15 relatos y una crónica
HUGO GIOVANETTI VIOLA
CUARTA ENTREGA
EL HOMBRE DE NASARÉ
CUMPLÍ VEINTICINCO años mientras era probado en un pub de Barcelona que quedaba en un barrio cuyo nombre olvidé. Me dejaron cantar tres o cuatro milongas, me invitaron con un gin-tonic y prometieron contratarme cuando alguien saliera de gira. El que me llevó al pub fue un cantor uruguayo hijo de catalanes. Se llamaba Magin. Lo conocí a través de una pareja de uruguayos a quienes les llevé dulce de leche por encargo desde Montevideo. Ni siquiera me recibieron, pero me dieron una dirección por teléfono para que les dejara el tarro. La dirección era la de Magin y él estuvo simpático y al enterarse de que yo cantaba me presentó en el pub.
Ya eran casi las tres de la mañana cuando salimos en coche festejar mi cumpleaños. Me llevó a una reunión que había en la casa de otra pareja de uruguayos. En la fiesta encontramos tres parejas: los dueños de casa, un matrimonio madrileño y el matrimonio del dulce de leche. Las dos muchachas uruguayas tenían pelucas y estaban borrachas, pero la madrileña parecía Anouk Aimée vaciada de su vuelo. Se llamaba Maite. Era una muchacha tramposamente emparentada con las grandes ciudades: parecía hermosa sólo desde lejos. Yo la había visto por casualidad en el tren que me trajo a Barcelona dos días atrás, cuando bajo abrazada con su compañero en la estación de Calatayud a comprar un refresco que se tomaron abrazados. Estábamos parados en un corredor del tren mirando para afuera con un portugués enlutado de nostalgia aunque cuando vimos a los lunamieleros y nos intercambiamos una mirada de viudez, la juventud del hombre relampagueó en la luna de sus lentes.
EL PORTUGUÉS del tren se llamaba Sadi y había sido feliz en Nasaré, un pueblo de pescadores que queda 131 km. al norte de Lisboa. Yo conocí ese pueblo. Se debe llegar en ómnibus: un cacharro que demora cuatro horas en hacer un camino sembrado de ruinas donde suben mujeres con su traperío negro y sus cestos de huevos -o los pollos que gritan considerablemente menos que un campesino portugués. Nasaré es un declive encalado y fulgurante de casas torcidas y callecitas de hasta un metro y medio de ancho que desembocan en el oceáno Atlántico. Esa es la parte baja de la ciudad. El folclore pescador ya se ha vuelto un negocio, aunque eso no lo saben los gigantescos bueyes que humean en la playa cuando tiran de la red ni los hombres quemados por el tiempo, con sus bonetes frigios y una dignidad muda cocinada y salada por la luz. Me acuerdo que me senté en un bodegón a esperar que un muchacho cruzara la rambla trayendo sardinas coleantes. Las asaban envueltas en un aura de mar y las comí con ensalada y bastante cerveza. Después me tomé un trencito elevador para conocer las alturas de Nasaré, donde vivió Sadi con su esposa Constancia. La madrugada que llegábamos a Barcelona el hombre me mostró una foto familiar sacada junto a la iglesia: Constancia fue una mujer de ojos marinos y una terca sonrisa de vitral cayendo sobre sus hijos como un manto. Ahora los hijos estaban casados y vivían en Brasil, donde por primera vez iba a visitarlos, me contó el portugués. Pero no me contó por qué motivo había cruzado la península ibérica para venir a embarcarse en Barcelona.
MAITE SE había casado hacía muy poco, pero el tipo del tren no era su esposo. La confesó a las seis de la mañana, tirada sobre una alfombra color miel donde faltaba el halo de su luna. Me dijo que Sebastián -su compañero- no era más que un amigo y yo le pregunté desaprensivamente si se habían separado con el otro y ella me contestó que sólo para divertirse por un par de semanas. Después me acarició el pelo como a un corderito. Entonces la insulté. No me acuerdo muy bien cómo empezamos, pero todavía veo las cinco borracheras desorbitadas y uruguayas oyéndonos gritar. Sebastián se durmió sin atendernos. Maite frunció su labio superior y empezó a hacer un ruido sibilante. Tenía el pelo teñido y el rostro filoso concentrados en algo como mi alma. “Te va a hacer bien París” me dijo: “Vas a ver en París lo que es la vida” (y un racimo de gotas de gin negro le bajó de los ojos y se lo chupó). “Vas a ver en París que todo se revienta” gritó enroscándose contra la alfombra. Yo recogí en silencio mi estuche y mi gabán y me escapé en silencio del apartamento. Una de las muchachas uruguayas bajó a abrirme la puerta. En el marco del alba vi su cara con manchas de dulce de leche, como viejos pegotes de la patria.
