miércoles

ALBERT HOFMANN - LSD: CÓMO DESCUBRÍ EL ÁCIDO Y QUÉ PASÓ DESPUÉS EN EL MUNDO (75)

 

 Experimentos con psilocybina (2 / 2)

 

Madame atravesó la cortina; estaba ocupada; pasó a mi lado sin mirarme. Vi las botas con los tacones rojos. Unas ligas ataban los gordos muslos en la mitad; la carne colgaba por encima. Los pechos inmensos, el delta oscuro del Amazonas, papagayos, pirañas, piedras semipreciosas por doquier.

 

Ahora ella entraba a la cocina, ¿o había más sótanos allí? Ya no podía distinguirse el brillar y el murmurar, el susurrar y el rielar; era como si se concentrara, con gran júbilo, expectante.

 

Hacía un calor insufrible; quité la manta. La habitación estaba apenas iluminada; el farmacólogo estaba de pie junto a la ventana, con una bata blanca de mandarín, que hace poco me había servido en Rottweil en el baile de carnaval. El orientalista estaba sentado al lado de la estufa de cerámica; suspiraba como si tuviera pesadillas. Me daba cuenta: había sido una hornada, y pronto volvería a comenzar. El tiempo todavía no estaba cumplido. A la madrecita la había visto anteriormente. Pero también los excrementos son tierra y, como el otro, se cuenta entre las metamorfosis. Con eso hay que contentarse, mientras no se salga del acercamiento.

 

Esas fueron las setas. El grano oscuro que brota de la era encierra más luz, y más aun el verde zumo de los suculentos en las ardientes pendientes de Méjico…

 

El viaje había salido mal… quizá debía probar más setas. Pero ya volvía el murmurar y cuchichear, los relámpagos y destellos. El hombre arrastraba el pescado detrás de sí. Una vez dado el motivo, se registra como en el cilindro: la nueva hornada, el nuevo giro repite la melodía. El juego no abandona la mala racha.

 

No sé cuántas veces se repitió, ni quiero desarrollarlo. Hay cosas que uno prefiere guardarse para sí. De todos modos había pasado la medianoche…

 

Subimos; estaba puesta la mesa. Los sentidos todavía estaban aguzados y abiertos: “Las puertas de la percepción”. El vino rojo de la jarra derramaba luz, y un anillo de espuma se rompía contra el borde. Escuchamos un concierto para flauta. Los demás no habían tenido más suerte. “Qué agradable, volver a estar entre los hombres.” Así se expresó Albert Hofmann…

 

El orientalista, en cambio, había estado en Samarcanda, donde Timur descansa en el ataúd de nefrita. Había seguido el cortejo triunfal a través de ciudades cuyo regalo de bodas a la entrada era una caldera llena de ojos. Allí había estado parado largo tiempo ante una de las pirámides de calaveras erigidas para atemorizar al pueblo, y en la masa de cabezas cortadas había reconocido también la suya, que tenía incrustaciones de piedras.

 

El farmacólogo señaló: “Ahora comprendo por qué estaba usted sentado en el sillón sin su cabeza; ya me sorprendía; no puedo haberme equivocado”. Me pregunto si no debiera tachar este detalle, porque cumple con los requisitos de los cuentos de aparecidos.

 

A los cuatro, la sustancia de las setas no nos había llevado a alturas luminosas, sino a regiones subterráneas. Parece que en la mayoría de los casos la embriaguez de psilocybna tiene un carácter más tétrico que la de la LSD. La influencia que ejercen estas sustancias activas sin duda varían de persona en persona. En mi caso hubo más luz en los experimentos con LSD que en los ensayos con la seta, como lo apunta también Ernst Jünger para su caso en el informe citado.

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