por Júlia Ripoll
Figura prominente del pensamiento francés, heredero de los
transcendentalistas americanos como Ralph Waldo Emerson, el filósofo
francés Henri Bergson tuvo un gran impacto en el siglo XX e influyó en el
pensamiento posestructuralista de pensadores como Gilles Deleuze. Bergson solía
decir que los grandes problemas filosóficos están generalmente «mal
planteados». Bastaría pues con rectificar el enunciado para que los problemas
dejaran de ser tales.
Naturalmente inclinada a la fabricación, nuestra inteligencia funciona
recortando y uniendo elementos ya conocidos en el espacio, con el fin de actuar
sobre ellos de la mejor manera posible. Sin embargo, según Bergson, no
es posible pensar la vida de la misma forma en que la ciencia piensa la materia
en el espacio. Para Bergson, para comprender «lo vivo» es necesario dejar de
razonar en términos de fabricación y empezar a pensar en términos de creación.
En La evolución creadora (1907), Bergson se dedica a
estudiar el desarrollo y evolución de la vida, que define como «creación
imprevisible de novedad». Según él, la filosofía no ha pensado
correctamente la vida hasta entonces, pues lo ha hecho en términos de espacio,
como si de una compleja maquinaria se tratara. Bergson impugna a estos
pensadores un error de método: «el olvido del tiempo». Y es que el tiempo, en
tanto que duración, es movimiento, el movimiento de la vida que no cesa de
renovarse.
El tiempo como duración
Cuando San Agustín, en sus
célebres Confesiones, reflexiona acerca del tiempo, lo hace en
relación a Dios. Si Dios es, por definición, omnipotente y
omnisciente, es imposible que se dé en él distinción alguna entre pensar, decir
y hacer. Dicho de otra manera, lo que Dios piensa y dice, es, se realiza. Es lo
que algunos han llamado el «performativo divino»: en Dios todo se da a la vez.
Más tarde, Bergson retomará la cuestión del tiempo, pero desde una
perspectiva vitalista. Define el tiempo en relación a nuestra
vivencia de este: el tiempo es aquello que impide «que las cosas se nos den de
un solo golpe». A diferencia de Dios, los humanos vivimos en el tiempo, que
experimentamos como «duración». Con este término, Bergson se refiere a algo que
experimentamos diariamente: la duda. En Lo posible y lo real (1920),
el filósofo afirma que todo ser vivo «dura esencialmente». Dura porque está
indeciso, prueba, tantea. Y tantea, precisamente, porque duda.
César y el Rubicón
Un ejemplo esclarecedor para entender mejor la concepción del tiempo de
Bergson es el célebre episodio histórico de César y el Rubicón. A Julio César
se le atribuye la frase «la suerte está echada», que habría pronunciado al
cruzar el río Rubicón de camino a Roma. Cruzar el río, en aquel entonces,
implicaba transgredir la ley romana, enfrentarse a la República.
En su Discurso de metafísica (1686), el filósofo
alemán Leibniz tomó este
mismo ejemplo para reflexionar acerca de la noción de «libertad». Al cruzar el
Rubicón, razonaba el alemán, César se convirtió en un dictador. ¿Su decisión
fue libre o, de alguna manera, le estaba predestinada? Leibniz contestará que,
de no haber cruzado el Rubicón, César no sería este César, sino rigurosamente
otro. Lo que hace a César ser él es, precisamente, el haber tomado esa
elección. Si bien el acto de César fue «libre», retrospectivamente solo podemos
afirmar que hizo lo que tenía que hacer para devenir el César que es hoy.
A Bergson está resolución del problema de la libertad le parece cuanto
menos insatisfactoria. Según él, Leibniz ha caído en la trampa, como
tantos otros filósofos antes que él: ha «espacializado» la libertad, esto es,
no ha tenido en cuenta la importancia del tiempo.
¿La libertad en el espacio o la libertad en el tiempo?
Para ilustrar su crítica, Bergson esquematiza el razonamiento de Leibniz. Al tratar de
pensar la libertad, Leibniz plantea el problema en el espacio. Pongamos que
dibuja un punto C, César, y traza una línea hasta un punto O, la encrucijada.
De ahí el trazo se bifurca en dos caminos que implican dos elecciones opuestas,
que llamaremos X e Y. Estas elecciones parecen opciones inertes que esperan en
el horizonte la decisión de César: X simboliza «cruzar el Rubicón» e Y
«obedecer la ley de Roma».
