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LA OSCURIDAD QUE NOS HABITA: LA DELGADA LÍNEA ROJA, DE TERRENCE MALICK

 

  

“¿Está esta oscuridad también en ti? ¿Has atravesado esta noche?”

 La delgada línea roja

 

En ciertas ocasiones el cine que vemos no responde a los esquemas preestablecidos que tenemos en la cabeza, esquemas que por lo general se desprenden de nuestra dependencia –obligada, no elegida- al cine comercial que produce Hollywood. Al ignorar otras miradas, la nuestra se reduce a límites muy estrechos y todo lo que escape a esas fronteras se nos antoja extraño, confuso o “raro” y preferimos no verlo o desaprobarlo de plano antes que intentar comprenderlo en su propia complejidad o tratar de descifrar sus códigos. Da miedo enfrentar lo que no conocemos y esa cobardía nos priva de acercarnos a obras cinematográficas de esplendorosa belleza, por el simple hecho de provenir de latitudes lejanas a Los Ángeles, de no encontrar allí a los actores de siempre o e no hablar inglés. Y eso incluye, para nuestra vergüenza, al propio cine latinoamericano.

A veces, sin embargo, una película nacida de las entrañas de Hollywood, con un tema ya ampliamente tratado y con nombres conocidos en su reparto, no responde a lo que suponemos debería ser. El desconcierto es aun mayor, pues pensamos que se nos ha engañado y traicionado: pocos minutos después de iniciada la proyección el público empieza a abandonar la sala frustrado y triste, perdiendo con ello la oportunidad de disfrutar una obra compleja, contada con otra voz, iluminada con una luz distinta, respirando otro aire. Eso pasó entre nosotros con La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998), que llegó aquí impulsada por sus siete nominaciones al premio Oscar y fue estrenada ante una audiencia para quien el nombre de su director, Terrence Malick, no decía absolutamente nada y que por tanto no podía llegar a saber qué encontraría en el momento en que se apagara la luz.

Y en este caso el nombre del director marcaba la diferencia, pues La delgada línea roja no es la obra de algún anónimo creador a las órdenes de un omnipotente productor sediento de dólares. No. Terrence Malick es un autor, uno cuya obra cinematográfica a lo largo de veinticinco años alcanza apenas las seis horas de extensión, que es el tiempo de metraje de sus únicas tres películas. Malick, de cincuenta y seis años, estudió en Harvard y en Oxford, desempeñándose como periodista y como profesor de filosofía en el MIT, antes de cursar estudios formales de cine en el American Film Institute. Hombre de amplia formación humanística, no es gratuito entonces que de él haya dicho Néstor Almendros en su texto Días de una cámara que “(…) es una persona de cultura universal, conoce la filosofía, la literatura, la pintura y la música europeas. Por ello es un hombre entre dos continentes, y cinematográficamente pertenece a la familia artística de Rohmer y Truffaut”.

Semejantes palabras de elogio surgen, sin duda, de la particular y muy personal aproximación que Malick ha tenido siempre hacia el cine, palpable desde su primer largometraje, Malas tierras (Badlands, 1973). Con un par de guiones a cuestas como única experiencia, Malick construye una historia inspirada en el caso de Charles Starkweather –alias Mad dog Killer- y Caril Ann Fugate, que a fines de los años cincuenta asesinaron a once personas antes de ser capturados. Ambientando la película en la misma época, el director nos presenta a un par de personajes, Holly (Sissy Spacek) y Kit (Martin Sheen), tan supremamente recluidos en su propio mundo, que no alcanzan a percibir el mal que están causando. Holly es la narradora de la cinta: “nuestro tiempo era limitado y disfrutábamos las preciosas horas que estábamos juntos lejos de las preocupaciones del mundo”, y sus palabras son las de una mujer ingenua, una adolescente apenas, cuya existencia es guiada por un corazón ilusionado que ve en Kit una figura romántica, un héroe propio a quién querer. Pero su ser aspira a más: ¿cómo lucirá el hombre con quien me casaré? ¿Qué está haciendo en este instante? ¿Y si está pensando en mí por coincidencia, aunque ni siquiera me conozca? ¿Se le nota en el rostro?”, en una búsqueda que intenta –a ciegas- asir una felicidad esquiva y resbaladiza, y que va a prolongarse en las otras dos películas de Terrence Malick. “Vivíamos en soledad, ni aquí ni allá. Kit decía que aislamiento sonaba mejor, porque era exactamente lo que quería decir. Como sea la expresión, le dije que no podíamos vivir así”. Y esa soledad de ambos se prolonga hacia su propia existencia, incapaces de reflexionar sobre sus actos, yendo de crimen en crimen, escapando sin darse tiempo a pensar que han hecho. Con la estructura de una road movie, Malick nos traslada de la ciudad al campo y de allí a las planicies, al desierto de la frontera entre Dakota del Sur y Montana, esas badlands a las que alude el título del filme. La belleza agreste de los paisajes nos sobrecoge, la lente descubre los amaneceres y se engolosina en ellos, con el rojo de un cielo condenado sin remedio al azul.

