lunes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (163)

 Apéndice II

 

Noche en el monte (2)

 

Por la altura de que la voz le llegó, había apreciado que estaba a pie el intempestivo. Pero, sin embargo, en un descenso del brazo, aflojó las bridas y oprimió a un tiempo mismo su montura con el costado del talón por evitarle el roce de la espuela.

 

El al parecer centinela -que avanzó de entre la ramazón y quedó a la luz- debió hacerse a un lado para no recibir el encontronazo. Y en momentos de ir a hablar, por delante ya le cruzaron brillosas las ancas del caballo, el cual pisó ahora (justo, justo por el medio del dosel de dos higueras silvestres) un senderito a lo culebra, y al hundirse de nuevo en el monte, como antes, abrió previsor los remos traseros para ofrecerse base en las tinieblas; como antes alzando bien sus manos; como antes, como cuando, sí, al entrar en la primera senda, sacó aun más arriba, con más lentitud y, por eso, con más seguridad sus manos en el negror lleno de ramas donde su aparición desparramara, igual que aquí, runrunes de revuelos sofocados, de deslizarse súbitos, de descolgarse o de caídas a plomo, no más, a los que, ahora (cuando el caballo tropezó con algo) un estirado chillido en fuga consigo bien lejos debió llevarse, porque al momento la mudez quedó otra vez recobrada; como antes.

 

De inmediato los ojos del descabalgado sólo toparon con la muralla de sombras que tanto tronco y tanta liana tenían detrás. Y en eso, a él también lo borró la oscuridad. Era que allá en el cielo otro nubarrón había conseguido ganarle por debajo al fluyente blancor. Con la mano oprimiendo el sombrero, el otra vez solo se internó sobre colchones de hojas, a saltos, en lo lóbrego.

 

Al fofo crujir, un mancarrón adormilado alzó la cabeza, sin zozobra. Y sintió que un santiamén le apretaban la cincha, desatábanle el cabestro. El de la maniobra palpó su propio cinto asegurándose las bombachas y comprobando la presencia de la pistola, y ya le estuvo encima al matungo y enderezó (para alcanzar más pronto) a monte traviesa, recibiendo arañazos, llevándose con el pecho ramas que el rocío hacía hisopos, abatiéndose sobre el cuello del aun no bien despabilado matalote al evitar lo más grueso, sin dejar de talonear, y él así conseguía que la tamaña crepitación de que se rodeaba fuese acercándose al ajustado rumor leve (que cada vez dentro de mayor oscuridad abría la quietud) hasta salir al fin al trillo por el que, ahora (como a un cuerpo o cuerpo y medio) él distinguía y perdía al emponchado, pues la luna, desde los escasos claros que permitieron las copas, se volví a volcar, debido a que dos nubarrones -muy veloces- que la estuvieron cruzando y la apagaban, ya la sobrepasaron y seguían campantes, siempre hacia el sur, por lo cual veíase a la blanca, en ocasiones (siempre imprevista, toda cruzada de varas y de gajos o magullada en los bordes e indemne, alguna vez, en su abstracción callada) avanzar con dirección opuesta a la de aquellas dos viajeras nubes, también ella de prisa, seguida a escasa distancia, y siempre, por una muy modesta estrella chica, y a cuyos flancos flotaban siempre, siempre hacia el sur más nubes y más nubes, casi rozando a la grande y a la pequeña luminarias u ocultándose de pronto; pasándoles, con apuro distanciándolas atrás, mientras el del mutismo (siempre a su zaga el taloneante) orientaba a su cabalgadura siempre, siempre hacia el norte, restregando troncos, apelmazamientos de ahora heladas trepadoras y hojeríos con acres alientos, sobre el sendero que se hacía zigzag y se hacía eses al esquinar él también, por su cuenta, obstáculos dentro de lo más negro y tan espeso.

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