sábado

TENER HAMBRE Y SED DE DIOS / UNA ESPIRITUALIDAD DEL DESEO

por
HERWIK ARTS

SEGUNDA ENTREGA
En la línea de Kant, numerosos filósofos modernos han señalado sin cesar el hecho de que el hombre nunca alcanza la verdad final. En otras palabras, que la realidad es mucho más vasta que lo que puede abarcar la razón. Lo sorprendente, sin embargo, es que el hombre jamás abandona esa búsqueda del fondo último. Aun sabiendo que está lejos de comprender todo, busca, no obstante, comprender “todo”. En otras palabras, no sólo sabe que existe mucho más de lo que él puede conseguir hablando racionalmente, sino también que ese “mucho más” no le abandona. Esto le fascina y le intriga y le empuja constantemente a buscar más allá. Gracias a la revelación sabe el creyente en qué consiste de hecho ese “mucho más” o ese “todo”. El creyente sabe que el espíritu humano es tan exigente que no podrá declararse satisfecho si no es con Dios.

“Pese a las pretensiones de positivistas, pragmáticos y escépticos… la búsqueda del fondo último de cada cosa es tanto una parte inseparable de la cultura humana como la negación de la posibilidad teórica de su conocimiento”, escribe Kolakowski (5). Señala que “nuestra búsqueda inquieta de la Verdad y la Realidad finales (que él escribe con mayúsculas) forman parte integrante de la cultura y del espíritu humano… por eso es fácil entender que jamás quedará satisfecho con nada que no sea el Absoluto”.

Sobre las pruebas filosóficas de la existencia de Dios, se ha dicho a veces que estas llegan inevitablemente o bien demasiado tarde o bien demasiado pronto: demasiado tarde para los que ya creen y demasiado pronto para los que todavía no han sido tocados por la luz de la fe. Sin embargo esta sed inextinguible del Absoluto es por lo menos un “signo” del interés irrefutable de este Absoluto al que el cristiano le da claramente nombre, como ya hemos indicado. Referente a los paganos escribía Pablo: “vosotros veneráis sin conocer” y “buscan a Dios y quizá le encuentren a tientas” (Act 23 y 27). Sin embargo, el creyente encuentra en las Escrituras nombres, no sólo para designar el Absoluto, sino sobre todo, para invocarlo y para entrar de hecho en contacto con él.

El filósofo marxista E. Bloch comparó al ser humano con un laboratorio en el que se busca activamente la fórmula de la mayor felicidad posible aquí en la tierra. “Homo est laboratorium beatitudinis possibilitis”. Esta “posibilidad” de felicidad es, a los ojos del creyente, mucho mayor, más duradera y más completa que a los ojos del no creyente. Este último, por otra parte, busca su felicidad por la fuerza de las cosas “a corto plazo”, es decir, en el marco de la vida terrena. Una felicidad que desaparece, por tanto, lo más tarde en el momento de su muerte.

Es un hecho que la búsqueda de la verdadera felicidad no es tarea fácil. Todos los sabios, los filósofos, los gurúes y los maestros espirituales de la historia han considerado que su deber era aportar su contribución para ello. Quizá sea necesario decir: no siempre con un resultado verdaderamente satisfactorio. Por eso podía escribir Newman con toda razón: “La administración de nuestro corazón es una tarea que sobrepasa nuestras posibilidades. Por eso vale más para ello levantar los ojos hacia Dios… Además, sólo Dios sabe dónde se encuentra mi mayor felicidad. Yo mismo no lo sé… Dios nos lleva a veces por caminos muy extraños. Sin embargo sabemos que Él sólo quiere nuestra felicidad… Somos como los ciegos: abandonados a nosotros mismos tomaríamos probablemente el camino equivocado. Por eso debemos dejar en sus manos el camino (6)”. En otras palabras, en el laboratorio del creyente, el Espíritu de Dios es el gran inspirador, Cristo es el guía seguro y el Padre es el “terminus ad quem” o el “punto omega”.

