por EMMA RODRÏGUEZ
“Yo soy una víctima de
la epidemia de gripe española, y puede decirse que, a causa de ella, nací
muerto. Me reanimaron las cachetadas ininterrumpidas del ginecólogo, que me
mantuvo treinta minutos suspendido por los pies”, cuenta en el primer
párrafo de su libro, aclarando que al referirse a su condición de víctima se
refiere a la lesión cardiaca que sufrió su madre a consecuencia de la terrible
pandemia de 1918, motivo por el que le prohibieron tener hijos.
El precepto médico no se cumplió y
un 8 de julio de 1921 llegó al mundo Edgar Morin, quien
ahora, 99 años después, traza un largo puente que le traslada a un nuevo tiempo
de terrible epidemia a nivel global. Dos circunstancias similares en las dos
orillas de su vida que le llevan a recapitular, a tomar en las manos su álbum
de recuerdos. Las páginas del mismo le ofrecen su imagen con 10 años.
Vivía solo con su padre – su madre había fallecido en 1931– y los años
posteriores a la gran crisis de 1929, a la gran
depresión económica que asoló el mundo, fueron particularmente duros, con
sus evidentes “estragos políticos y sociales”, muy cerca aún de los
efectos del Tratado de Versalles, “que puso fin a la primera guerra
mundial y plantó las semillas de la segunda”.
Morin sigue adelante en su particular
ejercicio de memoria. Dice no recordar el día en que Hitler se convirtió
en canciller de Alemania, un 30 de enero de 1933, pero sí es consciente de
que por esa época nació su interés por la política y de que muy pronto se vería
“embarcado en la Historia”. Una mirada retrospectiva a la década de
1930-1940, le lleva a definirla como “un formidable ciclón, hasta llegar a
la extrema barbarie de una guerra que se convierte en mundial en 1941”.
Acontecimientos estremecedores
transformaron y formaron al adolescente, al joven, Morin, quien se preguntaba
por entonces qué debía pensar, qué debía hacer. “Todo se puso en
cuestión, todo se convirtió en problema: democracia, capitalismo,
fascismo, antifascismo, comunismo estalinista, comunismo antiestalinista
(trotskismo), reforma, revolución, nacionalismo, internacionalismo, tercera
vía, guerra y paz, verdad/ error”, va argumentando, a punto de llegar a un
nuevo capítulo.
En 1938 se afilió “al
pequeño Partido Frentista, que propugnaba la lucha en dos frentes –contra
el estalinismo y contra el hitlerismo–” y poco después se sumergió en los
escritos de Marx y descubrió que “toda política debe basarse en
una concepción del hombre, de la sociedad y de la historia”. Hecho que le
llevó a matricularse en la universidad para estudiar historia, sociología,
filosofía, economía y ciencias políticas, pilares sobre los que ha construido
toda su obra, disciplinas que siempre ha visto conectadas entre sí, no como
departamentos estancos, ofreciéndole una visión de las complejidades del mundo,
del devenir humano.
El “gigantesco torbellino
histórico” de la Segunda Guerra Mundial, “sacudió las mentes en todos
los sentidos”, constata el pensador, dando cuenta de los cambios de bando,
de ideología, que se produjeron en esos momentos. A él la contienda le
transformó en un resistente antinazi y le llevó a abrazar
el comunismo, un fervor que desapareció al cabo de un tiempo y “luego
se transformó en su contrario, durante los tres años en que se impuso la
segunda glaciación estalinista”, va rememorando Morin.
“A raíz de la escritura de mi
libro “Autocrítica”, extraje la lección de no volverme a dejar arrastrar, de
mantener la vigilancia crítica y autocrítica, y de revisar mis ideas cuando se
produjeran nuevas experiencias históricas. Pero la lección principal de la
guerra fue resistir. Me siento muy feliz de haber asumido en esa época el
riesgo importante de incorporarme a la Resistencia”, prosigue su relato
biográfico, señalando a continuación que en los años posteriores la vida le
pondría por delante otras maneras de resistencia: durante la Guerra de
Argelia, apoyando el derecho a la independencia del país; durante la aplastada revolución
húngara convirtiéndose “en enemigo acérrimo de la mentira y la opresión
del sistema estalinista”.