César, ante estas dos opciones posibles, duda, pero termina por elegir a
X. Esta forma de concebir la libertad, dirá Bergson, es puramente mecánica. La conciencia
de César oscila entre dos puntos, X e Y, que se mantienen intactos. Sin
embargo, según el francés, esta oscilación no es posible fuera del tiempo. El
tiempo no es «nada»; probablemente César sintió cómo le presionaba con fuerza
en el momento decisivo en el que violó la ley romana. Es precisamente en esa
oscilación en la conciencia que podemos llamar «vacilación» que Bergson se
centra:
«Así, el ser vivo dura esencialmente; dura precisamente porque
elabora sin cesar lo nuevo y porque no hay elaboración sin búsqueda, ni
búsqueda sin titubeo. El tiempo es esta duda misma, o no es nada (rien) en
absoluto».
Vivimos el tiempo en la duda, en la vacilación. La vida se revela como
duración, como un proceso de cambio y maduración. Si no
estuviéramos atravesados por el tiempo, no seríamos capaces de elegir. Es
imperativo que nuestra mirada sobre las opciones que nos planteamos cambie si
queremos ser capaces de elegir una de ellas. Al dudar, X e Y dejan de ser lo
que eran inicialmente, y pasan a ser X’, Y’, X’’…
Dios no duda; lo que hemos llamado «performativo divino» implica que la
distinción entre «pensar», «decir» y «hacer» es obsoleta. Si hay algo
que nos caracteriza como seres vivos es que, para nosotros, sí hay distinción.
Esta distinción es la que hace que captemos el tiempo a través de una larga
lista de afectos: la duda, pero también la espera, el arrepentimiento, el
duelo, la melancolía.
El tiempo como duda
Una obra literaria que confronta las concepciones temporales y
espaciales de la libertad es El camino no elegido (1916), de Robert
Frost:
Dos caminos se
bifurcaban en un bosque amarillo,
y apenado por no poder tomar los dos
siendo un viajero solo, largo tiempo estuve de pie
mirando uno de ellos tan lejos como pude,
hasta donde se perdía en la espesura.
Entonces tomé el
otro, imparcialmente,
y habiendo tenido quizás la elección acertada,
pues era tupido y requería uso;
aunque en cuanto a lo que vi allí
hubiera elegido cualquiera de los dos.
Y ambos esa mañana
yacían igualmente.
¡Oh, había guardado aquel primero para otro día!
Aun sabiendo el modo en que las cosas siguen adelante,
dudé si debía haber regresado sobre mis pasos.
Debo estar diciendo
esto con un suspiro
de aquí a la eternidad:
dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,
yo tomé el menos transitado,
y eso hizo toda la diferencia.
Como en el ejemplo de César y el Rubicón, Frost nos relata su momento de
duda al verse obligado a elegir dos senderos. Lo que es revelador, como
veremos, es que lo hace hablando del camino que finalmente no eligió. Este
poema ha sido a menudo interpretado como una oda al inconformismo (habla el
poeta de tomar el camino menos transitado). Pero como algunos han señalado, el
poema no se titula El camino menos transitado, sino El
camino no elegido.
Si retomamos el análisis de Bergson, podemos ver como la lectura
mayoritaria del poema es una lectura espacial de la libertad. Otra lectura
posible es la que nos ofrece el francés: la lectura temporal. Esto nos llevaría
a resaltar la presencia de dos elementos: el tiempo vivido afectivamente en la
duda («Aun sabiendo el modo en que las cosas siguen adelante / dudé si debía
haber regresado sobre mis pasos») y en la perpetua e irreversible creación de
novedad («Yo tomé el menos transitado, / y eso hizo toda la diferencia»).
Sólo una vez hemos tomado una decisión acerca de qué camino tomar es
posible, retrospectivamente, proyectar «otra vida posible» que niega quiénes
somos en la actualidad. Vivimos en dos ocasiones: antes de actuar,
cuando nos acosan las dudas (¿qué hago?, ¿qué camino elijo?), y después, al
arrepentirnos (¿y si hubiera elegido el otro camino?).
En realidad, dirá Bergson contra todas nuestras intuiciones, lo posible
no precede lo real, sino que le sucede. La posibilidad es una creación
de la libertad misma, y esta es inseparable del tiempo. La «ilusión» de lo
posible nace de nuestros afectos: una vez la acción que nos transforma en
quienes somos ha sido efectuada, nuestra conciencia se intensifica. Al tener
extrema conciencia de lo que hemos hecho, proyectamos retrospectivamente la
acción alternativa como un posible. Es porque vivimos en el tiempo que creamos
y nos rodeamos de «caminos no elegidos».
Sobre la autora
Júlia Ripoll es doctoranda en Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona). Es miembro del consejo editorial de la revista Jovent. Revista Juvenil Alternativa y redactora ocasional de la revista A contracos. Ha trabajado, además, en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona y en el Instituto Universitario de investigación en Derechos Humanos, Democracia y Cultura de Paz en Madrid (ambos en España)
(filosofía & Co. / 12-11-2021)
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