Después me fui hasta las Ramblas portuarias tambaleando, aunque no por el gin. Era la mordedura de la cobra lo que me envenenaba el equilibrio. Me senté en una plaza del puerto y entendí oscuramente que al cumplir veinticinco los mareos se degradan de cómicos a cósmicos. Y entonces fue que apareció Sadi. Pasó sin verme -con sus dos valijas- y frenó frente a un banco de la plaza el tiempo necesario para hacerme adivinar que su luna de miel fue en Barcelona. Se recortado contra el amanecer, mientras Dona Constancia lo rodeaba de un halo de vitral que se agrandó en el viento hasta desenvolver mi bandera de luz inapelable.
PECES EN EL CIELO
CONZIEU QUEDA a 80 km. de Lyon y tiene más o menos la misma cantidad de habitantes estables. Fue edificado hace varios siglos en las orillas de una carretera que serpentea entre un cerro sembrado y verdísimos estribados al Jura. Más allá de los valles brillan los Alpes, como oleajes de piedra. En Conzieu no hay negocios, ye teníamos que caminar 5 km. para poder comprar vino y Gauloises en un pueblo vecino. Didiér Jenot me acompañaba silenciosamente con su perro Siki sin que ninguno hablara una palabra. Didiér tenía una cabeza grande y ondulada, y un resplandor querúbico rubiamente estancado bajo el paisaje de sus siete años.
La casa donde paré en Conzieu había sido levantada en el siglo XVI. Desde mi cuarto del primer piso se escuchaba la enorme respiración nocturna del arroyo que cruzaba detrás, palpitante de truchas y de robles. La casa tenía un olor hermosamente añejo a leña y a mujer. La mujer de esta historia se llamaba Janine y era una médica recién diplomada a los cincuenta y dos años -prima de mi mejor amigo- que visité por compromiso al llegar a Lyon. Hablaba el español muy bien y nos hicimos muy amigos y me invitó a pasar la semana en el campo. También llevamos a Didiér, su sobrino menor, que no aceptaba viajar sin Siki. Janine era una mujer alta y arrugada (y encantada y amarga y orgullosa) que no hablaba jamás de su tristeza. La primera mañana hicimos una excursión a Chambéry: nos sacamos fotos con Didiér frente a los elefantes de la fuente y comimos refuerzos hechos con pan y paté de campagne y nos reímos a gritos en la Citroën, pero al pasar por el lago donde se transparentaban las montañas vi que Janine lloraba ojos adentro.
AL ANOCHECER nos sentábamos frente al fuego y Didiér dibujaba y yo cantaba mientras iba vaciando mi botella. Janine me hablaba de la acupuntura con un manso entusiasmo. A medida que el fuego derramaba sus temblores de fuego entre mi sangre veía crecer creciendo a la mujer, con su olor a madera y su fe y su nostalgia. Se mojaba de luz el pelo de Didiér, que tras cada canción me regalaba una guitarra maravillosamente dibujada. La botella enviudaba reflejando sobre el lomo cobrizo de Siki -dormido entre el resplandor y la penumbra- y Janine aceptaba el vino suficiente como para poder resucitar la infancia de Conzieu. Me iba contando todo hasta su adolescencia -cuando conoció a su futuro marido en Chambéry- pero más adelante se callaba. Se volvía a enamorar y se callaba, y al acostarme solo yo pensaba en ella, que dormía enamorada en otra oscuridad.
Una tarde salimos a caminar los cuatro con un paquete de magdalenas bajo el brazo. Al salir de la casa y bajar la calleja empedrada que entronca con la carretera casi nos atropella una banda de vacas. Después apareció el arriero y saludó a Janine con la cabeza. Janine me llevó primero a la casa donde vivió Berlioz durante un tiempo y después y después a la ex-cueva de Gertrude Stein. En ese momento subíamos una cuesta de pasto que termina en la iglesia y que estaba empedrada de margaritas. Didiér y Siki corrieron adelante nuestro pisoteando las flores sombreadas de azul, mientras nosotros masticábamos otra magdalena. “¿Sabe lo que dijo Didiér este mes pasado cuando escuchó por la televisión que había muerto Picasso?” me preguntó Janine. Y agregó sin reírse: “Qué el iba a ser su sucesor. ¿No le parece raro?”. En ese momento sonaron seis campanadas y entramos brevemente a la iglesia y al salir conocí el cementerio. El olor de la muerte apareció grabado sobre algunos granitos donde decía Peleando contra los nazis. Yo miré a la mujer y pensé que ella también debía tener su muerto, aunque no allí debajo. Ella no dijo nada.