Más adelante, Mayo del
68 ocupa un lugar muy especial en la trayectoria de Morin. “La
explosión estudiantil era previsible y, a la vez inesperada” (…) “Vi
en esas revueltas una aspiración a la “verdadera vida” (…) “Lo
imprevisto es que Francia fue el único país donde una revuelta
estudiantil arrastró a una huelga general a todos los trabajadores”, vamos
leyendo, hasta llegar a una idea esencial: “Lo ocurrido abría una brecha en
la línea de flotación de nuestra civilización”.
Pese a que pronto todo volvió a la
supuesta normalidad, pese a que la economía y el orden se restablecieron, el
ensayista nos hace ver que “el cometa dejó una cola muy larga que ejerció su
ímpetu acelerador en el largo y lento proceso de emancipación femenina, en
cierta liberalización de las costumbres y en una mejor comprensión de las
homosexualidades”. Y poco después llegó el “informe Meadows”, de los
primeros en desvelar las “degradaciones cada vez más amplias y rápidas del
medio natural” (…) “el catalizador que dio origen a la conciencia
ecológica”. En ese momento Edgar Morin se convirtió en uno de los pioneros
de la política ecológica, un nuevo modo de lucha, de resistencia.
“Esta política no se limita a
proteger el medio ambiente natural, también aspira a proteger el medio ambiente
humano, y para ello hay que transformar nuestros pensamientos, nuestras
costumbres y nuestra civilización”, nos dice, lamentando “la extremada
lentitud de la toma de conciencia ecológica, que en cincuenta años no ha sido
capaz de generalizarse, y correlativamente, la indigencia de la acción política
y económica para evitar los desastres humanos y naturales”.
Morin pone en el centro del problema
“los enormes intereses económicos, que priorizan los beneficios inmediatos”.
Agradece que la alerta del calentamiento climático haya podido “movilizar
por fin a una parte de la juventud de diferentes países, que ha encontrado a
una Juana de Arco en la adolescente Greta Thunberg” y apunta que la
crisis de la pandemia está contribuyendo a que más gente despierte. “Tal vez
habrá que esperar a estar al borde del abismo para desencadenar el reflejo de
salvación vital”, argumenta.
Despertar las conciencias es el
objetivo de este libro, señala Morin, quien en su larga vida no ha dejado de
enfrentarse una y otra vez a diferentes crisis, a resistir intelectual y
políticamente a “dos barbaries que amenazan cada vez a la humanidad”: las
xenofobias y los racismos y “la barbarie fría y gélida del cálculo y el
beneficio, que domina en una gran parte del mundo”.
La primera parte de esta entrega, de
cariz biográfico, resulta esencial y reveladora, porque en ella asistimos al
germen, a la iniciación, de este hombre que nunca ha dejado de preguntarse en
qué lado de la Historia debía situarse sin traicionar sus principios; que nunca
ha dejado de reflexionar, de hacerse preguntas, de interpretar el mundo, de
concebir propuestas de mejora, de avance. Os estoy hablando de un libro que
aporta perspectiva, nos regala la distancia suficiente para vernos en un
continuo histórico, para despertarnos de la amnesia en la que estamos sumidos,
también para devolvernos un poco de esperanza.
EL AHORA: REFLEXIONES Y LECCIONES DEL CORONAVIRUS
En el repaso a su álbum de
fotografías y recuerdos, Edgar Morin llega al ahora, a lo inmediato, y vuelve a
asumir que el discurrir histórico está lleno de imprevistos, de acontecimientos
inesperados. “Un virus minúsculo aparecido de repente en una lejanísima
ciudad de China ha provocado un cataclismo mundial. Ha paralizado la vida
económica y social de 177 países y ha generado una catástrofe sanitaria cuyo
balance es tan sombrío como alarmante”, escribe.
“La crisis general y gigantesca
provocada por el coronavirus debe ser vista también como el síntoma virulento
de una crisis más profunda y general del gran paradigma de Occidente convertido
en paradigma mundial: el de la modernidad, nacido en el siglo
XVI europeo”, argumenta más adelante, aludiendo al “dolor” y al “caos” que
se genera cuando se producen torbellinos que anuncian transformaciones a gran
escala, cambios en ciernes que pueden llegar a imponerse o no. “Mayo del 68,
la degradación de la biosfera, la crisis de civilización y las antinomias de la
globalización” forman parte, en su opinión, de ese torbellino.