Igual que un amante que no quiere oír hablar de una felicidad en que tenga que renunciar a su amada, así el creyente no puede imaginar una felicidad en que tenga que renunciar al Eterno.

El psicoanálisis ha subrayado que los deseos fundamentales insatisfechos -y por tanto rechazados- desembocan en el depósito en fermentación del subconsciente donde se convierten en “frustraciones” que se “vengan” a través de diferentes complejos. El creyente no se asombra, en modo alguno, de que muchos de sus contemporáneos presenten una especie de infelicidad, llena de hastío, que se manifiesta como falta de alegría y de esperanza en el porvenir. Como la famosa paciente Ana O. de Freud no era consciente de su carencia en el campo de la sexualidad -a causa de una educación pudibunda-, así también el hombre moderno es raramente consciente de que sufre por una falta de espiritualidad, es decir, por la ausencia del Absoluto, de Dios, por tanto, en su vida.

Al igual que Ana O., el no creyente no se da cuenta de lo que le falta: como ella ha rechazado un deseo fundamental (el de Dios). El rechazo actual del deseo de Trascendencia, de Absoluto o de lo Divino nada tiene que ver, naturalmente, con un puritanismo pudibundo, pero tiene mucho que ver con un materialismo cerrado.
Los deseos jamás se despiertan automáticamente en el hombre. Incluso los deseos más evidentes. Testigos de ello son la necesidad de pornografía y de afrodisíacos para la sexualidad, de estimulantes para el apetito o de golosinas saladas para despertar artificialmente la sed. El hombre no toma conciencia de su deseo de Dios más que cuando consigue integrar en su vida un cierto sentido de lo sagrado y crear un mínimo de ambiente religioso y de silencio, y sobre todo si está abierto al testimonio de los que llegan a evocar a Dios.

La frase de La Rochefoucauld sobre el amor erótico también se puede aplicar sobre el amor a Dios: “Hay personas que probablemente nunca llegarían a estar enamoradas si no se les hubiera hablado del amor”. Hay gentes que probablemente nunca hubieran llegado al deseo de Dios si no hubieran oído hablar de Dios de modo atractivo. De hecho nadie va a Dios antes de que le haya toca la Palabra de Dios. La fe y el deseo de Dios sólo germinan donde la semilla del Sembrador ha podido echar raíces. Todo esto según la palabra evangélica: “En el principio era la Palabra”.

Según C. G. Jung, todo hombre es portador de un cierto número de “arquetipos”. Ciertos “símbolos primitivos” de hecho tocan muy fuerte a todos los hombres. Nadie, por ejemplo, se queda impasible a la vista de la sangre, al asombro ante una cascada o al encanto de un fuego abierto. Estos arquetipos hacen una llamada directa a la imaginación humana y además de modo sugestivo.

En un nivel más profundo, según Jung, todo hombre lleva en sí el arquetipo de la mujer ideal, del padre perfecto, de la encarnación perfecta de Dios y del mal personificado (o “diablo”). Como el arquetipo de la mujer ideal impulsa al hombre a buscar a la mujer de sus sueños, así el arquetipo de Dios le hace seguir la pista de la imagen de Dios que mejor responde a su deseo de trascendencia. Algunos encuentran la confirmación de este arquetipo en la figura de Buda, Alá o Krishna. Otros, como el mismo Jung, en la persona de Jesucristo. Otros incluso llegan a la conclusión de que nada podrá satisfacer verdaderamente su deseo de Trascendencia o, en otras palabras, de que este deseo humano primitivo sólo corre detrás de una quimera.

El arquetipo de Dios llevaría, según ciertos psicólogos ateos, a un “fata morgana” o una especie de “wishful thinking”. En ese caso se olvida que un hombre sediento cree erróneamente ver agua, pero sólo porque este hombre sabe por experiencia que el agua existe realmente y que esa agua es capaz de saciar su sed. Pero ningún hombre sensato se imaginará nunca ver un dragón, un unicornio o un fantasma. Sabe, efectivamente, que estas criaturas no existen. Las obsesiones religiosas, sexuales o emocionales sólo son posibles porque la sexualidad, la vida afectiva y la religión son realidades importantes en la vida normal.