EL ARROYO que bordeaba la casa iba a dar a unos lagos donde bajo la sombra de los robles Didiér pescaba truchas atornasoladas. La mujer no iba nunca con nosotros. La penúltima tarde empezó a llover fuerte y volvimos corriendo de los lagos y encontramos a Janine frente a un fuego prematuro y yo abrí la botella prematuramente. Didiér parecía incendiado por un resplandor más rubio que el del fuego. Se arrinconó en silencio y dibujó y pintó con empecinamiento, sin mirar a Siki ni comer magdalenas ni repetirme las ocho palabras que le enseñé a decir en español. Después trajo el dibujo -que se llamaba Peces en el cielo- y fue maravilloso ver los hilos azules lloviendo hasta el fondo del lago, donde un puñado de hombres niñados se bañaba sonriendo. Pero para Janine no fue maravilloso. Primero clavó los ojos en el fuego y un reflejo amarillo los mojó. Se quedó un rato largo en esa posición hasta que Didiér salió corriendo escaleras arriba, persiguiendo a su perro. “Mi marido fue enterrado en el lago junto con otros veinte” dijo Janine al rato: “Nos habíamos casado hacía seis meses y llegaron los nazis”. Yo no le dije nada y ella se secó. “Se le debe haber escapado algún comentario a mi cuñado, estoy segura” siguiendo protestando a ciegas la mujer: “Mi cuñado es idiota pero Didiér no. ¿Qué se creerá ese idiota?”.
No le dije lo que yo creía.
LOS TRAGAFUEGOS
AL TRAGAFUEGOS no lo conocimos en Le Bateau Ivre sino unos cuantos meses antes, cuando pasábamos el plato en la place du Tertre o en la place de la Contrescarpe, y terminábamos rajando en patota de la bocina de la policía. Pero por ese tiempo sólo me hacía una gracia triste ver al árabe flaco echando llamaradas que incendiaban las barbas de la noche, retorciendo un reflejo en su pecho desnudo. Unos meses después -cuando nosotros conseguimos media docena de pizzerías que recorríamos con un horario fijo todas las santas noches- lo volvimos a ver como número de fondo en el circo callejero de la rue de la Huchette. A una determinada hora se formaba un gran círculo de gente, y la cosa empezaba con unos mimos disfrazados de saltimbanquis de Picasso que se hacían escribir pedidos sobre la vereda. Iban dando la vuelta y ofreciendo tizas y la gente escribía pedidos lamentables: vi saltimbanquis hasta hacer de perros, levantando la pata y mimando ladridos por un maldito franco. (Entre número y número se metía un jipi asqueante con un gato vendado bajo el brazo y escribía en cuatro idiomas -con tizas de colores- un delirante S.O.S. para salvar al bicho. Una vez lloró a gritos y sacó treinta francos de una pasada. El gato no podía escaparse porque las vendas siempre le trababan dos patas, por lo menos.) Después actuaba alguna banda nórdica de una estupidez máxima, y al final le tocaba al tragafuegos. Esa vez me di cuenta que era un vocacional, porque nunca había visto ningún tragafuegos que cerrara los ojos antes de iluminarse. Él cerraba los ojos mientras hacía el gran buche con la nafta, y después levantaba su antorcha de trapo y antorchaba la noche y entreabría la mirada: nos miraba en la luz, enamoradamente.
CUANDO LLEGÓ la crisis del petróleo los mangueros del barrio nos fuimos a pique. Era invierno, y aunque nos agenciamos un trabajo caliente y fijo con el trío (siempre pasando el plato, por supuesto) tuvimos que bancar una punta de noches de cero franco. Por lo menos cenábamos gratis y con canilla libre: un vino que le hubiera servido de combustible a cualquier tragafuegos. Eran noches borrachas lluviosamente amargas, porque después de algunos meses uno se daba cuenta que París no era sólo el ombligo del mundo, sino el cráter del cielo que se nos arrancó. Yo pegaba la frente contra el vidrio mojado del Bateau y observaba la casa donde murió Verlaine y escribió Papá Hemingway y ahora me daba cuenta que no podía escribirse de París sin haber muerto a palos.
Alguna de esas noches cayó el tragafuegos. Me enteré que era amigo de Amed, el cocinero del Bateau que nos llenaba el vaso interminablemente y nos servía las salvadoras frites de contrabando después de la primera o segunda manga. Nosotros estábamos invitados a tomar unas copas con el cocinero al salir del trabajo, para vencer la pálida. Amed era un marroquí gordo y calvo y bigotudo, verdadero campeón manejando el cuchillo. Claro que en el Bateau solamente ensartaba las costillas gigantes, aunque había des histories circulando en el barrio de La Contrescarpe sobre su vida en Tánger. Yo era su amigo y me importaba un cuerno lo que podía haber sido, siempre que nos contrabandeara aquellas frites con sudado cariño.