“Un cambio de paradigma es un
proceso largo, difícil y caótico que topa con enormes resistencias de las
estructuras establecidas y de las mentalidades. Se efectúa mediante un largo
trabajo histórico a la vez inconsciente, subconsciente y consciente…”,
señala Morin, quien se pregunta por lo que vendrá después, por si seremos
capaces de sacar las lecciones apropiadas de la actual pandemia, una pandemia
que “ha revelado un destino compartido por todos los seres humanos, ligado
al destino bioecológico del planeta”. “El poscoronavirus es tan
inquietante como la propia crisis. Podría ser tan apocalíptico como
esperanzador”, argumenta. Todo está en el aire. “Hemos entrado
en la era de las incertidumbres”, nos dice. “El futuro imprevisible se
está gestando hoy”.
A partir de aquí, el ensayo se
articula en quince lecciones esenciales, llamadas a provocar un despertar
de las conciencias que se transforme en acciones de cambio. Os invito a
sumergiros en las páginas del libro, porque merece mucho la pena seguir cada
uno de los aspectos que se destacan, partiendo de un profundo cuestionamiento
sobre la manera en la que vivimos, sobre el sentido de la existencia.
“Nuestra fragilidad estaba
olvidada, nuestra precariedad estaba oculta. El mito occidental del hombre cuyo
destino es convertirse en “amo y señor de la naturaleza” se
derrumba ante un virus. Ese mito ya estaba gravemente tocado por la conciencia
ecológica, que supo demostrar desde hace décadas que cuanto más dueños somos de
la biosfera, más dependemos de ella; cuanto más la degradamos, más degradamos
nuestras vidas”, vamos leyendo.
Vivimos tiempos en los que toca
pensar, echar por tierra verdades asumidas, convicciones inoculadas.
El progreso tecnoeconómico no puede constituir por sí solo el
progreso humano. El bienestar social no puede ser determinado únicamente por el
libre comercio y el crecimiento económico. No podemos caer en las promesas
del transhumanismo, con su fe en la inteligencia artificial como
salvación y el acceso a la eternidad como objetivo.
“El enorme poder de la
tecnociencia no suprime la debilidad humana ante el dolor y la muerte (…) Jamás
podremos librarnos de los accidentes mortales que destrozan nuestros cuerpos;
jamás podremos librarnos de las bacterias y los virus que mutan sin cesar para
hacerse resistentes a remedios, antibióticos, antivirales y vacunas”,
reflexiona el filósofo, conduciéndonos a la paradoja que supone que el aumento
del poder humano vaya acompañado de un aumento de su debilidad.
Tenemos que aceptar las
incertidumbres, porque “toda vida es una aventura incierta” y esta
constatación, que tantas veces olvidamos, se intensifica a causa de la
pandemia, acentuándose las perplejidades, las dudas sobre el futuro (“debemos
prepararnos para convivir con ellas”). Tenemos que repasar nuestra relación
con la muerte, con el duelo, que las sociedades capitalistas tanto se
han afanado en ocultar y que ahora se han hecho demasiado visibles, descolocando
las piezas de lo cotidiano en las sociedades de la productividad, de las
prisas.
El confinamiento obligado, al
devolvernos al interior de las casas, a nuestro interior, nos ha demostrado
hasta qué punto estábamos entregados a lo exterior, a lo superficial; de qué
manera nos encontrábamos intoxicados por el consumismo. Debemos
reflexionar sobre ello. Y valorar el auge de las iniciativas de solidaridad
surgidas en una situación tan extrema, con el fin de mantenerlas. No hemos de
olvidarnos de las desigualdades sociales que han quedado aún más de manifiesto
durante la crisis sanitaria; en los efectos devastadores que ha provocado en
los colectivos más vulnerables. Ni tampoco de los oficios
infravalorados (enfermería, servicios de limpieza y de reparto, personal
de supermercados, agricultura, fuerzas y cuerpos de seguridad…), que se han
mostrado esenciales y que de ahora en adelante deberán gozar, como indica
Morin, del prestigio social que merecen.
He aquí algunas de las lecciones que
destaca Edgar Morin en Cambiemos de vía, donde también apunta
al aprendizaje de la gestión de crisis de este tipo partiendo de los errores
cometidos; a la búsqueda, por parte de los gobernantes, de soluciones creativas
que supongan pasos adelante, de progreso, siempre dispuestos a parar
los movimientos regresivos que suelen surgir en situaciones así; a no
atender a las presiones de poderosos lobbies que querrán
mantener a toda costa el orden anterior.