Pero la fascinación no se termina allí: el director se detiene meditativo en la particularidad visual, en la observación de los animales, en el guiño ínfimo, en la imagen que derrota a la anterior en belleza e intensidad. Kit con una escopeta imitando inadvertido a un espantapájaros, el fuego consumiendo con placer y deleite el hogar de Holly con la música de Carl Orff como fondo, el globo rojo lanzado al aire, el baile abrazados en la noche –iluminados por las luces del coche- mientras Nat King Cole canta A blossom fell en la radio… Malick se aleja de la simple crónica del crimen y nos entrega una fábula en la que dos seres intentan ser felices a su modo, en un mundo que no les pertenece y al que se enfrentan con tristeza y la sensación salobre de estar derrotados antes de empezar cualquier batalla. Sensación que es la misma de los personajes de Días de gloria (Days of Heaven, 1978), su segundo largometraje.

 

Probablemente una de las películas contemporáneas más hermosamente fotografiadas, Días de gloria es una prolongación más depurada de las inquietudes fílmicas del director, acompañado en esta ocasión por la mirada emotiva y sensible de Néstor Almendros, que captó en imágenes la propuesta narrativa que Malick tenía en mente, con la historia de una pareja de hermanos Bill (Richard Gere) y Linda (Linda Manz) y la amante del primero, Abby (Brooke Adams), trashumantes y empobrecidos habitantes de una Norteamérica rural a finales de la Primera Guerra Mundial, que tratan de encontrar un momento de paz cosechando el trigo en una granja. Aquí también el director recurre a un narrador en off, Linda, que con sus palabras intenta explicar el mundo de carencias y dolor en el que viven los tres. “Todos somos mitad ángeles y mitad demonios”, nos recuerda contundente y los hechos se encargarán de demostrarle que no hay paraíso perfecto, que el cielo tiene grietas, que no hay felicidad inmaculada. La película se desenvuelve con calma, plétora de silencios, presta siempre a mirar el rayo de sol que se cuela entre las nubes, al reflejo de una copa de cristal en el fondo del agua, a la semilla que brota entre la tierra, al viento que agita las banderas blancas de los hombres en el trigal, a la caída de Bill al agua con un disparo en la espalda, en una serie interminable de planos lentos y fijos, hechos con la belleza de una artesanía que se sabe única e irrepetible.

En el filme la naturaleza acoge de nuevo a los hombres, en una comunión reflejada en el sin fin de animales que desfilan por la pantalla: grillos, faisanes, conejos, grullas, gallinas, perros, ciervos y perdices, recordándonos –como en Malas tierras y en La delgada línea roja– que no estamos solos, que la vida, el sol y la tierra tenemos que compartirlos con seres que no saben de envidias, que no urden engaños, que ignoran porque late su corazón.

Y aquí el corazón es de nuevo lo que impulsa los hechos. Abby reflexiona: “Nunca había amado, ¿Por qué sería?” Y sus sentimientos se pliegan ante la necesidad y el hambre, y deja a Bill, para intentar simular ser feliz junto a un hombre bueno que se entrega a ella ignorante de la naturaleza de sus planes. Y cuando todo se derrumba, huyen sabiendo que se han negado –ellos mismos- la oportunidad de ser felices. Al final, Linda queda sola, aspirando a un mañana que no alcanza a tocar con sus manos.

Terrence Malick, incomprendido por sus pares y golpeado por parte de la crítica que no entiende sus motivos, desaparece. París lo acoge por momentos, vuelve a la academia, escribe algunos guiones, hace algo de teatro y ve pasar el cine frente a sus ojos dando tumbos por los años ochenta y noventa, sin alzar su voz, sin mostrarnos su visión, autorecluido y distante, mientras el tiempo permite que sus dos películas adquieran lentamente el estatus de culto y su cine vaya poniéndose en el lugar de privilegio que prematuras opiniones le negaron.