Al artista del fuego no le cayó muy bien salir de copas, me dio la impresión. Había entrado al Bateau vestido con una gran túnica perfectamente blanca y saludado a Amed moviendo la cabeza. Aceptó una sangría y bebió despacio, masticando las frutas y admirando el color delicado del vino mejorado por jugos verdaderos. Era un hombre que no debía tener ni treinta y cinco años, con unos ojos negros que rezumaban todas las palabras que jamás pronunciaba su chamuscada boca. Aceptó acompañarnos sin complicidad ni cortesía ni nada que no fuera ternura lastimosa. Al cerrar el Bateau bajamos por la rue Clovis y después por la Cardinal Lemoine hasta cruzar apenas la rue des Écoles, y entramos a un boliche donde Amed era un hombre respetado por travestis y yiras y reventados de todos colores. Nos pagó copas hasta retorcernos, amenazando siempre con la ofensa si decíamos que no. Pero yo me di cuenta de que al tragafuegos no loa acosaba. Había una máquina de discos funcionando al costado de la puerta, y el tragafuegos se había ensimismado frente a un vaso de vino que ni terminó. Hubo un momento en que necesité respirar otro mundo -y parir otro mundo- como si me muriera, y subí al desnivel donde estaba la máquina. Puse una ficha para escuchar Yesterday por Ray Charles, me acuerdo, y una pelirroja que se besuqueaba con un travesti se acercó y me arañó desorbitadamente. Yo miré al tragafuegos y vi cómo sacaba la botella de nafta de abajo de la túnica y antorchaba el boliche entre las griterías y el rebrillo brumoso del cuchillo de Amed, que se paró adelante a defendernos con los ojos hinchados por el fin de la noche.
LE MÉTIER TRISTE
LA TABERNA española se llama La Reja y quedaba en la rue de la Cossonnerie, una callecita de una cuadra que ni los taxistas conocen. Había sido una calle más larga cuando existía el mercado de Les Halles, pero ahora no era más que un tramo de 50 metros truncado por una excavación turbiamente lunar. Los que venían a la taberna por el Boulevard Sébastopol podían ser hasta cónsules -ya que La Reja figuraba en todas las guías turísticas y hasta llegó a ser calificada por Le Nouvel Observateur como un lugar auténtico- pero de la rue Saint-Denis nos caían mariposas de la noche. Todo era bienvenido. Para entrar se bajaba una escalera que doblaba a la izquierda otro par de escalones y antes se podía ver la cartelera iluminada donde había, a fines de mi segundo otoño en París, un gran retrato de Pepe el Sopo (un gitano francés que cantaba y bailaba flamenco) y otro del trío Jamaica y otro de un cantor guatemalteco que Pepillo bautizó Picaflor. Pepillo era un sevillano cuarentón que hacía el bar y las mesas y a veces metía clima palmeándome hasta los tangos. Cuando lo conocí me pareció el marido de Dolores, la cocinera. Pero Dolores estaba embarazada de un gallego gritón que le llevaba casi treinta años y era el patrón de esta taberna y de otras. El patrón tenía un perro que Dolores amaba, sin embargo: se llamaba Poeta. La noche que debutamos -con el trío- en La Reja, el patrón nos pagó al amanecer y le hizo un gesto a Pepillo para que colocara un disco donde una voz antigua de mujer levantaba sus penas a la Virgen. Entonces el ovejero se puso a cantar. No era aullido: era un canto con varias notas nítidas que se ceñían al vuelo doloroso. Sólo aquel disco le arrancaba el canto. Sólo lo hacían cantar cuando venía alguien nuevo a la taberna, y en el ruedo del alba el Poeta nos salvaba.
LOS CANTORES comíamos temprano sentados en el mostrador. Había buena comida: tortillas, cocidos, paellas y un aceptable tinto de la casa y en ocasiones un Sangre de Toro -aunque ese vino lo tenía que pagar algún cliente forrado. Durante aquel otoño cenábamos a solas con Picaflor y nos servía Dolores, la mujer del patrón. Dolores era tan seca como hermosa, pero aquel embarazo la aureolaba. La noche que trajo al niño por primera vez a la taberna se había puesto un vestido demasiado justo, se había ultrajado el rostro con pintura y cuando el Poeta corrió a recibirlos le pegó una patada en el hocico. “Cuidado, bestia” le gritó: “Es un niño”. Poeta se arrinconó a mirarla mansamente.
PEPE EL Sopo cantaba como un escuerzo pero bailaba con ojos de cobra. Traías sucias mujeres que lo acariciaban y una noche lluviosa se metió otra mujer con un vientre con punta y gritó hasta rabiar que era su esposa. Pepe se la llevó por la escalera y a los pocos segundos ella bajó de nuevo pero en vuelo. Hubo un gran grito gris cuando llovió su pelo por la madrugada. Poeta lamió el silencio de aquella mujer hasta que la pusieron en una ambulancia, mientras Pepe rajaba de la policía.
Esa madrugada yo me quedé sentado en la barra con una francesa estudiante de veterinaria. No me obligaron a cantar, por suerte. Justo cuando me llevaba a la chiquilina alguien colocó el disco de Nuestra Señora y escuchamos cantar al ovejero. Pero cuando la sombra se transformó en festejo bajo el vuelo asombroso del Poeta, la francesa empezó a llorar sin hacer ruido. “Canta porque le duelen los oídos” me explicó al terminar, deshuellándose las lágrimas: “Es un crimen lo que le hacen hacer. Hay que decirles”. Yo me acordé de algo que dijo Hemingway y del nombre del perro y no quise explicarle que hay un métier más triste que la misma guerra.