Los hombres a menudo buscan a Dios bajo la cobertura de uno u otro símbolo. Por eso algunos sueñan una celebración ideal de la noche de Navidad y siempre quedan decepcionados. Porque la celebración religiosa con recogimiento a la que aspiraban, en realidad era una búsqueda de Dios mismo. Otros se van en busca de una abadía lejana con mucho ambiente en la que esperan hacer la experiencia de una fuente de fe, de paz y de oración. Sin embargo, ninguna abadía podrá responder nunca a su deseo más profundo, puesto que lo que inconscientemente buscan es a Dios mismo. Otros gustan a veces retirarse a una isla escocesa lejana, donde se sientan fascinados por la montaña o por la soledad del desierto. Mientras construyen proyectos para una breve escapada o “retiro” fuera del mundo de la agitación, de la rutina, de la acción material o de una diversión superficial, en realidad lo que tienen es la nostalgia del mismo Dios, aunque no sean conscientes de ello la mayoría de las veces. Los hombres llevan dentro de sí ciertas “imágenes” (p.e., la cima de una montaña, un manantial, un claro de luna, un pájaro o un lago tranquilo) cuyo encuentro suscita en ellos una profunda nostalgia. Una nostalgia de “algo” a lo que generalmente no son capaces de ponerle nombre. Este “algo” es, parece ser, Dios mismo. La belleza poética de la creación, la sonrisa de la persona amada o la emoción que provoca una pieza de música son canales por los que se despierta en el hombre la sed de Absoluto. “Verweile doch, du bist so schön”. (“Detente, pues; ¡eres tan hermoso!”), en cita de Goethe.

El gran artista despierta también deseos adormecidos que parecen insaciables de hecho, es decir, que apuntan hacia el infinito. A propósito de la fe se puede decir lo que se ha aplicado a la poesía: es “algo así como un sentido secreto que no pueden percibir los ojos y los oídos ordinarios” (7). El artista ve, escucha y percibe cosas y, sobre todo, una dimensión más profunda de esas cosas, que escapan sencillamente al hombre prosaico, “realista”. Paradójicamente, el poeta en verdad siempre habla de lo “inexplicable”. Despierta en nosotros un hambre de algo sin lo cual ni siquiera supondríamos la existencia y que, en consecuencia, nunca nos habría faltado conscientemente.


4 comentarios:

martha harte dijo...

que bueno!!!!(lease con un suspiro....) seguiria leyendo y leyendo......

Anónimo dijo...

Este artículo lo aportó el poeta Pablo del Reino. Lo vio en el escritorio de uno de sus maestros carmelitas, se lo pidió, lo leyó y me lo envió. Para nosotros es oro poder compartirlo desde el blog. Un abrazo. Hugo.

Luis Manteiga Pousa dijo...

Del mismo modo que existe la Sed de Eternidad también existe el miedo a la Eternidad y del mismo modo que existe la sed de Absoluto supongo que existirá el miedo al Absoluto. Del mismo modo que existe la sed de Ser supongo que existirá la sed de no Ser, o dicho de otro modo, la sed de la Nada. Quizás bastantes suicidas tengan esta sed de la Nada, o simplemente ven la muerte como un mal menor, incluso supongo que habrá los que esperen una vida en un mundo mejor. Pero no podemos elegir lo que pasará al otro lado. Ni siquiera tenemos capacidad ni conocimientos como para poder elegir con criterio, sea lo que sea lo que haya, bueno, malo o inexistente. Pero yo soy de los que tienen sed de Eternidad, de Ser y de Absoluto.

Luis Manteiga Pousa dijo...

Por supuesto, siempre que sean una Eternidad, un Ser y un Absoluto buenos.

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