Pasan veinte años. Dos décadas enteras y Terrence Malick sale del mutismo. El resultado es La delgada línea roja. La expectativa, como vemos, tenía que ser grande. La historia que resucitó a este autor se basa en una novela homónima de James Jones escrita en 1962. Jones fue miembro de la 25ª división del ejército de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y se encontraba en las barracas Schofield en Hawai durante el ataque japonés a Peral Harbor, origen de su novela De aquí a la eternidad –llevada al cine por Fred Zinnemann en 1953- y también participó en la batalla de Guadalcanal, de ahí que su texto es realmente la visión de un testigo directo. Incluso el libro ya había sido llevado al cine previamente en 1964 por el director Andrew Marton. En 1988 Malick sugirió la idea de adaptar el texto de Jones a los productores Robert Michael Geisler y John Roberdeau, quienes compraron los derechos de la obra. Originalmente Malick pretendía sólo escribir el guión, pero con el paso del tiempo se decidió a dirigirlo él mismo.

En 1942 los japoneses avanzaban hacia las islas Salomón, escogidas estratégicamente para establecer una base aérea que expandiera el poder del eje en el Pacífico Sur, amenazando las costas australianas. Al enterarse Washington de estos planes, movilizó la primera división de la marina, para atacar y tomarse la pista de aterrizaje ubicada en Guadalcanal, en una serie de cruentas batallas a lo largo de seis meses. La novela de Jones cuenta la historia de una compañía de infantería dentro de la 25ª división del ejército, que llegó a Guadalcanal en noviembre de 1942. En esos momentos los japoneses se habían retirado hacia las colinas de la isla, donde la malaria, el clima, el hambre y la sed hacían presa de ambos bandos. Aquí es donde Terrence Malick sube el telón de la narración de su filme.

Pero lo que encontramos no es una historia de guerra. Lo que vemos es una reflexión sobre la guerra. Y la diferencia es mucho más que semántica. La cinta abre con la naturaleza a pleno: un cocodrilo, el verde de la selva, la luz filtrada entre las hojas húmedas. Y luego el agua donde nadan niños melanesios, donde hay risas, donde no nos atrevemos a imaginar que la guerra puede estar dándose a metros de allí. Y entre ellos, dos hombres intentando comprender esa vida, queriendo sentir lo que los aborígenes tocan con la serenidad de sus ojos brillantes y miran con su piel cobriza. Pero esos hombres no pertenecen a ese mundo y pronto son devueltos con violencia a una realidad que quisieran hacer desaparecer con sólo cerrar los ojos. “En este mundo un hombre no es nada, y no hay otro mundo”, le dice el sargento Welsh (Sean Penn) al soldado Witt (James Caviezel), uno de los que habitaron entre los melanesios. Pero Witt sabe que hay otra realidad, otro existir: “Yo he visto otro mundo”, le responde. Pero la contundencia de la guerra no da espera: las costas de Guadalcanal los aguardan y con ellas el terror, el temblor, la oscuridad. Entonces conocemos a los otros hombres reunidos allí: el teniente coronel Tall (Nick Nolte), los capitanes Staros (Elias Koteas) –comandante de la compañía «C»- y Gaff (John Cusack), el soldado Bell (Ben Chaplin) y otros nombres más difusos en el recuerdo como Fife, Bosche, Doll, Keck, presos todos de un destino que los eligió para estar juntos en esas circunstancias. Malick nos acerca a estos hombres y empezamos a oír su voz interior, sus pensamientos angustiados., el grito de su espíritu cansado de tanto dolor, el reclamo ilusionado de amor y abrazos, en medio de un lugar habitado por la sangre y la muerte. Poco a poco nos acostumbramos a esa polifonía de voces, que con sus palabras parecen desplazar la violencia que presenciamos aterrados y que nos retrata con especial cuidado la lente magnífica del premiado director de fotografía John Toll.

Una inexpugnable colina de Guadalcanal es el sitio que estos hombres deben tomarse aun a costa de las prevenciones que el capitán Staros tenga: están allá para cumplir órdenes, sean éstas tan absurdas como emprender tan imposible misión, cumplida después con rabia, con tremendo dolor, puntualizada por la música grave de Hans Zimmer, alejada de cualquier eco heroico. La cámara de Toll se arrastra con estos hombres entre el pasto, se encoge con ellos, se desliza nerviosa esquivando las balas, deteniéndose en las hojas, en los grillos, en las desigualdades del terreno, en el ignorar que hay un paso más allá, transmitiéndonos la zozobra infinita de un puñado de jóvenes temerosos y angustiados, pues vemos lo que ellos ven., el mínimo punto de vista de un soldado a sesenta centímetros del suelo, cruzando por momentos esa pequeña línea (¿roja?), que separa la cordura del desajuste mental. Y tras esa pírrica conquista, tomarse el reductor japonés es relativamente fácil. Lo han logrado, pero tras ellos la naturaleza se conduele antes su paraíso destrozado y Malick, con una mirada antropológica, nos acusa, contrastando nuestra miseria con el desbordante colorido de la fauna y de la flora, ahora golpeados por nuestra mano salvaje: un pajarito caído del nido intenta incorporarse, perros se disputan restos humanos en la noche. “La guerra no ennoblece a los hombres. Los convierte en perros. Envenena el alma”.