1977-78
HUGO GIOVANETTI VIOLA
CUARTA ENTREGA
EL HOMBRE DE NASARÉ
CUMPLÍ VEINTICINCO años mientras era probado en un pub de Barcelona que quedaba en un barrio cuyo nombre olvidé. Me dejaron cantar tres o cuatro milongas, me invitaron con un gin-tonic y prometieron contratarme cuando alguien saliera de gira. El que me llevó al pub fue un cantor uruguayo hijo de catalanes. Se llamaba Magin. Lo conocí a través de una pareja de uruguayos a quienes les llevé dulce de leche por encargo desde Montevideo. Ni siquiera me recibieron, pero me dieron una dirección por teléfono para que les dejara el tarro. La dirección era la de Magin y él estuvo simpático y al enterarse de que yo cantaba me presentó en el pub.
Ya eran casi las tres de la mañana cuando salimos en coche festejar mi cumpleaños. Me llevó a una reunión que había en la casa de otra pareja de uruguayos. En la fiesta encontramos tres parejas: los dueños de casa, un matrimonio madrileño y el matrimonio del dulce de leche. Las dos muchachas uruguayas tenían pelucas y estaban borrachas, pero la madrileña parecía Anouk Aimée vaciada de su vuelo. Se llamaba Maite. Era una muchacha tramposamente emparentada con las grandes ciudades: parecía hermosa sólo desde lejos. Yo la había visto por casualidad en el tren que me trajo a Barcelona dos días atrás, cuando bajo abrazada con su compañero en la estación de Calatayud a comprar un refresco que se tomaron abrazados. Estábamos parados en un corredor del tren mirando para afuera con un portugués enlutado de nostalgia aunque cuando vimos a los lunamieleros y nos intercambiamos una mirada de viudez, la juventud del hombre relampagueó en la luna de sus lentes.
EL PORTUGUÉS del tren se llamaba Sadi y había sido feliz en Nasaré, un pueblo de pescadores que queda 131 km. al norte de Lisboa. Yo conocí ese pueblo. Se debe llegar en ómnibus: un cacharro que demora cuatro horas en hacer un camino sembrado de ruinas donde suben mujeres con su traperío negro y sus cestos de huevos -o los pollos que gritan considerablemente menos que un campesino portugués. Nasaré es un declive encalado y fulgurante de casas torcidas y callecitas de hasta un metro y medio de ancho que desembocan en el oceáno Atlántico. Esa es la parte baja de la ciudad. El folclore pescador ya se ha vuelto un negocio, aunque eso no lo saben los gigantescos bueyes que humean en la playa cuando tiran de la red ni los hombres quemados por el tiempo, con sus bonetes frigios y una dignidad muda cocinada y salada por la luz. Me acuerdo que me senté en un bodegón a esperar que un muchacho cruzara la rambla trayendo sardinas coleantes. Las asaban envueltas en un aura de mar y las comí con ensalada y bastante cerveza. Después me tomé un trencito elevador para conocer las alturas de Nasaré, donde vivió Sadi con su esposa Constancia. La madrugada que llegábamos a Barcelona el hombre me mostró una foto familiar sacada junto a la iglesia: Constancia fue una mujer de ojos marinos y una terca sonrisa de vitral cayendo sobre sus hijos como un manto. Ahora los hijos estaban casados y vivían en Brasil, donde por primera vez iba a visitarlos, me contó el portugués. Pero no me contó por qué motivo había cruzado la península ibérica para venir a embarcarse en Barcelona.
MAITE SE había casado hacía muy poco, pero el tipo del tren no era su esposo. La confesó a las seis de la mañana, tirada sobre una alfombra color miel donde faltaba el halo de su luna. Me dijo que Sebastián -su compañero- no era más que un amigo y yo le pregunté desaprensivamente si se habían separado con el otro y ella me contestó que sólo para divertirse por un par de semanas. Después me acarició el pelo como a un corderito. Entonces la insulté. No me acuerdo muy bien cómo empezamos, pero todavía veo las cinco borracheras desorbitadas y uruguayas oyéndonos gritar. Sebastián se durmió sin atendernos. Maite frunció su labio superior y empezó a hacer un ruido sibilante. Tenía el pelo teñido y el rostro filoso concentrados en algo como mi alma. “Te va a hacer bien París” me dijo: “Vas a ver en París lo que es la vida” (y un racimo de gotas de gin negro le bajó de los ojos y se lo chupó). “Vas a ver en París que todo se revienta” gritó enroscándose contra la alfombra. Yo recogí en silencio mi estuche y mi gabán y me escapé en silencio del apartamento. Una de las muchachas uruguayas bajó a abrirme la puerta. En el marco del alba vi su cara con manchas de dulce de leche, como viejos pegotes de la patria.
