Apéndice II
Noche en el monte (3)
En
pos, agachaba la testa de continuo el ya más que desvelado rocín; resoplaba el
piso -ahora, a trechos, ya fangoso- de la senda, como desconfiándole a su
rumbo; a la vez, así, ponía los redondos ojos más cerca del sitio donde debía
posar (sin tiempo al cálculo por el apuro del que le precedía) las viejas patas
inseguras, con esa zozobra de no saber a ciencia cierta qué diantres hay en el
suelo, a medio metro de distancia; porque lo firme de la noche viajaba también,
se iba desplazando su horizonte abarcador, hecho opaca redoma, con ellos, hacia
el norte. Y al mismo tiempo este perturbado jamelgo fijaba su atención, como se
afirma un cabo, en el resuelto pisar del animoso delantero que (cual si supiera
que existía tanta prisa cuando otra vez se vio obligado a dejar su trote de
potril) con el pescuezo en arco para acercar la vista al suelo había alargado
más sus pasos entre las sombras, por lo cual, así, y sacando aun más altas, con
más lentitud, y, por eso, con mayor seguridad sus manos, conducía tal vez mucho
más rápido. Sobre él no flotaba, como ratos antes, el negro poncho amplio; su
jinete (bien inclinado sobre la cabezada, bien hundido el sombrero) sosteníalo
recogido bajo las botas por no ofrecer a tantos dedos largos, retorcidos, de
finísimas uñas, que irrumpían sin ser vistos de un lado y de otro para
desgarrar; y a cuyos salpicantes forcejeos, un furtivo blancor aparecía a veces
en lo alto, duraba por instantes y desaparecía, trayendo a la visión y
llevándose consigo, junto con últimos lapachos y algún viraró y sombra de toro,
también trechos de arena con conchillas ya, y ya un aumento de laureles, de
ceribos, de mataojos, y el sarandí y el sauce que anunciaban la proximidad, al
fin, del río.
Atento
al movimiento de las ansiosas ancas contra las que ahora topetaba a cada
resbalón, al caballejo no le fue preciso tirarle las riendas cuando, traspuesto
un codo, se les interrumpió la senda. El derrumbe de tamaño higuerón la había
cortado de través. Y el ñapindá y las trepadoras, anudándose a enanos corrujos,
habían levantado con tal base fofa cortina. Dos senderos en horqueta allí
nacían. El jinete que punteaba descabalgó, se quitó el poncho y, con la
sobrecincha, lo aseguró al apero, bajo la badana. Luego, palmeó tranquilizante
el cuello del bruto, cogió las bridas y no tomó la senda más franca, la de la
derecha. No. Precedido por su acompañante, que también echó pie a tierra y se
afirmaba a dos manos el sombrero, desvió del higuerón caído y, siempre de las
riendas el caballo, se internó con precaución a su siniestra por la vía
estrecha, donde apenas se veía.
Les
salió al encuentro un aire espeso y más frío; apareció, decidida, la sofocante
atmósfera de los detrictus y de las agrias hoja a medio podrir. Es de muy poca
altura que, ya ahora, el bosque se niega a que le entren más. En las tinieblas del
túnel por donde se pueden introducir ha dejado espinas, agazapa manos y garras,
dispone para el espanto el silencio helor fugaz de la varita inflexible igual
que goma, perseguirá las botas intrusas con cuerda del cipó, o se las tiene
tendidas al infractor a una altura del pescuezo. Pero quien, encorvado y como
de párpados prietos, así de a oscuras, va adelante, adelante lleva el brazo con
cautela y, más adelante, aun más adelante, la ahora opaca daga de doble filo.
Esta, cuando él más que distinguir presiente, troncha el vástago, los tánganos
desmocha, hiende la chabasca producido por quien, tal vez pocos días antes,
pasara por allí; ella a su derecha, a su izquierda otra vez desgaja, esclafa,
triza a cada contacto hiende y hiende siempre, mientras, en añicos bajo las
botas y los cascos, en la tierra húmeda, crepitan ya con mayor frecuencia las
conchillas de los antiguos cauces o hasta allí empujadas cuando el río sale de
madre y sumerge trechos del bosque casi hasta las copas. El paso tras el
tiento; el receloso tranco equino tras el paso; el esquive de la rama gruesa y,
en seguida, el chocar de esta, arriba, con la cabezada del recado; de seguido
el mismo esguince del compaña y el consiguiente dar del ,palo contra la montura
del otro penco; en flecos el rasguño a los costados de unos y de otros, el
espesamiento, cada vez más, del olor a herrumbres, los dos matreros delante de
sus cabalgaduras avanzan siempre, casi a ciegas; deteniéndose a enderezarse y
tomar resuello sólo cuando da alce el techo de la bóveda. Así, un cuarto de
hora, o media; así diez o quince cuadras, ya y casi totalmente hasta ha cesado
sobre la ropa y los aperos y las propias cabalgaduras ese rasguido de uñas
ensañadas. Ahora, el ramaje ha dado tregua a la avanzada daga, que alguna vez
rebrillara al escurrirse y dar sobre su hoja la luz en blanco rayo. A poco, el
arma ahora inútil se introduce en su vaina, para permaneceré sujeta al cinto,
ya. Y ya el brazo que la empuñara baja, distendido. De golpe, un aire puro
llega. El sendero se ensancha, enderezando. Las copas, siempre espesas, han
subido. Al pañuelo que enjuga chorros de sudor y de agua del hojerío, lo
remeda, metros atrás, una áspera mano que se estremeció al rozar sangrienta
machucadura. Sin retirar el poncho de abajo del sobrepuesto, el jinete más
avanzado sacude su chaqueta y sus bombachas empañadas; otra vez monta. Quien le
precede, hecho sopa por el rocío, y en jirones, también ya está a caballo. Para
apareársele en un ensanche.
-¡Alto!
¿Quién vive? -les resonó casi al lado, desde la sombra.
-¡Don
Juan, soy!
Siguió una exclamación apagada y seca, como papeles que se estrujan. La senda terminaba a unos cincuenta pasos. Allí, bajo la luna, se abría un valle, a tronco descomunal cerrado por el bosque. Y a cien metros escasos de los trotantes jinetes, una hoguera jugaba su blandir de llamas recién avivadas, ante siniestro grupo de emponchados en cuclillas o tendidos sobre el pasto.
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