Hasta aquí la película tiene una estructura narrativa que podríamos calificar de convencional: un planteamiento dramático, un desarrollo, una resolución. Pero a partir del momento en que los hombres reciben unos días de descanso, La delgada línea roja se convierte en otra película, en una declaración visual de congoja ante el hecho mismo de la guerra, en un coro de voces que quieren entregarnos el contenido de su experiencia, para ellos tan inexplicable e irracional como para nosotros mismos. Y Malick se va de la mano de cada combatiente para escucharlo más de cerca, para capturar la esencia de su espíritu enfermo, de su alma hecha harapos. Así nos acercamos a Bell, idealizando a una mujer que sabemos que es sólo un sueño romántico, una mujer que reclama la cercanía que él no puede darle. “¿Por qué debería tener miedo de morir? Yo te pertenezco. Si me voy primero, te esperaré al otro lado de las aguas oscuras. Quédate conmigo ahora”, le dice en silencio. Agitados, compartimos su dolor, sentimos como propia una pérdida tan lógica como incomprensible.

Reposamos ahora junto a Welsh, preocupado por sus hombres, indolente ante su propia situación, listo siempre a escucharlos, a darles un poco de sí disfrazado tras la dureza de su mirada. Y nos quedamos por último con Witt, un hombre cuyo mundo no es este, tan lejano a las miserias que lo rodean, como lo eran Holly en Malas tierras y Linda en Días de gloria: seres bendecidos por la ingenuidad, cuyos ojos miran algo que nosotros no alcanzamos a percibir, de tan ciegos que estamos por la realidad. “¿Cómo perdimos el bien que nos dieron?”, se cuestiona, y más allá vuelve: “¿Puede tal belleza y tal fealdad ser la obra de una sola mente, las características de un mismo rostro?”. Sin embargo, Witt no teme, no tiene por qué hacerlo, su espíritu le ofrece respuestas donde los demás arrojan sólo interrogantes al viento. Hay algo de etéreo en Witt, una actitud desprevenida, alucinatoria y asombrada que lo dispensa de poner los pies sobre la tierra. Hay seres así…

El viaje interior que Malick nos propone con la poesía de sus imágenes nos lleva, lentamente, a la soledad. En un mundo de seres que han perdido su norte, cuyas aspiraciones están limitadas por el contacto probable ante una bala o un campo minado, lo que habita es la oscuridad. Y esa penumbra nos aterra porque es demasiado palpable, porque se sale de la pantalla y nos toca, porque nuestro mundo de pequeñas certezas no quiere reconocerla oculta en el silencio, disfrazada de vacío, de angustia vital, tratando a tientas de simular que no nos damos cuenta de que estamos solos, de que no podemos tocar a nadie con nuestras manos conmovidas. El cine de este director apunta a la oscuridad en la que vivimos, incapaces de relacionarnos, temerosos del contacto con el otro, pero, sin embargo, anhelantes de una voz cercana, de un abrazo a tiempo. Witt lo dice: “¿Qué nos impide alcanzarnos, tocando la gloria?”. El Kit de Malas tierras sólo podía relacionarse con los demás quitándoles la vida; Bill destruyó con un impulso el edén que habitaba durante esos Días de gloria; y nosotros nos inventamos la guerra como disculpa para matar, para destrozar con licencia un mundo que nos dieron para que intentáramos ser felices.

Malick concluye su filme sin respuestas a los muchos interrogantes que lanza, sin cerrar nunca el círculo de su narración. Que cada quien se acerque y beba de sus imágenes lo que necesite. Como artista no nos ofrece un mensaje, nos hace partícipes de sus sensaciones y logra conmovernos con la contundencia de sus motivos. Se acerca entonces a la maestría y eso es algo que pocos logran hoy en día. Durante la entrega anual del Oscar, que en esa ocasión tuvo lugar el 21 de marzo de 1999, La delgada línea roja fue ignorada entre las películas premiadas: no importa, una película como esta no requiere de galardones tan discutibles como ese. Su triunfo es otro y su reinado más perdurable, pues su trascender será en el alma de los seres que ha tocado y allí vivirá. No lo duden.


Publicado en la revista Kinetoscopio No. 50. (Vol. 10, Medellín, 1999) págs.97-102.
©Centro Colombo Americano de Medellín, 1999

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.


(TIEMPO DE CINE / 18-5-2008)

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