Después me fui hasta las Ramblas portuarias tambaleando, aunque no por el gin. Era la mordedura de la cobra lo que me envenenaba el equilibrio. Me senté en una plaza del puerto y entendí oscuramente que al cumplir veinticinco los mareos se degradan de cómicos a cósmicos. Y entonces fue que apareció Sadi. Pasó sin verme -con sus dos valijas- y frenó frente a un banco de la plaza el tiempo necesario para hacerme adivinar que su luna de miel fue en Barcelona. Se recortado contra el amanecer, mientras Dona Constancia lo rodeaba de un halo de vitral que se agrandó en el viento hasta desenvolver mi bandera de luz inapelable.
PECES EN EL CIELO
CONZIEU QUEDA a 80 km. de Lyon y tiene más o menos la misma cantidad de habitantes estables. Fue edificado hace varios siglos en las orillas de una carretera que serpentea entre un cerro sembrado y verdísimos estribados al Jura. Más allá de los valles brillan los Alpes, como oleajes de piedra. En Conzieu no hay negocios, ye teníamos que caminar 5 km. para poder comprar vino y Gauloises en un pueblo vecino. Didiér Jenot me acompañaba silenciosamente con su perro Siki sin que ninguno hablara una palabra. Didiér tenía una cabeza grande y ondulada, y un resplandor querúbico rubiamente estancado bajo el paisaje de sus siete años.
La casa donde paré en Conzieu había sido levantada en el siglo XVI. Desde mi cuarto del primer piso se escuchaba la enorme respiración nocturna del arroyo que cruzaba detrás, palpitante de truchas y de robles. La casa tenía un olor hermosamente añejo a leña y a mujer. La mujer de esta historia se llamaba Janine y era una médica recién diplomada a los cincuenta y dos años -prima de mi mejor amigo- que visité por compromiso al llegar a Lyon. Hablaba el español muy bien y nos hicimos muy amigos y me invitó a pasar la semana en el campo. También llevamos a Didiér, su sobrino menor, que no aceptaba viajar sin Siki. Janine era una mujer alta y arrugada (y encantada y amarga y orgullosa) que no hablaba jamás de su tristeza. La primera mañana hicimos una excursión a Chambéry: nos sacamos fotos con Didiér frente a los elefantes de la fuente y comimos refuerzos hechos con pan y paté de campagne y nos reímos a gritos en la Citroën, pero al pasar por el lago donde se transparentaban las montañas vi que Janine lloraba ojos adentro.
AL ANOCHECER nos sentábamos frente al fuego y Didiér dibujaba y yo cantaba mientras iba vaciando mi botella. Janine me hablaba de la acupuntura con un manso entusiasmo. A medida que el fuego derramaba sus temblores de fuego entre mi sangre veía crecer creciendo a la mujer, con su olor a madera y su fe y su nostalgia. Se mojaba de luz el pelo de Didiér, que tras cada canción me regalaba una guitarra maravillosamente dibujada. La botella enviudaba reflejando sobre el lomo cobrizo de Siki -dormido entre el resplandor y la penumbra- y Janine aceptaba el vino suficiente como para poder resucitar la infancia de Conzieu. Me iba contando todo hasta su adolescencia -cuando conoció a su futuro marido en Chambéry- pero más adelante se callaba. Se volvía a enamorar y se callaba, y al acostarme solo yo pensaba en ella, que dormía enamorada en otra oscuridad.
Una tarde salimos a caminar los cuatro con un paquete de magdalenas bajo el brazo. Al salir de la casa y bajar la calleja empedrada que entronca con la carretera casi nos atropella una banda de vacas. Después apareció el arriero y saludó a Janine con la cabeza. Janine me llevó primero a la casa donde vivió Berlioz durante un tiempo y después y después a la ex-cueva de Gertrude Stein. En ese momento subíamos una cuesta de pasto que termina en la iglesia y que estaba empedrada de margaritas. Didiér y Siki corrieron adelante nuestro pisoteando las flores sombreadas de azul, mientras nosotros masticábamos otra magdalena. “¿Sabe lo que dijo Didiér este mes pasado cuando escuchó por la televisión que había muerto Picasso?” me preguntó Janine. Y agregó sin reírse: “Qué el iba a ser su sucesor. ¿No le parece raro?”. En ese momento sonaron seis campanadas y entramos brevemente a la iglesia y al salir conocí el cementerio. El olor de la muerte apareció grabado sobre algunos granitos donde decía Peleando contra los nazis. Yo miré a la mujer y pensé que ella también debía tener su muerto, aunque no allí debajo. Ella no dijo nada.