La ciencia y la medicina son
llamadas a entablar cooperaciones fecundas en este recorrido que desemboca en
la importancia de una educación atenta a las complejidades, que sume y
relacione especialidades y saberes, en vez de compartimentarlos. Los estados y
las sociedades tendrán que adoptar “estrategias que integren lo imprevisto”,
capaces de “prever la eventualidad de lo inesperado”, señala Morin,
lamentando decisiones políticas como los sucesivos recortes en
sanidad, promovidos a través de políticas neoliberales, atentas a la
rentabilidad y a la competitividad más que al cuidado y la prevención.
Y también la globalización, con
sus mecanismos de dependencia y deslocalización, es fuertemente cuestionada, ya
que la pandemia ha puesto de manifiesto sus fallas, la carencia de material
sanitario básico en los distintos países. En este sentido se aboga por huir de
la “mal planteada oposición entre soberanismo y universalidad”,
restaurando una autonomía vital de las distintas naciones, que garanticen su
autosuficiencia en productos alimentarios y sanitarios esenciales, y
entendiendo el sentido globalizador como unidad de destino compartido, de
cooperación política e intercambios culturales.
Replantearse el papel de Europa, su
reanimación a través de iniciativas ecológicas comunes y de un despertar
solidario, también merece un capítulo aparte en este ensayo absolutamente
atento a la que puede considerarse la gran lección, la toma de conciencia
de vivir en un planeta en crisis. En determinados momentos el
análisis se dirige a las circunstancias de Francia, no muy distintas a las de
otros países del entorno europeo, occidental, y en cualquier caso, las
cuestiones de fondo son de carácter universal.
MIRANDO AL FUTURO: LOS DESAFÍOS
Cambiemos de
vía es un ensayo que resulta demoledor en muchas de sus argumentaciones y
conclusiones, pero no carente de esperanza y optimismo. Nos enfrenta a los
males de nuestro mundo, pero también a las salidas, a los desafíos que tenemos
por delante como colectividad. ¿Qué dirección queremos tomar? ¿Volveremos al
mismo tipo de vida cuando superemos esta crisis o tendremos claro que debemos
modificar el rumbo? ¿Qué impulsos nos moverán, de progreso o de regresión?
Estas cuestiones esenciales nos acompañan en todo momento durante la
lectura.
Una y otra vez, Edgar Morin plantea
interrogantes. Ya sumergido en el trecho en el que analiza las posibilidades y
retos de futuro, en la fase que denomina “poscoronavirus” [destacar que el
ensayo, escrito desde la inmediatez, fue elaborado antes de la llegada de las
vacunas], nos hace mirar a las etapas de confinamiento, cuando al
recuperar la inactividad, la lentitud –quienes pudimos permitírnoslo– fuimos
más conscientes que nunca de la malsana aceleración de nuestras vidas. “Una
vez desconfinados, ¿retomaremos esa carrera informal? (…) ¿Dejaremos de querer
ir más rápido y más lejos? ¿Dejaremos de subordinar lo principal, nuestra
propia realización personal y nuestros lazos afectivos, a lo secundario y
fútil?”, nos pregunta.
Y más adelante se cuestiona qué
quedará realmente de las aspiraciones reformadoras, transformadoras. “¿Qué
lecciones sacan las autoridades de la experiencia? Ni siquiera podemos estar
seguros de que haya algún progreso político, económico o social como lo hubo
después de la Segunda Guerra Mundial”, reflexiona. “La crisis ha
obligado a los Estados a abandonar la política de austeridad presupuestaria y a
gastar masivamente en salud, en las empresas y los trabajadores privados de
salario”, prosigue, un primer paso que ojalá desemboque en las dos
necesidades básicas de la renovación política que propugna Morin: “salir del
neoliberalismo y reformar el Estado”.
Son muchos los desafíos a los que nos
enfrentamos: el desafío de la globalización; el desafío de la
democracia (afectada por la corrupción, la demagogia, la intensificación
de los nacionalismos, la xenofobia); el desafío digital y el de
la preservación ecológica. Edgar Morin se detiene en cada uno de ellos.
