domingo

HERMAN MELVILLE - EL MEMORABLE COMIENZO DE MOBY DICK

 


Pueden ustedes llamarme Ismael. Hace algunos años —no importa cuántos, exactamente—, con poco o ningún dinero en mi billetera y nada de particular que me interesara en tierra, pensé darme al mar y ver la parte líquida del mundo. Es mi manera de disipar la melancolía y regular la circulación. Cada vez que la boca se me tuerce en una mueca amarga; cada vez que en mi alma se posa un noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me sorprendo deteniéndome, a pesar de mí mismo, frente a las empresas de pompas fúnebres o sumándome al cortejo de un entierro cualquiera y, sobre todo, cada vez que me siento a tal punto dominado por la hipocondría que debo acudir a un robusto principio moral para no salir deliberadamente a la calle y derribar metódicamente los sombreros de la gente, entonces comprendo que ha llegado la hora de darme al mar lo antes posible. Esos viajes son, para mí, el sucedáneo de la pistola y la bala. En un arrogante gesto filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, tranquilamente, tomo un barco. No hay nada de asombroso en esto. Pocos lo saben, pero casi todos los hombres, sea cual fuere su condición, alimentan en un momento dado esos sentimientos que me inspira el océano.

 

Aquí está, pues, la ciudad insular de los manhattoes, rodeada de muelles como las islas indígenas por los arrecifes de coral. El comercio la ciñe con su oleaje. A derecha e izquierda, las calles llevan hacia el mar. En la punta extrema de la ciudad está el fuerte, augusta mole refrescada por brisas y bañada por aguas que, pocas horas antes, eran invisibles desde tierra. Miren ustedes la multitud que contempla las olas.

 

Recorran ustedes la ciudad en la tarde soñolienta de un sábado. Vayan desde Corlears Jock hasta Coenties Slip y desde allí, pasando por Whitehall, hacia el norte. ¿Qué ven ustedes?

 

Apostados como centinelas silenciosos en torno a la ciudad toda, hay millares y millares de mortales perdidos en divagaciones oceánicas. Algunos apoyados contra los pilotes; otros sentados en las escolleras; otros mirando más allá de las amuradas de naves llegadas desde China; otros en lo alto de los aparejos, como empeñados en obtener una vista aún más amplia del mar. Pero todos son hombres de tierra firme: durante la semana, están encerrados entre cuatro paredes, atados a mostradores, clavados en bancos, pegados a escritorios. ¿Qué ha ocurrido? ¿Han desaparecido las verdes praderas? ¿Qué hacen aquí estos hombres?

 

Pero ¡miren ustedes! Llega aún más gente. Todos avanzan hacia el agua y parecen resueltos a zambullirse. ¡Qué extraño! Nada los contentaría tanto como el límite extremo de la tierra; no les basta vagabundear a la sombra de los depósitos que rodean el puerto. No. Tienen que acercarse todo lo posible al agua, sin caer en ella. Y ahí se quedan, inmóviles, en una extensión de millas, de leguas. Todos hombres de tierra adentro: afluyen por sendas y callejas, por calles y avenidas… Desde el norte, el este, el sur, el oeste. Y sin embargo, aquí se reúnen todos. Díganme ustedes: ¿acaso los atrae el poder magnético de la aguja de las brújulas de todas esas naves?

 

Y eso no es todo. Supongamos que se encuentren ustedes en algún paraje elevado, donde abunden los lagos. Tomen cualquier sendero que se les antoje: casi siempre irán a dar, a través de un valle, a un estanque formado por la corriente. Hay en ello algo mágico. Elijamos al más distraído de los hombres sumergido en su más honda ensoñación; pongámoslo en pie y nos llevará, infaliblemente, hacia el agua, si hay agua en esa región. Y si alguna vez están ustedes sedientos en el gran desierto norteamericano, hagan este experimento, si es que por casualidad hay un profesor de metafísica en la caravana. En efecto: como todos sabemos, agua y meditación siempre han estado unidas.