EL ARROYO que bordeaba la casa iba a dar a unos lagos donde bajo la sombra de los robles Didiér pescaba truchas atornasoladas. La mujer no iba nunca con nosotros. La penúltima tarde empezó a llover fuerte y volvimos corriendo de los lagos y encontramos a Janine frente a un fuego prematuro y yo abrí la botella prematuramente. Didiér parecía incendiado por un resplandor más rubio que el del fuego. Se arrinconó en silencio y dibujó y pintó con empecinamiento, sin mirar a Siki ni comer magdalenas ni repetirme las ocho palabras que le enseñé a decir en español. Después trajo el dibujo -que se llamaba Peces en el cielo- y fue maravilloso ver los hilos azules lloviendo hasta el fondo del lago, donde un puñado de hombres niñados se bañaba sonriendo. Pero para Janine no fue maravilloso. Primero clavó los ojos en el fuego y un reflejo amarillo los mojó. Se quedó un rato largo en esa posición hasta que Didiér salió corriendo escaleras arriba, persiguiendo a su perro. “Mi marido fue enterrado en el lago junto con otros veinte” dijo Janine al rato: “Nos habíamos casado hacía seis meses y llegaron los nazis”. Yo no le dije nada y ella se secó. “Se le debe haber escapado algún comentario a mi cuñado, estoy segura” siguiendo protestando a ciegas la mujer: “Mi cuñado es idiota pero Didiér no. ¿Qué se creerá ese idiota?”.
No le dije lo que yo creía.
LOS TRAGAFUEGOS
AL TRAGAFUEGOS no lo conocimos en Le Bateau Ivre sino unos cuantos meses antes, cuando pasábamos el plato en la place du Tertre o en la place de la Contrescarpe, y terminábamos rajando en patota de la bocina de la policía. Pero por ese tiempo sólo me hacía una gracia triste ver al árabe flaco echando llamaradas que incendiaban las barbas de la noche, retorciendo un reflejo en su pecho desnudo. Unos meses después -cuando nosotros conseguimos media docena de pizzerías que recorríamos con un horario fijo todas las santas noches- lo volvimos a ver como número de fondo en el circo callejero de la rue de la Huchette. A una determinada hora se formaba un gran círculo de gente, y la cosa empezaba con unos mimos disfrazados de saltimbanquis de Picasso que se hacían escribir pedidos sobre la vereda. Iban dando la vuelta y ofreciendo tizas y la gente escribía pedidos lamentables: vi saltimbanquis hasta hacer de perros, levantando la pata y mimando ladridos por un maldito franco. (Entre número y número se metía un jipi asqueante con un gato vendado bajo el brazo y escribía en cuatro idiomas -con tizas de colores- un delirante S.O.S. para salvar al bicho. Una vez lloró a gritos y sacó treinta francos de una pasada. El gato no podía escaparse porque las vendas siempre le trababan dos patas, por lo menos.) Después actuaba alguna banda nórdica de una estupidez máxima, y al final le tocaba al tragafuegos. Esa vez me di cuenta que era un vocacional, porque nunca había visto ningún tragafuegos que cerrara los ojos antes de iluminarse. Él cerraba los ojos mientras hacía el gran buche con la nafta, y después levantaba su antorcha de trapo y antorchaba la noche y entreabría la mirada: nos miraba en la luz, enamoradamente.
CUANDO LLEGÓ la crisis del petróleo los mangueros del barrio nos fuimos a pique. Era invierno, y aunque nos agenciamos un trabajo caliente y fijo con el trío (siempre pasando el plato, por supuesto) tuvimos que bancar una punta de noches de cero franco. Por lo menos cenábamos gratis y con canilla libre: un vino que le hubiera servido de combustible a cualquier tragafuegos. Eran noches borrachas lluviosamente amargas, porque después de algunos meses uno se daba cuenta que París no era sólo el ombligo del mundo, sino el cráter del cielo que se nos arrancó. Yo pegaba la frente contra el vidrio mojado del Bateau y observaba la casa donde murió Verlaine y escribió Papá Hemingway y ahora me daba cuenta que no podía escribirse de París sin haber muerto a palos.
Alguna de esas noches cayó el tragafuegos. Me enteré que era amigo de Amed, el cocinero del Bateau que nos llenaba el vaso interminablemente y nos servía las salvadoras frites de contrabando después de la primera o segunda manga. Nosotros estábamos invitados a tomar unas copas con el cocinero al salir del trabajo, para vencer la pálida. Amed era un marroquí gordo y calvo y bigotudo, verdadero campeón manejando el cuchillo. Claro que en el Bateau solamente ensartaba las costillas gigantes, aunque había des histories circulando en el barrio de La Contrescarpe sobre su vida en Tánger. Yo era su amigo y me importaba un cuerno lo que podía haber sido, siempre que nos contrabandeara aquellas frites con sudado cariño.