Analiza el alcance de las restricciones a la libertad impuestas en este tiempo,
que evidentemente tendrán que desaparecer con el virus; aboga por un uso responsable
de las herramientas digitales, a la vez instrumentos de libertad y de control;
se replantea la manera de viajar y de consumir, que tendrían que tender al
decrecimiento, y advierte sobre las regresiones que pueden producirse, en un
presente en el que la intolerancia y el fascismo ganan terreno. Todo ello sin
olvidar el peligro nuclear, los arsenales
bacteriológicos con los que se arman los Estados, las catástrofes
naturales derivadas del cambio climático, que a su vez aumentarán las
corrientes migratorias…
“Las carencias políticas,
económicas y sociales que la pandemia ha puesto al descubierto, así como
los grandes peligros de regresión que ha podido aumentar, hacen
indispensable una nueva Vïa”, expone el filósofo, quien explica su
preferencia por este término, “Vía”, en vez de revolución [remite a episodios
emancipadores que acabaron fracasando, oprimiendo], o proyecto de sociedad,
noción muy estática e inadecuada para un mundo en transformación.
En este punto es cuando el ensayo se
abre a las probabilidades, las expectativas, las propuestas de transformación.
Las amenazas han sido nombradas, las regresiones mencionadas “son probables,
pero solo probables”, apunta Morin. “Conservemos la esperanza,
aunque sin ninguna euforia”, nos dice, centrando las líneas maestras de “la
nueva Vía político-ecológico-económico-social”, unas líneas guiadas por “la
necesidad de regenerar la política, la necesidad de humanizar la sociedad
y la necesidad de un humanismo regenerado”.
Es mucho lo que aporta este ensayo
esclarecedor, capaz de situarnos en el aquí el ahora, al tiempo que abre las
ventanas hacia el futuro, hacia los posibles futuros. Se trata de buscar
equilibrios, de conjugar globalización y desglobalización; crecimiento y
decrecimiento; desarrollo y arropamiento [este último término alude a la
solidaridad y la comunidad]; unidad y diversidad nacional. Se trata de reformar
el Estado, de desburocratizar y desanquilosar las administraciones
públicas. Se trata de reducir progresivamente el poder de las oligarquías económicas,
aplicando impuestos justos y, sobre todo, suprimiendo los paraísos
fiscales. Se trata de que los consumidores tomen conciencia de su poder. Se
trata de que las empresas reconozcan a los trabajadores “en su plena
humanidad”, lo cual mejoraría las condiciones de vida de los mismos y
también los resultados.
En todo el ramillete de propuestas
que ofrece la obra, en un capítulo encabezado por la frase de Heráclito, que
tomé como arranque de este artículo (“Si no esperas lo inesperado, no lo
encontrarás”), hay un apartado fundamental: la reforma
democrática, a través de la participación ciudadana. “Habría que
diseñar y proponer formas de democracia participativa. Sería útil al mismo
tiempo fomentar el despertar de la ciudadanía, a su vez inseparable de una regeneración
del pensamiento político. También sería útil multiplicar las universidades
populares que ofrecieran a los ciudadanos una iniciación a las ciencias
políticas, sociológicas, económicas y jurídicas”, expone el ensayista,
consciente de que este tipo de iniciativas requieren tiempo, un tiempo de “arraigo
y aprendizaje”.
Hay grandes dosis de idealismo y de
entusiasmo en esta entrega que vuela hacia mejores horizontes de futuro, pero,
no nos engañemos, muchas de las ideas que plantea ya están en el aire, ya han
empezado a filtrarse en las capas de lo cotidiano. Edgar Morin visualiza y pone
argumentos a impulsos que están aflorando. Ya lo explica cuando habla
del cambio de paradigma en marcha. Frente a las consignas de viejos partidos,
de medios de comunicación anquilosados, dependientes de intereses económicos
que lastran su independencia en exceso, surgen por todas partes iniciativas
creativas, puntos de vista innovadores. Asistimos, somos parte activa, del
combate entre las fuerzas del progreso y las de la regresión.
La ecopolítica, el “green deal”,
ocupa otro capítulo esencial de esta entrega que reivindica en todo momento un
humanismo regenerado, capaz de reconocer “la complejidad humana hecha de
contradicciones” y de rechazar la divinización del hombre. Los principios
republicanos de Libertad, Igualdad y Fraternidad iluminan este libro
que desemboca una y otra vez en la necesidad imperiosa de reducir las
desigualdades, de cultivar la solidaridad, tan debilitada en las sociedades
individualistas, egoístas, tecnificadas… Vamos avanzando en la lectura a través
de nociones como “Malestar difuso”; de lemas como “Menos pero
mejor”; de búsquedas hacia “una verdadera vida”. Y llegamos a
la esencia de lo que debe ser una “política de la humanidad” y “una
política de la tierra”.