 

Pero tomemos a un pintor. Quiere pintar el paisaje romántico más soñador, más umbroso, más apacible, más hechicero de todo el valle del Saco. ¿Cuál es el principal elemento que emplea? Allí están sus árboles, cada uno con el tronco hueco, como si guardara en su interior a un ermitaño y un crucifijo; y aquí duerme su pradera, allí duerme su rebaño. Más allá, desde esa cabaña, serpea un humo soñoliento. Un sendero se hunde sinuoso entre los bosques distantes y llega hasta las estribaciones superpuestas de las montañas bañadas por el azul de sus laderas. Pero aunque la escena esté sumida en semejante éxtasis y el pino deje caer suspiros, como hojas, sobre la cabeza del pastor, todo sería inútil si el pastor no tuviera fijos los ojos en la corriente mágica que pasa frente a él. Visiten ustedes las praderas en junio, caminen millas y millas hundidos hasta las rodillas entre lirios atigrados… ¿cuál es el encanto que falta? El agua: ¡allí no hay una sola gota de agua! Si el Niágara fuera una cascada de arena, ¿viajarían ustedes tantas millas para verlo? ¿Por qué será que el pobre poeta de Tennessee, al recibir de improviso dos puñados de plata, dudó entre comprarse el abrigo que le hacía tanta falta o invertir su dinero en un viaje a pie a la playa de Rockaway? ¿Por qué será que cualquier muchacho robusto y saludable, que tenga dentro de sí un espíritu robusto y saludable, en un momento dado se enloquece por darse a la mar? ¿Por qué será que, durante el primer viaje que hicieron ustedes como pasajeros, sintieron un estremecimiento místico al enterarse de que ni el buque ni ustedes ya no podían ser vistos desde tierra? ¿Por qué será que los antiguos persas consideraban sagrado al mar? ¿Por qué será que los griegos le destinaron una deidad especial, un hermano de Jove? Sin duda, todo eso no carece de sentido. Y es aún más profundo el significado del mito de Narciso que, al no poder ceñir la imagen exquisita y atormentadora que veía en la fuente, se arrojó a ella y se ahogó. Pero todos nosotros vemos esa misma imagen en nuestros ríos y en nuestros océanos. Es la imagen del inasible fantasma de la vida. Y esta es la clave de todo.

 

Ahora bien: cuando digo que tengo el hábito de darme al mar cada vez que siento una niebla ante los ojos y empiezo a preocuparme por mis pulmones, no hay que deducir que viajo como pasajero. Para viajar como pasajero debe uno llevar una billetera, y una billetera es sólo un harapo cuando no contiene nada. Por lo demás, los pasajeros se marean, se pelean entre sí, no duermen de noche y, por regla general, no se divierten demasiado… No; nunca viajo como pasajero. Y aunque en cierto modo soy marinero de agua salada, tampoco voy al mar como comodoro, capitán o cocinero. Abandono la gloria y la distinción de esos oficios a quienes gustan de ellos. Por mi parte, abomino de todos los trabajos, dificultades y tribulaciones honrosas y respetables, de cualquier clase que sean. Me basta con cuidar de mí mismo, sin cuidarme de barcos, barcazas, bergantines, goletas o lo que fuere. En cuanto a emplearme como cocinero —por más que haya una gloria considerable en ese oficio, puesto que el cocinero es una especie de oficial a bordo—, nunca sentí ganas de asar pollos… aunque una vez asado el pollo, juiciosamente enmantecado y sabiamente condimentado, nadie será capaz de hablar de él con más respeto —por no decir con más veneración— que yo. A causa del cariño idólatra que los antiguos egipcios profesaban a los ibis asados y los hipopótamos a la parrilla, hoy vemos las momias de esos seres en esos hornos inmensos que son las pirámides.

 

No; cuando me doy al mar, lo hago como simple marinero, bien plantado frente al mástil, bien metido en el castillo, bien encaramado al palo mayor. Cierto es que me tienen a mal traer con tantas órdenes y me hacen saltar de verga en verga como una langosta en una pradera de mayo. Al principio, es bastante desagradable. Hiere nuestro sentido del honor, especialmente si descendemos de una vieja familia establecida en el país, los Van Rensselaers, o los Randolphs, o los Hardicanutes. Y la cosa es mucho peor aún si poco antes de meter la mano en el balde de brea hemos sido amos absolutos en una escuela de campaña, en calidad de maestros, y hemos atemorizado a los muchachos más altos con nuestra sola presencia. Les aseguro que es muy brusca la transición de maestro de escuela a marinero, y se necesita una poderosa ración de Séneca y los estoicos para sonreír ante ese cambio y sobrellevarlo. Pero también esto se diluye con el tiempo.

 

¿Qué importa si un capitán viejo y gruñón me ordena tomar la escoba y barrer la cubierta? ¿Qué cuenta esa indignidad, pesada, pongamos por caso, en los platillos del Nuevo Testamento? ¿Creen ustedes que el Arcángel Gabriel me tendrá en menos por el solo hecho de que obedecí con prontitud y respeto a ese viejo gruñón en esa ocasión determinada? ¿Quién no es esclavo? Contéstenme a esto. Bueno, lo cierto es que por más que los viejos capitanes me den orden tras orden, por más que me traten a golpes y puñetazos, tengo la satisfacción de saber que todo anda bien, que todos los hombres, de un modo u otro, deben servir exactamente de la misma manera (quiero decir, desde un punto de vista físico o metafísico), y así el puñetazo universal sigue su ronda y cada uno debería fregarle la espalda a los demás y sentirse contento.