Al artista del fuego no le cayó muy bien salir de copas, me dio la impresión. Había entrado al Bateau vestido con una gran túnica perfectamente blanca y saludado a Amed moviendo la cabeza. Aceptó una sangría y bebió despacio, masticando las frutas y admirando el color delicado del vino mejorado por jugos verdaderos. Era un hombre que no debía tener ni treinta y cinco años, con unos ojos negros que rezumaban todas las palabras que jamás pronunciaba su chamuscada boca. Aceptó acompañarnos sin complicidad ni cortesía ni nada que no fuera ternura lastimosa. Al cerrar el Bateau bajamos por la rue Clovis y después por la Cardinal Lemoine hasta cruzar apenas la rue des Écoles, y entramos a un boliche donde Amed era un hombre respetado por travestis y yiras y reventados de todos colores. Nos pagó copas hasta retorcernos, amenazando siempre con la ofensa si decíamos que no. Pero yo me di cuenta de que al tragafuegos no loa acosaba. Había una máquina de discos funcionando al costado de la puerta, y el tragafuegos se había ensimismado frente a un vaso de vino que ni terminó. Hubo un momento en que necesité respirar otro mundo -y parir otro mundo- como si me muriera, y subí al desnivel donde estaba la máquina. Puse una ficha para escuchar Yesterday por Ray Charles, me acuerdo, y una pelirroja que se besuqueaba con un travesti se acercó y me arañó desorbitadamente. Yo miré al tragafuegos y vi cómo sacaba la botella de nafta de abajo de la túnica y antorchaba el boliche entre las griterías y el rebrillo brumoso del cuchillo de Amed, que se paró adelante a defendernos con los ojos hinchados por el fin de la noche.
LE MÉTIER TRISTE
LA TABERNA española se llama La Reja y quedaba en la rue de la Cossonnerie, una callecita de una cuadra que ni los taxistas conocen. Había sido una calle más larga cuando existía el mercado de Les Halles, pero ahora no era más que un tramo de 50 metros truncado por una excavación turbiamente lunar. Los que venían a la taberna por el Boulevard Sébastopol podían ser hasta cónsules -ya que La Reja figuraba en todas las guías turísticas y hasta llegó a ser calificada por Le Nouvel Observateur como un lugar auténtico- pero de la rue Saint-Denis nos caían mariposas de la noche. Todo era bienvenido. Para entrar se bajaba una escalera que doblaba a la izquierda otro par de escalones y antes se podía ver la cartelera iluminada donde había, a fines de mi segundo otoño en París, un gran retrato de Pepe el Sopo (un gitano francés que cantaba y bailaba flamenco) y otro del trío Jamaica y otro de un cantor guatemalteco que Pepillo bautizó Picaflor. Pepillo era un sevillano cuarentón que hacía el bar y las mesas y a veces metía clima palmeándome hasta los tangos. Cuando lo conocí me pareció el marido de Dolores, la cocinera. Pero Dolores estaba embarazada de un gallego gritón que le llevaba casi treinta años y era el patrón de esta taberna y de otras. El patrón tenía un perro que Dolores amaba, sin embargo: se llamaba Poeta. La noche que debutamos -con el trío- en La Reja, el patrón nos pagó al amanecer y le hizo un gesto a Pepillo para que colocara un disco donde una voz antigua de mujer levantaba sus penas a la Virgen. Entonces el ovejero se puso a cantar. No era aullido: era un canto con varias notas nítidas que se ceñían al vuelo doloroso. Sólo aquel disco le arrancaba el canto. Sólo lo hacían cantar cuando venía alguien nuevo a la taberna, y en el ruedo del alba el Poeta nos salvaba.
LOS CANTORES comíamos temprano sentados en el mostrador. Había buena comida: tortillas, cocidos, paellas y un aceptable tinto de la casa y en ocasiones un Sangre de Toro -aunque ese vino lo tenía que pagar algún cliente forrado. Durante aquel otoño cenábamos a solas con Picaflor y nos servía Dolores, la mujer del patrón. Dolores era tan seca como hermosa, pero aquel embarazo la aureolaba. La noche que trajo al niño por primera vez a la taberna se había puesto un vestido demasiado justo, se había ultrajado el rostro con pintura y cuando el Poeta corrió a recibirlos le pegó una patada en el hocico. “Cuidado, bestia” le gritó: “Es un niño”. Poeta se arrinconó a mirarla mansamente.
PEPE EL Sopo cantaba como un escuerzo pero bailaba con ojos de cobra. Traías sucias mujeres que lo acariciaban y una noche lluviosa se metió otra mujer con un vientre con punta y gritó hasta rabiar que era su esposa. Pepe se la llevó por la escalera y a los pocos segundos ella bajó de nuevo pero en vuelo. Hubo un gran grito gris cuando llovió su pelo por la madrugada. Poeta lamió el silencio de aquella mujer hasta que la pusieron en una ambulancia, mientras Pepe rajaba de la policía.
Esa madrugada yo me quedé sentado en la barra con una francesa estudiante de veterinaria. No me obligaron a cantar, por suerte. Justo cuando me llevaba a la chiquilina alguien colocó el disco de Nuestra Señora y escuchamos cantar al ovejero. Pero cuando la sombra se transformó en festejo bajo el vuelo asombroso del Poeta, la francesa empezó a llorar sin hacer ruido. “Canta porque le duelen los oídos” me explicó al terminar, deshuellándose las lágrimas: “Es un crimen lo que le hacen hacer. Hay que decirles”. Yo me acordé de algo que dijo Hemingway y del nombre del perro y no quise explicarle que hay un métier más triste que la misma guerra.
1977-78
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