Llegada a este punto, opto por
transcribir algunos fragmentos del ensayo que me parecen especialmente
significativos, enriquecedores. Un estímulo para seguir adelante, buceando
entre las incertidumbres, esperando encontrar los anhelados cambios en lo
inesperado.
– “La civilización
occidental puede y debe propagar lo mejor de sí misma: la tradición
humanista, el pensamiento crítico y el pensamiento autocrítico, los principios
democráticos, los derechos del hombre y de la mujer. También debe abandonar su
arrogancia.
– “La toma de conciencia de
la comunidad de destino compartido terrestre entre la naturaleza viva y la
aventura humana debe convertirse en un elemento esencial de nuestro tiempo:
debemos sentirnos solidarios con este planeta de cuya existencia depende
nuestra vida; debemos no solo ordenarlo, sino también protegerlo; debemos
reconocer nuestra filiación biológica y nuestra filiación ontológica; es el
cordón umbilical que hay que reanudar.
– “Hay dos realismos. El primero
consiste en creer que la realidad presente es estable. Ignora que el presente
siempre está trabajado por fuerzas subterráneas, como el viejo topo del que
habla Hegel, que finalmente desintegra un suelo que creía firme (…) El
verdadero realismo sabe que el presente es un momento en un devenir. Trata de
detectar las señales, siempre débiles al principio, que anuncian
transformaciones (…) El verdadero realismo puede proponer ideas que a los
realistas oficiales les parecen utópicas. El verdadero realismo sabe que lo
improbable es posible, y que lo más importante y frecuente es que en la
realidad irrumpa lo inesperado. Como, por ejemplo, el principio del retorno a
la soberanía sanitaria y el infringir las reglas presupuestarias consideradas
sacrosantas”.
– “La utopía del mejor de los
mundos debe ceder su lugar a la esperanza de un mundo mejor. Como toda
gran crisis, como toda gran desdicha colectiva, nuestra crisis planetaria
despierta esa esperanza. El humanismo debe regenerar esa gran aspiración
permanente de la humanidad a un mundo mejor. Pero, aunque pudiera advenir, ese
mundo no sería irreversible. Ninguna conquista es irreversible, ni la
democracia, ni los derechos humanos. Ninguna conquista de civilización es
definitiva. Lo que no se regenera degenera. Por eso el verdadero realismo es la
regeneración permanente. Trotski creía en la revolución permanente; nosotros
debemos practicar la regeneración permanente”.
– “Repitámoslo: la toma de
conciencia de la comunidad de destino compartido terrestre debería ser el
acontecimiento clave de nuestro siglo. Es, sin duda, el mensaje más fuerte de
la crisis de 2020. Somos solidarios en este planeta y de este planeta. Somos
seres antropobiofísicos, hijos de la Tierra. Es nuestra Tierra-patria”.
Cambiemos de vía. Lecciones de la pandemia, de Edgar Morin, con la
colaboración de Sabah Abouessalam. La traducción la ha realizado Núria Petit
para la editorial Paidós.
Emma Rodríguez
Periodista directora y fundadora, junto a Nacho Goberna, de la revista Lecturas Sumergidas, nace un 13 de junio en Buenavista, el pueblo más al norte del norte de la isla de Tenerife. En su dilatada trayectoria escribiendo sobre cultura ha formado parte de medios como "El Mundo", "Diario 16", "Ya", "Quimera", "Qué leer" o "De Libros". También ha colaborado con el suplemento "El País Semanal" y, actualmente, realiza entrevistas para la revista Turia. A lo largo de los años ha entrevistado, entre otros, a Gabriel García Márquez, Roberto Bolaño, Adolfo Bioy Casares, Ernesto Sábato, José Saramago, Michael Ende, Günter Grass, Miguel Delibes, Francisco Ayala, Salman Rushdie, Mario Vargas Llosa, Juan Marsé, Emilio Lledó, Carmen Martín Gaite, Josefina Aldecoa, Camilo José Cela, Francisco Umbral, José Luis Sampedro, Ana María Matute, Antonio Lobo Antunes y un largo etcétera.
(Lecturas Sumergidas / 2020)
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