 

Además, si siempre me doy al mar como marinero es porque así consideran que es un deber pagarme por mi trabajo, mientras nunca he oído que pagaran un solo penique a los pasajeros. Al contrario: son los pasajeros quienes deben pagar. Y hay una diferencia enorme entre pagar y ser pagado. El acto de pagar es, acaso, la condena más fastidiosa que nos legaron los dos ladrones del vergel. Pero ser pagado: ¿qué puede comparársele en el mundo? La cortés avidez con que un hombre recibe dinero de los demás es, en verdad, maravillosa, teniendo en cuenta que estamos profundamente persuadidos de que el dinero es la raíz de todos los males terrenos y de que no existe la menor posibilidad de que un hombre rico entre en el cielo. ¡Ah, con qué alegría nos condenamos a la perdición!

 

Y por fin, siempre me doy al mar como marinero a causa del sano ejercicio y el aire puro que se respira en el puente de proa. Porque así como en este mundo los vientos contrarios prevalecen abundantemente sobre los vientos de popa (y esto si no violamos la máxima pitagórica), el capitán casi siempre recibe en el alcázar una atmósfera de segunda mano, que le llega a través de los marineros en el castillo. Él cree ser el primero en respirarla, pero no es así. De manera semejante, las comunidades guían a sus jefes en muchas otras cosas, aunque los jefes ni siquiera lo sospechen. Pero ¿por qué razón, después de haber olido tantas veces el mar como marinero mercante, se me habrá metido en la cabeza la idea de zarpar en un ballenero? Esto podrá explicarlo mejor que nadie el invisible oficial de policía de los Hados, que me vigila sin cesar, me acosa en secreto e influye sobre mí de modo inexplicable. Y sin duda, este viaje mío en un ballenero formaba parte del gran programa que la Providencia organizó hace mucho tiempo. Surgió como una especie de breve interludio, un solo, entre los números más importantes. Imagino que esa parte del programa debió de sonar más o menos así:

 

Gran lucha electoral por la Presidencia de Estados Unidos

UN INDIVIDUO DE NOMBRE ISMAEL VIAJA EN UN BALLENERO

SANGRIENTA BATALLA EN AFGANISTÁN

 

No puedo decir el motivo exacto por el cual esos directores de escena que son los Hados me adjudicaron este papel tan deslucido del viaje en un ballenero, cuando a otros les dieron papeles magníficos en grandes tragedias, o papeles breves y fáciles en comedias de salón, o papeles cómicos en las farsas. Aunque no pueda explicar el motivo exacto, ahora que recuerdo todas las circunstancias creo discernir algo entre los móviles y resortes que, hábilmente ocultos bajo varios disfraces, me indujeron a representar ese papel, además de engatusarme con la ilusión de que ésa era una elección resultante de mi libre albedrío y de mi discernimiento.

 

El principal de esos móviles era la idea abrumadora de la gran ballena en carne y hueso. Un monstruo tan portentoso y enigmático despertaba toda mi curiosidad. Y después, los mares salvajes y distantes donde el monstruo hacía rodar su masa, gigantesca como una isla; y los peligros indescriptibles de la ballena: todo eso, sumado a las maravillas que esperaba descubrir en un millar de paisajes y vientos patagónicos, contribuyó a alimentar mi deseo. Para otros hombres, quizá, nada de eso habría sido un incentivo. Pero yo me siento atormentado por una inagotable ansiedad de cosas remotas. Me gusta navegar por mares prohibidos y acercarme a costas bárbaras. Sin ignorar el bien, percibo enseguida el horror, y hasta puedo vivir en buenos términos con él —siempre que el horror me lo permita—, porque me parece correcto mantenerme en buenas relaciones con los demás inquilinos del lugar donde vivo.

 

Por todos estos motivos, di la bienvenida al viaje en el ballenero. Las grandes compuertas del mundo de las maravillas se abrieron ante mí y entre las delirantes imaginaciones que me impulsaron hacia mi propósito, fluctuaron hacia mi espíritu, de a dos en dos, procesiones interminables de ballenas. En medio de todas ellas pasó un fantasma gigantesco, encapuchado, como una colina de nieve en el aire.

 

 

Traducción: Enrique Pezzoni

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