante, sería un error deprimirle aun más mostrándole lo infantil, ridículo y hasta perverso que es. Esto aumentaría cruelmente su inferioridad, así como produciría mala acogida y resistencia innecesaria al tratamiento. No hay técnica terapéutica o doctrina que sea de aplicación general, ya que cada caso que se presenta para tratamiento es un individuo en unas condiciones específicas. Me acuerdo de un paciente al que tuve que tratar durante nueve años. Le vi sólo durante algunas semanas cada año, pues vivía en el extranjero. Desde el principio supe cuál era su verdadero padecimiento, pero también me di cuenta de que el menor intento para acercarse a la verdad tropezaría con una violenta reacción defensiva que amenazaría con una total ruptura entre nosotros. Me gustara o no, tuve que hacer todo lo posible para mantener nuestras relaciones y seguir sus inclinaciones, que estaban sostenidas por sus sueños y que alejaban nuestro examen de la raíz de la neurosis. Nos apartamos tanto que muchas veces me acusé de estar desviando a mi paciente. Únicamente el hecho de que su estado mejoraba, despacio pero francamente, me impidió enfrentarle, sin rodeos, con la verdad. Sin embargo, en el décimo año, el paciente se consideró curado y liberado de todos sus síntomas. Me quedé sorprendido porque, teóricamente, su estado era incurable. Notando mi asombro, sonrió y me dijo (en sustancia): “Sobre todo, quiero darle las gracias por su infatigable tacto y paciencia para ayudarme a acechar la triste causa de mi neurosis. Ahora estoy dispuesto a contarle todo sobre ella. Si hubiera sido capaz de hablar libremente acerca de ella se lo hubiera contado el primer día de consulta. ¿Qué habría sido de mí entonces? Me habría quedado destrozado moralmente. Durante estos diez años aprendí a confiar en usted; y según aumentaba mi confianza, mejoraba mi estado. Ahora me siento lo bastante fuerte para que examinemos el problema que me estaba destruyendo”. Luego me confesó con terrible franqueza su problema, el cual me demostró con cuánta razón hubimos de seguir un tratamiento tan particular. La conmoción originaria había sido tal que se sintió incapaz de enfrentarse con ella él solo. Necesitaba la ayuda de otro, y la labor terapeútica fue el restablecimiento lento de la confianza más que la demostración de una teoría clínica. De casos como ese, aprendí a adaptar mis métodos a las necesidades de cada paciente en vez de confiarme a teóricas consideraciones generales que podrían ser inaplicables en cualquier caso particular. El conocimiento que, acerca de la naturaleza humana, fui acumulando durante sesenta años de experiencia clínica, me enseñó a considerar cada caso como si fuera nuevo y en el que, sobre todo, tenía que buscar el conocimiento del individuo. A veces, no dudé en sumergirme en un estudio cuidadoso del pasado infantil y sus fantasías; otras veces, comenzaba por el final aun cuando eso significara remontarse a las más extremadas especulaciones metafísicas. Todo ello depende de que se aprenda el lenguaje del paciente y se sigan los tanteos de su inconsciente en busca de la luz. Unos casos exigen un método y otros, otros. Eso es especialmente necesario cuando se quiere interpretar los sueños. Dos individuos distintos pueden tener casi exactamente el mismo sueño. (Lo cual, como pronto se descubre en la experiencia clínica, es más corriente de lo que pueda pensar el profano en la materia.) Pero, pongamos por caso, si uno de ellos es joven y el otro viejo, el problema que les preocupa es respectivamente distinto y resultaría absurdo a todas luces interpretar ambos sueños de la misma forma. Un ejemplo que me acude a la memoria es un sueño en el que un grupo de jóvenes van a caballo en campo abierto. El soñante va en cabeza alta y salta una zanja llena de agua y salva el obstáculo. Los demás del grupo caen en la zanja. Ahora bien, el primero que me contó ese sueño era un joven de tipo cauto e introvertido, que había llevado una vida atractiva y emprendedora. Cuando me contó el sueño, era ya un inválido que producía muchos problemas a su médico y su enfermera; de hecho, se había perjudicado por desobedecer las prescripciones médicas. Para mí era evidente que ese sueño decía al joven lo que debería hacer. Pero al anciano le decía lo que, en realidad, seguía haciendo. Mientras el sueño alentaba al dubitativo joven, el anciano, en cambio, no necesitaba que le alentaran; el espíritu emprendedor que aún aleteaba dentro de él era su mayor molestia. Este ejemplo muestra cómo la interpretación de sueños y símbolos depende en gran parte de las circunstancias individuales del soñante y del estado de su mente.
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